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Hernando Sanabria Fernández – El señor del grito

Estos valles del centro geográfico de Bolivia están su­peditados más que ninguno a las contingencias del tiem­po. Situados entre serranías que se desprenden del ma­cizo andino y van paralelamente de norte a sur, guardan análogas disposiciones que aquéllas y se distienden co­mo hoyadas de largo recorrido pero no mucha amplitud.

Su suelo que abunda en desniveles, desde la vagua­da del río, pasando por la planicie, hasta el suave repe­cho en torno a los nogotes, es rico en humus y sustancias nutricias y, de consiguiente, generoso y feraz. En tiempo de lluvias todo se alienta y adquiere lozanía y verdor. La vegetación terrígena, hecha a las largas privaciones, ‘renueva voluptuosamente su follaje y se compacta en opulentas frondas. La yerba aparece en cualquier par­te, aún en los intersticios de las piedras, y crece a gusto, expandiéndose por cuanto lugar halla libre. Hasta los cactos, señores de la reserva y la previsión vegetales, ablandan sus brazos en candelabro y echan al aire, mu­ñones noveles, que no por erizados de pinchos dejan de ser regalos de la naturaleza y anuncios de germinación.

Las sementeras surgen y medran en obra de días, re­llenando pomposamente los espacios abiertos. Una ga­ma de verdores se pincela allí. El verdegay de los mai­zales alterna con el cetrino de las calabazas rastreras y el glauco de los tabacos en trasplante con el verdín de las hortalizas incipientes.

Pero el tiempo de lluvias no es constante, o, por me­jor decir, no es fijo ni seguro. Con frecuencia los vientos alisios, promotores de los cambios atmosféricos favorables, pasan de largo por lo alto del valle, yendo desde las cumbres andinas a arremolinarse sobre la llanura próxima, con su carga de nubes promisorias. Sobre el valle no hay aguacero alguno o, a lo más, y con largos intervalos, un goteo menudo que apenas llega a hume­decer la tierra necesitada.

Esta evasión suele prolongarse durante el año ente­ro, y no es raro que se extienda hasta el siguiente. Viene entonces la sequía con su larga secuela de calamidades.

Los soles del continuado estío resecan la parva ve­getación hasta el grado del asuramiento. Las hojas, de verdes, caen en el gris ceniciento y se contraen sobre sí mismas, en una especie de crispatura a la que el polvo se adhiere como de intento. La yerba queda reducida a la condición de ramojos sueltos que tienen la apariencia de andrajos y desflecaduras. Los arroyos se agotan al término de que los cauces por donde fluían toman el as­pecto de meandros desolados y recubiertos de arena. La tierra misma, dura en los comienzos, concluye por esponjarse y reblandecer, prestándose a que el viento la cepille y arranque de su superficie mangas de polva­reda.

Los pobladores del valle, casi todos propietarios del campichuelo en donde viven y trabajan, son gentes de reducidos menesteres y cortos alcances. Su vida y susten­to dependen exclusivamente de lo que produce la tierra. Cuando esta ha sido generosa, porque generosos fue­ron los elementos que la dominan, la llanura de los tro­jes les brinda seguridad y confianza y hace resaltar su natural optimismo despreocupado y parrandero.

Mas cuando la sequía porfía y los campos se mues­tran como remisos al esfuerzo del hombre, no hay sementaras ni medio inmediato alguno de conseguir el lleno de los trojes. Agotadas las provisiones de la cosecha anterior, viene la carestía, luego la necesidad y por detrás la amenaza del hambre.

Empieza entonces el discurrir por la comarca en pro­cura de lo más indispensable, mediante el trueque, el préstamo, el conchavo para trabajos serviles o la ena­jenación de los pocos enseres disponibles que hay en las modestas viviendas. Las callejas y los villorrios dispersos en el valle, tristes de suyo por lo parvo y destartalado de sus edificaciones, presencian el deambular de hom­bres con los semblantes hoscos y la mirada febril. A la expresión, ordinaria en ellos, de tranquilidad y buen áni­mo, suceda la del desabrimiento, la aspereza y la dispo­sición al estallido, de las pasiones.

