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Iliberales, liberales y libertarios

Carlos Decker-Molina

En los últimos años, los términos iliberal, liberal y libertario han cobrado presencia tanto en la prensa como en los círculos académicos. Se repiten con frecuencia, pero no siempre con conocimiento de sus raíces ni de sus implicancias. ¿Estamos ante nuevas expresiones del postmodernismo político o frente a viejos vocablos que resurgen ante la obsolescencia de la terminología de la Guerra Fría —comunismo, socialismo—, desprovista ya del peso ideológico que tuvo entre las décadas del 50 y del 60?

La caída de la URSS no sólo sepultó una geografía política; también arrastró consigo la pertinencia de ciertos términos. Hoy, hablar de socialismo como forma vigente de organización económica o política es difícil. China, Cuba o Corea del Norte no encarnan un socialismo reconocible por las definiciones clásicas. Por su parte, los socialismos democráticos escandinavos, exitosos en su momento, convivieron —más que confrontaron— con el capitalismo liberal. Lejos de abolirlo, lo reformaron, lo amortiguaron, construyendo así el llamado Estado de bienestar.

Además, la transformación del capitalismo —la ruptura entre sus formas productivas y financieras— comenzó antes de la caída del Muro de Berlín. La revolución, en su sentido marxista, ha perdido no sólo al sujeto histórico que la protagonizaba (el proletariado) sino también las condiciones materiales que la hacían posible. Ni los robots ni la inteligencia artificial pueden ocupar ese lugar. Tampoco las «multitudes» anónimas ni los migrantes, cuyo rostro carga con la pobreza del mundo, pero carece de la agencia política transformadora.

Frente a este escenario desordenado y complejo, emergen tres respuestas ideológicas que disputan el relato del presente: el liberalismo, el iliberalismo y el libertarianismo.

Liberalismo

El liberalismo postula que el papel esencial del Estado es garantizar la igualdad ante la ley y la libertad individual, dentro de un marco institucional que limite el poder gubernamental. Defiende un orden basado en el Estado de derecho, la separación de poderes, la democracia representativa, la libertad de prensa y la autonomía personal.

En su versión contemporánea, el liberalismo aboga también por el reconocimiento de las diversidades sexuales, la igualdad de género y el derecho al aborto. Muchos liberales defienden un “universalismo cosmopolita” que promueve el libre comercio de bienes, ideas y culturas. Son, en general, seculares: abundan entre ellos los agnósticos, ateos y humanistas.

En Europa, los liberales han formado alianzas tanto con socialdemócratas como con conservadores, siempre que se respete la institucionalidad democrática. Han sido clave en la construcción del Estado de bienestar, aunque con matices.

Iliberalismo

El iliberalismo propone una democracia sin liberalismo: elecciones sin garantías institucionales, mayorías sin respeto por las minorías, y gobiernos que concentran el poder. Desaparecen la independencia judicial, la libertad de prensa y el pluralismo político. Suelen abrazar una moral cristiana tradicionalista, con rechazo abierto al aborto, las identidades sexuales diversas y el feminismo. Para ellos, estas expresiones no son derechos, sino síntomas del «liberalismo de izquierda» o del llamado «comunismo cultural».

El término “democracia iliberal” fue popularizado por Fareed Zakaria en 1997, aunque ya circulaba en el pensamiento político europeo en los años 90. Describe regímenes híbridos, donde existe una fachada electoral, pero el poder está concentrado en un ejecutivo omnipotente.

Hungría bajo Viktor Orbán es el paradigma. En 2014, Orbán definió a su gobierno como «un Estado no liberal que no rechaza la libertad», sino que la reformula en clave nacionalista. Su ideología se basa en el control de las instituciones, el culto a las mayorías étnicas, la homogeneidad cultural y un cristianismo excluyente. Modificó la Constitución húngara para reflejar esos valores. Su lema bien podría ser: Mejor autócrata que homosexual.

¿Y qué decir de Putin o Trump? Ambos comparten rasgos iliberales: desprecio por la prensa, concentración del poder, repudio al sindicalismo y culto al orden. Trump, además, ha coqueteado con sectores libertarios, en nombre de una cruzada común: la guerra cultural.

Libertarianismo

El libertarianismo es una filosofía política que pone la libertad individual por encima de cualquier otro principio. Rechaza el control gubernamental en casi todas sus formas y aboga por un Estado mínimo, cuya función se limite a garantizar la seguridad y la paz.

Su genealogía intelectual remite al liberalismo clásico del siglo XVIII, pero su formulación contemporánea nace en Estados Unidos en los años 70, en el contexto del auge neoliberal. Los libertarios valoran la autonomía personal, el derecho a decidir por uno mismo y la propiedad privada como extensión de la libertad.

En teoría, suena tentador: menos Estado, más libertad. Pero en la práctica, el modelo libertario es insostenible a gran escala. No existe en el mundo un país verdaderamente libertario. Eliminar instituciones como el Departamento de Educación o el de la Salud puede parecer coherente desde su lógica, pero implicaría desigualdad extrema, colapso institucional y desprotección de los más vulnerables.

En el espectro político estadounidense, los libertarios son socialmente liberales (a favor de legalizar las drogas, el aborto, el matrimonio igualitario) pero fiscalmente ultraconservadores. Consideran inmoral el cobro de impuestos, no su evasión. La acumulación de riqueza es vista como legítima y sagrada; gravarla, como un castigo a quien produce.

Citan a Hayek para justificar su rechazo a los impuestos, aunque ignoran que en Law, Legislation and Liberty, el propio Hayek admite la función redistributiva del Estado, sobre todo en educación. Probablemente no leyeron el volumen III.

Convergencias y contradicciones

Tanto iliberales como libertarios desconfían del Estado, aunque por motivos opuestos. Los primeros lo quieren fuerte y autoritario; los segundos, débil y ausente. Pero coinciden en su rechazo al multiculturalismo, a las políticas de género y a las expresiones de justicia social. Ambos libran la llamada guerra cultural desde trincheras distintas, pero con armas similares.

Mientras escribo esto desde Suecia, país gobernado por una coalición de derecha conservadora, democristianos, liberales y extrema derecha, veo una paradoja: pese al discurso antiimpuestos, el Estado recaudó 164 mil millones de coronas suecas (unos 20 mil millones de dólares) sólo en impuestos empresariales. Gracias a eso, pude operarme del corazón y pasar una semana hospitalizado por apenas 40 dólares.

En Europa, hay más iliberales que libertarios. Tal vez porque la derecha tradicional —demócrata cristiana, conservadora— acepta los impuestos como un mal necesario. A diferencia de sus pares americanos, no ven en el Estado un enemigo ontológico. Pero en lo que coinciden, una vez más, es en la guerra cultural: un nuevo campo de batalla ideológico donde se juega, acaso, el destino de las democracias liberales.

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