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Ingrid y Juan Manuel; vicios y virtudes de las élites

Me soplé el reciente libro de diálogos del expresidente colombiano Juan Manuel Santos e Ingrid Betancourt, franco-colombiana, excandidata presidencial. Ambos protagonizaron la Operación Jaque; él, ministro de Defensa de Álvaro Uribe; ella, liberada de su secuestro en manos de las FARC.

Los dos son de la élite. Para un boliviano, después del 52 y de estos lustros, su empática charla suena demodé: tíos, amigos, círculos, abuelos, sus cargos y lo cercanos que eran, conservadores o liberales, qué importa ya. Son pláticas que en Bolivia la calle y la presencia indígena fueron apocando desde los años 50. Incluso si se asemejan, el apogeo de ese mundo aquí no tuvo el fulgor colombiano… ni sus litros de sangre derramada. Quizá porque una fue una élite vencida (si bien no borrada), la otra no.

Pero no es linaje lo único que el libro destila. Trata de una élite algo endogámica, pero globalizada, de fuste. Santos, sobrino-nieto de otro expresidente, es de la familia dueña del periódico El Tiempo, en el que Santos hizo carrera. Su charla repasa, por ejemplo, sus años en la Organización Internacional del Café en Londres o su labor de ministro de Hacienda, convenciendo (no imponiendo) a la sociedad y a los grupos de interés de aplicar un impuesto para financiar la seguridad nacional descalabrada de entonces.

Ingrid, por su lado, a sus ocho años es amiga de Pablo Neruda, embajador de Chile en Francia, puesto que papá Betancourt era embajador en la Unesco. Ingrid repulga sus estudios en Sciences Po, con amistades como el ex primer ministro Dominique Villepin, desde que fueran estudiantes y él enamorara a una colombiana, amiga de Ingrid, qué casualidad. Pero no todo son relaciones sociales. En el libro brota el aliado de Santos, Tony Blair, procurando consejos del servicio secreto británico (MI6) para mejorar, junto a unos israelíes, las capacidades colombianas, con frutos “verificados” por las FARC.

Betancourt y Santos son lo que en Colombia llaman, con ingenio, “cachacos” (sincopado de “camisa, chaleco y corbata”), al grado que Santos gozoso cuenta que una vez le pegó una mirada de “cachaco distante” a Hugo Chávez. Como en Ecuador y Bolivia, en Colombia formales montañeses conviven con otra región fuerte, pero ligada a la tierra y de modales directos. Frente a los cachacos están “paisas” como los antioqueños. De allí salió Álvaro Uribe, un hombre de paja en el libro, pues solo sirve para darle palazos, prueba de las fisuras de esa élite. Los aciertos de Uribe surgen allí casi siempre como obra de su ministro Santos; las faltas de Uribe son de él nomás. Si solo fuera por la bronca bíblica entre Santos y Uribe, no se entendería cómo el primero fue ministro del segundo.

Pero Ingrid y Juan Manuel son cuates desde los años 90, cuando él estrenó un invento colombiano, el ministerio de Comercio Exterior, replicado fugazmente en Bolivia. Ingrid fue su asesora y negoció acuerdos de propiedad intelectual con los países andinos. Tal vez hay exfuncionarios nuestros que la conocieron (¿aguantaron?) entonces.

Si la corriente central de la política boliviana ha sido el nacionalismo popular, aunque a veces rociado con blablá de izquierda, en Colombia esa centralidad es liberal-conservadora. Por eso, juzgarla desde nuestra historia engaña. No sin pecados, esa élite asumió su destino y su país, incluso si sus retos, por ejemplo sociales, no son triviales, con una izquierda electoral potente al frente.

La élite colombiana usó al cartel de Cali para tumbar al de Medellín, y se morfó luego al de Cali; hizo también la guerra y la paz, aunque incompletas. Santos fue “indultado” por la izquierda por su paso por el uribismo, pero igual se ufana de que Colombia sea socia de la OTAN y posea una silla en ese club de ricos que es la OCDE. En sus distintas expresiones, esa élite ha erigido un proyecto, guste o no.

Y, francamente, ese libro deja el sabor de que hasta los vicios de una élite son digeribles, si permiten levantar un país. En Bolivia, mientras, aún no se ve esa élite india, mixturada y criolla que refleje a la nación, se haga cargo en serio y deje las minucias de una maldita vez.

Gonzalo Mendieta Romero  es abogado

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