Algunas, los más animosos, la emprenden hacia el sur, más allá de la capital provinciana. En aquella dirección, según se afirma, las tierras son húmedas de por sí, no faltan las lluvias, y las cosechas de granos y tubérculos llegan siempre al grado de la abundancia.

* * *

Aquella tarde, como todas desde días atrás, salió Fidelia a las afueras de la casa, llevada de ansiedades y esperanzas. Un mes hacía que su marido, Valerio Coca, había marchado hacia ese sur lejano e impreciso, en bus­ca de comida para los suyos.

Trabajo había costado aviar al hombre para que em­prendiese el viaje. Pero la falta de recursos fue suplida con las diligencias y las sacrificadas oficiosidades de ella. Trabajó de firme como «piano» para cierto vecino: sobó pacientemente unos cueros para ponerlos en con­diciones y fue a venderlos en el poblacho próximo, junto con lo último que quedaba digno en la casa: un chuce nuevecito, recién tejido por ella.

Partió Valerio, alentado, arriando tres burritos car­gados de leña que vendería en la ciudad, para seguir luego la marcha hacia el sur. Como algún vecino que había hecho ya jornada igual, dijo que allá en «los retiros» haría cualquier trabajo para ganarse lo que buscaba. Y volvería tan pronto como pudiera, trayendo a la casa maíz duro, papas, talvez algunas frutas y choclos, tiernos y sabrosos choclos, pues era ya su tiempo.

Horrible verano aquel, con suspensión de agua yso­les quemantes sobre el valle. A la sazón todo estaba co­mo calcinado. Apenas si los cactos y los lanzalanzasmostraban su verdor exiguo, aquellos, entre las ringleras de sus desapacibles espinos, estos en la erizada caterva de sus aguijones, que son las hojas del árbol así tan bien llamado.

Todo cuanto abarca su vista era campo adusto y so­ledoso. Ni siquiera en la tira rugosa del camino se veía señales de vida.

—Mamita, me da hambre —imprecó en ese momen­to una voz infantil.

Fidelia dio cara vuelta. Era su hijo menor que se le acercaba: una criatura de hasta cinco años, con el me­nudo cuerpo apenas cubierto por harapos que fueron ca­misa. Llevaba de tiro un garabato, a guisa de cochecillo de juguete o de quién sabe qué otra ficción análoga.

—Me da hambre —repitió el niño, apremiante.

Era el reclamo de todo el día y todos los días, a ciertas horas sobre todo.

—Vamos a comer a la casa —musitó ella, tomando al niño de la mano.

Al dar algunos pasos advirtió a alguna distancia la figura del hijo mayor, algo más crecido que el otro, pe­ro igualmente esmirriado, tenía en sus actitudes cierto asomo de seriedad, o más bien de sensatez prematura.

Este —se dijo Fidelia para sus adentros —tiene tan­ta hambre como su hermanito, pero se cuida de decirlo, pa’no afligirme más.

Luego, en voz alta, llamó:

—Panchito, vení.

En el rústico alero que hacía las veces de cocina her­vía el agua de una olla. Gajo esta del fuego y vertió su contenido en un caso de madera. Eran tajadas de zapa­llo cocidas con su cáscara, la ración vespertina de to­dos los días.

Los niños se apresuraron a dar cuenta de ellas con satisfacción rayana en la avidez.

—Y mi tata, ¿cuándo llega? —interrogó el llamado Panchito, mientras mascaba a dos carrillos.

  • Aura, y ya no ha tardar —contestó ella anima­damente.

—Eso nos dice todos los días, y nada…

—Pero lo que es aura, el corazón me lo dice que llegará. .

El más pequeño intervino:

  • Trairá cositas lindas de comer.

—Sí, mi hijito, trairá.

Fidelia estaba segura de ello.

