De: Rodrigo Villegas Rodríguez / Para Inmediaaciones
Un museo. Un hombre de unos treinta años observa a las personas que transitan su campo visual. Parejas de enamorados, familias y grupos de amigos. Sentado por ahí, le habla a un sistema operativo que emula la voz de una mujer. “A veces miro a la gente y trato de sentir que son más que personas al azar. Me imagino cuán profundamente se han enamorado o cuántas desgracias amorosas han sufrido”.
Theodore (Joaquin Phoenix) es el hombre que mira a los demás y se pregunta acerca de los dramas sentimentales de los seres que lo rodean, muchos de ellos simplemente pocos segundos partícipes en su vida. Él es un hombre solitario, golpeado recientemente por la depresión – todavía no sale de ella –, por ese final terrible al que quizá, con cierto presentimiento de desastre, las personas se arriesgan al matrimonio: el divorcio.
Hace apenas un mes – ¡qué rápido pasa el tiempo! – fue la ceremonia de los Oscar y La forma del agua (Guillermo del Toro, 2017) se llevó los premios principales. Por supuesto la de mejor película. Una peli romántica, pero no cursi. O por lo menos no tanto. Extraña, ¿no? Por lo menos en primera instancia (si alguien te recomienda una historia que consista en el enamoramiento de un hombre pez y una muda, pues…). ¿Y si alguien te propone mirar una donde un hombre se enamore de, por así decirlo, su computadora o su celular?
Her (Spike Jonze, 2013) es una de las historias cinematográficas pertenecientes a esa búsqueda de los melancólico que en raras ocasiones produce Hollywood. Un intento de explorar la soledad pre y post amor. Una historia muy bien contada.
Si tuviera un Top Five de pelis “románticas” que más me hayan gustado – no sé si esto va mucho al caso pero continúo de todos modos – pondría a esta peli en ese listado. Reitero, pelis no cursis, que de esas hay muchas, sino dramas o comedias que cuenten una historia referente a ese bien/mal eterno que es el enamoramiento.
En el podio seguro se encontraría otra peli parecida – por así decirlo – en su tema de fondo: la búsqueda de ese ser que complemente o dañe todo lo que rodee nuestra existencia. Eternal sunshine of the spotless mind (Michael Gondry, 2004). Un Jim Carrey alejado de las comedias que tan bien interpreta; una Kate Winstlet muy diferente a la de la Rose del Titánic de James Cameron.
En esta peli dirigida por Goundry y guionizada por el genial y disparatado Charlie Kaufman – colaboró en pelis anteriores de Jones, en dos particularmente muy recomendables como Adaptation (Jonze, 2002) y Being John Malkovich (Jonze, 1999). En ambas escribió los guiones – el personaje principal, interpretado por Carrey, en un arrebato de desesperanza, decide borrar los recuerdos de la mujer que más ha amado. Es algo que se puede hacer: existe una máquina que hace ese trabajo. Una institución entera a la que ella ya ha recurrido antes: lo eliminó de su cerebro. Como si nunca hubiera existido. Allí, en medio del proceso que ya se ha iniciado y que no puede dar marcha atrás, decide luchar con su memoria, cada vez más fragmentada, para no aniquilar las imágenes de la mujer que, a pesar de lo acontecido anteriormente, sigue queriendo.
Podríamos continuar con las pelis logradas de Wong Kar Wai o el maravillo Paris, Texas (1984) de Wim Wenders y así. Pero quedémonos con Her. Lo vale.
“Sigo teniendo conversaciones con ella en mi mente, reuniendo viejas discusiones y defendiéndome de algo que dijo de mí”, dice, como un suspiro, Theodore mientras ve el techo blanco de su casa, donde vive solo y que no compró para habitarla solo: allí, en esa misma cama, durmió su esposa. Y los flashbacks atacan su memoria en esas horas muertas.
Theodore trabaja en una agencia donde escriben cartas a pedido. La mayor parte son de amor, de aniversario, lenguaje que debe llegar hasta la retina del ser querido para complementar los sentimientos. Tiene una sensibilidad mayor que la de los demás y eso le permite adentrarse en los detalles de la persona a la que le llegará la misiva. Un diente salido, la estatura, el cabello cano. El amor se encuentra en los detalles. Así interpreta el mundo.
“Tú eres mitad hombre y mitad mujer. Tienes algo en tu interior que es de mujer”, le dicen Theodore. Él está consciente de aquello: un artista, como también lo decía Sabato, debe tener una sensibilidad superior. Debe tener algo de femenino. Es un cumplido.
Pero al salir de aquel trabajo, Theodore deambula por las calles de Nueva York, de edificios inmensos y una cantidad muy numerosa de habitantes, y se dirige a su casa. Escucha los audios de su correo electrónico. Una voz que sale de su aparato electrónico le va contando acerca de lo que llegó a su bandeja de archivos. “Música melancólica”, le pide a su reproductor. Y la escucha todo el camino.
Hasta la aparición de esa voz, esa presencia que solo lo escucha y comparte sus horas muertas. ¿Será que solo necesitamos hablar? Sexo, rutina, desamor, celos, corporeidad. Hablar y escuchar. Quizá el amor sea así de simple. Quizá sea así de complejo.
Soltar. Dejar ir a esa voz, a esa presencia inimitable. Amar también es eso. Dejar ir.
Her es una historia que sucede en un mundo futuro, donde la tecnología es más importante que la “vida real”. Donde el acercamiento a nuestros celulares es más importante que la interacción física. Donde la soledad es cada vez más apabullante a pesar de la facilidad para comunicarnos con los otros. Radiografía de un tiempo no tan lejano.
Una película, un libro, una fotografía o un poema que nos cambie la forma de ver el mundo y nuestras relaciones humanas tienden a convertirse en lugares a los que retornamos a cada tanto. Una canción que escuchamos con la nostalgia de saberla dedicada a alguien, o, en cierto momento, a nosotros. “Una canción como una fotografía que nos capta en este momento de nuestras vidas”.
Mucho hay de eso para la elaboración de esta reseña atemporal.
Theodore es Ella. Her.