Márcia Batista Ramos
Tengo una lejana memoria de que afuera se escuchaba la lluvia, torrencial e impiadosa, que no daba tregua a la noche oscura. Los ríos y quebradas aumentaban su caudal a cada segundo llenando las calles, las calzadas y los parques. Los autos parqueados, empezaban a flotar como góndolas venecianas, por las calles, canales de la gran ciudad. Los pájaros, abandonando sus nidos mojados, cargados de dolor, buscaban resguardo en los edificios.
Adentro, el agua escurrió por el piso, subió por la cama, por las paredes… Lavando los cuadros, el Cristo de mi cabecera, los muebles, el empapelado. Alcanzó la araña que colgaba del techo y luego el techo. En medio del sonido, silencio, que produce el agua, vi un manojo de cartas amarillas, amarrado con una cinta rosada, en el cajón semi abierto del velador, donde guardo los pralinés con el retrato de Sissi en la lata. Pensé: – “Son las cartas que nunca recibí.”
Miré la alfombra rosada, anegada, el cubre cama encharcado y el “robe de chambre” mojado, como todo en la habitación: cortina, ventana, almohada, sillón, cama, sábana, espejo, ropero… ¿El oso de peluche? Por supuesto, el oso de peluche y los zapatos, abrigos, vestidos…
El frasco de perfume de maderas del oriente se deslizó hasta el fondo, como en cámara lenta, ante mi mirada atónita, fue a dar encuentro al collar de perlas que llegó antes a la alfombra, sin que yo me percatara, fustigando sentimientos y angustias.
El agua, movía los objetos en la habitación, acomodándolos a su manera, como anunciándome que, ya no me pertenecían.
Al fin y al cabo, son cosas… Hay gente que siempre sufre más, siempre se lleva la peor parte de cada situación. Pensé en ellos, que estaban inundados, sin pared, sin techo, sin abrigo, en la noche oscura y fría, bajo la lluvia torrencial, anegados; sin poder sujetar el tiempo, ante el firmamento que se derrumba líquido sobre sus cabezas. Ante su mirada trunca se paralizó su vida. Perdieron todo… ¡No importa! Ya duermen en lo eterno.
En el jardín los nardos azules ahogados. Los pastizales, volviéndose algas y los peces, nadando en los altares, mientras las luces se extinguen, haciendo de la noche oscura y fría, un lugar imposible de permanecer.
Seguramente, en la biblioteca, todos los poetas zambullidos con las palabras oportunas, del léxico preciso, ordenado alfabéticamente, sin poder devolver la vida, ni el espacio, ni el tiempo. Algunos libros abiertos, donde las palabras se remojan y se vuelven transparentes, según se destiñe la página, para volver a su estado primigenio.
Me sentí en la proa del tiempo y agarré mi cabeza mojada, luego toqué mi camisola mojada, miré mis manos mojadas, parecía un naufragio y no una inundación. Quise gritar, pero debajo del agua existe un sonido silencio, que no permite otros ruidos. Entonces en mi pensamiento exclamé: – “¡Por Dios, todo inundado!” Enseguida: lloré… Fue, entonces que vi, que, mis lágrimas eran las gotas que faltaban para hacer el agua desbordar la habitación.