Cuando las rajas de zapallo fueron consumidas, los niños volvieron al patio. El menor tomó de nuevo su garabato, tirando del piolín con que lo tenía sujeto. Panchito fue a retraerse en sitio algo apartado de la casa, al pie de un algarrobo que mantenía aún pendientes de sus gajos algunas vainas en estado de maduración.

La tarde tocaba a su fin. Un amago de sombras inun­daba el magro paisaje, en oposición al juego de luces, entre carmíneas y anaranjadas, que exhibía el cielo, a la parte donde el sol acababa de ocultarse.

—¡Ya llega mi tatita! —voceó de pronto el niño, ex­presando alborozo.

Su madre y su hermano corrieron a ponérsele al la­do. Desde la pequeña eminencia en donde estaba podía avistarse el trecho, de camino más próximo a la casa. Bien se advertía en este la figura inconfundible de Valerio, arriando, al parecer apresuradamente, los tres burritos con que había partido.

—Trai los costales llenitos —observó el pequeño Francisco, con manifiesta parquedad en el alborozo.

—¡Y una palta de güiros! —profirió el menor mien­tras saltaba de contento.

—Tenemos pa’ dos meses siquiera —pensó Fidelia, pero no lo dijo por juzgarlo vano.

Esperaban los tres que el esperado viajero se aparta­se del camino para tomar el senderillo que conducía a la casa. Pero Valerlo no hizo tal, sino que dejando la vía por la vera opuesta, echó a andar con los borricos por delante, por otro sendero que se perdía a poco tras de una hondonada.

—¿Ande va primero que aquí? —suspiró el mocito, apenado.

La pobre madre no supo qué responder por de pron­to. Pero el argumento no tardó mucho en ocurrírsele, convincente a su entender:

—Va ande don Filimón, el dueño de los burros, a darle la tinca que le prometió.

Mentía deliberadamente. O para decirle mejor, no era ese su pensamiento, sino otro, acerbo, tormentoso y no como para ser dicho delante de niños y menos de hijos suyos, en las circunstancias actuales. Las hilazas de tal pensamiento las tenían metidas en su interior, desde meses atrás, y ya había sentido su lastimadura sorda.

Era una tal Andrea, más moza que ella y más gua­pa posiblemente. El mismo Valerio duque le había traí­do de por ahí, instalándola por su cuenta a no larga dis­tancia de la propia casa.

El día que a Fidelia se lo contaron así, ella interpeló, airada, al presunto esposo infiel. Pero éste, sonriendo, como muestra de la tranquilidad de ánimo, que tenía por estar limpio de culpa, lo negó todo a pie firme.

—¿Cómo querís que tengo otra mujer y otra casa, si mi tener apenas alcanza pa’ nosotros y pa’ nuestros hijos? —concluyó con vehemencia.

La razón era cierta y contundente. Ella lo afirmó de su parte, pero allá en sus adentros le quedó la duda, una duda pendiente que a veces le llegaba a la punción…

Seguían los tres de pie en el sitio desde donde ha­bían divisado al viajero, hasta que le vieron perderse en la hondonada.

—¿Volverá pronto de ande don Filimón? —pregun­tóFrancisquito en ese momento.       —¿Traindo los choclitos y los güiros? —asegundó el pequeño.

Ella tuvo esta vez la respuesta pronta:

—Tardará un poco, creu.

Luego, asiendo a los niños por los hombros, indicó:

—Vamos a esperarlo en la casa.

No volvió a decir palabra, ni los niños a hacerle más preguntas. Pero en su mente se le atropellaron pungentes ideas con reminiscencias que venían a cuento. Ahora se explicaba ella las frecuentes quedas de Valerio fuera de casa, hasta avanzadas horas de la noche, que solía él justificar asegurando haber estado en casas de veci­nos o en busca de quehaceres beneficiosos.

Pero eso era lo menos. Quedaba explicado también el porqué de la cuantiosa merma de las provisiones caseras, cuando empezó la carestía, hasta la continua des­aparición de las gallinas que el avisado Valerio achaca­ba a las depredaciones del zorro o los rebatos del sacre.

* * *

Había concluido de cerrar la noche cuando doña Petrona apareció en la casa de modo casi sorpresivo.

Era la tal una vecina de bastante edad, que oficiaba en el pago como curandera y se arrogaba funciones de consejera de hogares y maestra de las labores femeni­nas. Todos la querían bien, pues la sabían persona de buena voluntad y rectas intenciones.

—Vengo —dijo a la entrada— de ponerle unas puchas a la Juana Méndez, que anda postrada del costau.

A comedido señalamiento de Fidelia, tomó asiento en el poyo delantero de la casa.

—Ua descansar aquí un ratito mientras pito mi ci­garro —manifestó con familiaridad, sacando de la faltri­quera del blusón un enorme charuto que se apresuró a poner entre los labios.

Fidelia, que sabía mucho de sus hábitos, fue a la co­cina por un tizón para que encendiera aquel a su modo.

—¿Sabís algo del Valerio? —interrogó la anciana, tras de haber dado una buena chupada al charuto—. ¿Cuándo llegará?

—Ya llegó, doña Petrona —replicó Fidelia sin vacilar—. ¿Y ande está que no lo veu?

Se presentaba la ocasión de decirlo todo sin amba­ges, y mejor a persona de confianza, aunque no fuera sino para desahogarse.

—Antes de llegar aquí, cogió primero pa’ su otra casa —fue la respuesta dada tras de ligera pausa.

Habría entrado seguidamente en pormenores, de no reparar pese momento en que los niños andaban por ahí cerca, y podían oír lo que se conversaba.

Se levantó y fue a llevarlos a lo interior de la habi­tación para que se acostasen. Tan pronto lo hubo hecho volvió al lado de doña Petrona. Esta la esperaba con la incisiva pregunto a flor de labios.

—A su otra casa, decías. ¿Te referís a la Andrea?

—¿A quién si no? —exclamó ella más que interrogó—. Entonces, ya lo sabís…

—Ya lo sabía, pero a medias. Aura, con lo que ha hecho de ir allá antes de ver a sus guaguas, ya no me queda dudas.

—¿Y qué vas hacer?

—Eso es, precisamente, lo que quisiera que usté me aconseje.

La vecina dio una larga chupada a su cigarro, antes de expedirse.

—Mi consejo es este: en primer lugar, tranquilidá y pacencia, y nada de peleas. Los malos tiempos que Dios nos ha mandau, no nos permiten ir a mayores.

—¿Y que allá, ande esa, deje lo que trajo del sur pa’su casa propia? —balbució Fidelia, lacrimosa.

—No lo dejará, estate segura.

—¿Y que siga yendo allá como si nada?

—Bueno —sentenció la anciana a esa altura del diá­logo—. Esa es otra cosa, pero que tiene remedio, va­nos remedios, y uno en principal.

Fidelia se incorporó vivamente.

—¿Cuál es, doña Petrona?

—Uno que no puede fallar si se tiene fe en Dios —dígalo de una vez.

—El remedio de las medidas del Señor del Grito. La cuitada guardó silencio, en espera de una explicación. Jamás había oído hablar de las tales medidas ni siquiera entendía de lo que eran o podían ser.

—Es lo mejor que hay pa’ reformar pecadores y acabar con los pecados de la laya en que anda metiu tu marido —empezó declarando la anciana.

Fidelia era todo oídos.

—Se hace pasar un cordón por la frente y el cuello de la imagen de Nuestro Señor del Grito, rezando tres credos. Estas son las medidas. Aplicarlos ya es lo costosito, pero hay que cumplirlo.

—¿Cómo? —inquirió aquella, en el trance más vehe­mente de la curiosidad.

—Haciendo pasar las santas medidas por la frente y el cuello de la persona que nos hace el mal. Si se lue­gra, al no más se acaba el daño.

Calló por un momento, para agregar poco después:

—¡Ah…! El cordón tiene que ser grueso y firme, co­mo la soga con que los judius ataron al Señor pa’ dar­le los cinco mil azotes. Así está la santa imagen que te­nemos en casa. La conocís, ¿no?

—Sí —afirmó Fidelia, distraídamente.

Acababa de ocurrírsele algo que empezó como sim­ple devaneo y dio rápidamente en idea fija e impulsiva. Punto de partida fue al recordar que tenía guardado un cordel de las condiciones que doña Petrona había seña­lado. Lo adquirió tiempo atrás en el pueblo, pero que Valerio sujetase a la espalda un atadijo de cosas que debía llevar a su pago.

La idea hizo de fuerza para impulsarla a ir en busca del cordel. Fue y volvió con este, en obra de contados minutos.

—¿Podía ser este, doña Petrona? —interrogó aprisa. La interrogada echó un vistazo al trebejo, y aprobó so­bre tablas.

—Así mesmito… Bueno, si lo tenís, nada te falta pa’ terminarlo.

A la luz del mechero de cera que ardía en la puerta, ir aurita mismo a tomar las medidas. Después te las guardás pa’ cuando llegue la ocasión de emplearlos… De paso me servís de compañía hasta casa.

Fidelia entró de nuevo en la habitación. El más pe­queño de sus hijos dormía ya plácidamente. El otro estaba tendido al lado pero tenía los ojos abiertos y todo hacía advertir que el sueño tardaría aún en venirle.

—Panchito —murmuró despaciosamente—. Cuando ni llegue tu tata, decile de mi parte que jui con doña Pe­trona a su casa, y que no va tardar.

Salieron las dos a campo traviesa, guiadas por la luz de las estrellas que resplandecían nítidamente en el cielo.

No bien llegaron a aquella casa lo primero que hi­zo doña Petrona fue abrir las portezuelas de la urna de madera labrado en donde tenía guardada aquella ima­gen de su particular devoción. Se prosternó devotamente delante de ella, instando a Fidelia a que hiciera lo propio.

No era la primera vez que esta la contemplaba. Pe­ro en ese momento le pareció verla mejor y con más en­tendimiento.

Era un busto que representaba al Cristo al tiempo de su suplicio en manos de los sayones romanos. Bajo la co­rona de espinas mostraba una faz sanguinolenta y unos ojos como transidos por el dolor de la tortura. Tenía los labios capitosamente abiertos, del modo que los abre quien exhala una queja o profiere un grito en medio del tormento. Bien se justificaba por ello la advocación de «Señor del Grito».

Empero lo que más llamó su atención y suscitó en su espíritu un agitarse de extrañas sensaciones fue el ver la cuerda que ceñía el cuello de la imagen. Ya se lo había dicho doña Petrona, al tiempo de referirle que una ré­plica de aquella era el remedio más seguro para males como el que le consumía.

—Aura tomó las medidas con su propio mano, co­mo es la regla —indicó la anciana mientras se incorpo­raba lentamente— pero rezando los tres credos que te dije.

Fidelia tomó el cordel que había traído y empezó con la delicada operación, en tanto que de los labios le salía, trémula, hípame, la oración aprendida en la in­fancia:

—Creo en Dios Padre Todopoderoso…

* * *

Pensando en la premura que le asistía para aplicar el santo remedio y en la suma dificultad de poder hacerlo, recorrió el sendero que le llevaba de vuelta a su ca­sa. Estaba ya en las inmediaciones, cerca del patiecillo delantero, cuando columbró a Valerio que llegaba al mismo tiempo.

Involuntariamente acaso, puso los ojos en los borricos que él arriaba como en la tarde. Pero de los tres solo uno venía cargado, los demás apenas llevaban encima las alabardas.

—¡Una carguita pa’ nosotros, nada más, y dos pa’ la otra! —gimió para sus adentros.

Se detuvo allí desde donde había visto aquello, sin ánimo ni fuerzas para seguir adelante. Mil ideas acudie­ron en tropel a su mente, todas amargas y dolorosas, mas no sin el sacudimiento de la cólera. No pocas de ellas estribaban en el modo con que habría de llegar a la casa y la disposición que mejor le convenía adoptar para mostrarse ante el marido culpable.

De pronto una de aquellas mil ideas, precisamente la última en estallarle allá adentro, acabó por dominar a las restantes e imponérsele a la voluntad en forma de mandato imperioso. La tal Andrea estaría en ese mo­mento sola en la apartada casa del otro lado de la hon­donada, y de seguro durmiendo.

Tenía que aprovechar esa feliz circunstancia, que se­ría difícil volviera a presentársele, para aplicar el reme­dio santo recelado por doña Petrona. Extremaría los recaudos y las sutilezas para hacerlo sin que la dormida se diese cuenta. Todo sería factible con la permisión del Señor del Grito, fervorosamente invocado un rato antes.

Dio unrodeo para no pasar por delante de la casa, salió al camino real y tomó el sendero que conducía a la morada de la tal Andrea. Se sentía dueña de sí y con la conciencia tranquila al considerar que no estaba lle­vada de bajos propósitos, sino el de impedir, con medios nacidos de su fe cristiana, que aquella mujer siguiera causando daños, no tanto a ella como a sus hijos.

En mitad del recorrido un perro trasnochador la aco­só a ladridos insistentes. Una buena pedrada le hizo apartarse, pero siguió ladrando a más y mejor, como por el mero gusto de hacerlo.

Al llegar a la casa halló que la puerta estaba apenas entornada. Se deslizó por ella sin causar ningún ruido y entró en la habitación con paso medido pero firme. El suave y despacioso runflar de una respiración le hizo advertir el sitio en que quedaba el lecho. Se acercó a este con los brazos extendidos y las manos abiertas, en actitud de Pruebo. No tardaron los dedos en tocar el cuerpo tibio y en estado de completo reposo, sin que al roce siguiera el más mínimo movimiento de reacción.

Al parecer, la mujer dormía pesadamente.

Valida de esta feliz circunstancia, Fidelia empezó a maniobrar con el cordón, tal cual se lo había enseñado doña Petrona. Lo pasó con delicadeza sobre la frente de la dormida, y en habiéndose percatado de que esta se­guía inmóvil y como ajena a toda sensibilidad, recurrió a la medición en el cuello, con renovada y aún mayor su­tileza.

Había conseguido ya hacer pasar un cabo del cordel por debajo de la nuca de la yacente y tiraba de él para que se deslizase y completara la operación. Pero en ese preciso instante aquella pareció cobrar repentina animación, sacudió el cuerpo en una especie de estreme­cimiento nervioso y llevó las manos allí adonde el cor­del la rozaba.

Fidelia asió entonces las puntas del cordel, lo cruzó rápidamente, formando un nudo prieto, y atirantó con fuerza.

La mujer lanzó un grito de dolor y espanto. Pero los perros de varias cuadras a la redonda, despertados, a no dudar, por el gozquejo de los ladridos en el sendero, se despachaban en aquel momento, todos a la vez, en un aúllo impenetrable.

Las manos que solían hacer oficios de hombre, con­ducir reciamente el arado tirado por bueyes y hasta le­vantar piedras para cargarlas sobre la cabeza, eran lo suficientemente fuertes para imponerse sobre los movi­mientos contrarios y apretar el nudo, apretarlo hasta lo hondo.

No dejaron de hacerlo hasta que el cuerpo de la mu­jer dejó de estremecerse y quedó inmóvil. El airado con­cierto de perros seguía cubriendo el recinto vacío de lo noche.

(De Antologías de cuentistas cruceños, de Homero Carvalho Oliva)

Hernando Sanabria, Vallegrande, Santa Cruz, 1912-1986. Otro de los grandes escritores cruceños. Poeta, novelista, filólogo, historiador, acucioso y ame­no cronista de cosas del pasado, incursionó con éxi­to, prácticamente, en todos los géneros literarios. Prolífico autor posee, entre otros, los siguientes libros: El Idioma Guaraní en Bolivia, El Habla Popular de Santa Cruz, Ñuflo de Chaves, Breve Historia de Santa Cruz, En busca de El Dorado, Cañoto, un cantor del pueblo en guerra heroica, Apiaguaiqui-Tumpa yPoemas Provincianos.

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