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Harold Kurt / Cuento

Detén el tiempo para mí

Recuerdo parte de un poema de Nicanor Parra. No estoy seguro si alguien me lo leyó o quizá lo leí en algún libro del abuelo. Mi Abue, como le decía, era un asiduo lector; devoraba libros al igual que deliciosas comidas, acompañadas casi siempre de un exquisito vino. Me leyó muchos poemas, especialmente cuando yo estaba enfermo. Escucha este, decía, y me leía alguno con tono jocoso. Sabía ponerme de buen humor.

Una parte de aquel poema decía lo siguiente:

«La conocí en mi pueblo (de mi pueblo

sólo queda un puñado de cenizas),

pero jamás vi en ella otro destino

que el de una joven triste y pensativa»…

Aquellos versos me recuerdan a Violeta, una niña que conocí cuando tenía catorce años y ella doce. Salí una tarde para leer un libro en un parque que se encontraba a dos cuadras de mi casa. Ahora el parque ya no existe, en su lugar abrieron un cruce de avenidas y al medio pusieron una gasolinera, pero en su momento fue un lugar muy bonito lleno de pasto, árboles y unos columpios pintados de diferentes colores. Yo me mecía en uno amarillo, era mi favorito y, además, el que menos chirriaba. Frente a ellos había unos árboles con manzanas criollas y me comí una aquella tarde.

Me senté en un columpio meciéndome un poco (porque impulsarme yo solo me resultaba muy difícil), mientras leía un libro de Mark Twain. Era un libro de cuentos muy divertidos que me regaló el Abue. Me gustaba mucho y lo releí varias veces. Cuando estaba a mitad de «El Reloj» llegó Violeta, sola y sonriente. La recuerdo con ese vestidito rojo, zapatos negros, medias blancas y su largo cabello sujetado con un cinto. Se sentó en el columpio azul que estaba justo al lado mío y comenzó a impulsarse. De inmediato me llamó la atención. Con una gracia inigualable doblaba las rodillas hacia atrás y no sé de qué manera, fuerte pero graciosa, llevaba los pies hacia el frente y conseguía impulsarse con una facilidad increíble. Con apenas cinco impulsos comenzó a pendular de atrás hacia adelante ganando cada vez más velocidad y altura. Era maravillosa. Si la hubieran visto opinarían lo mismo, parecía que le impulsaba alguna diosa del viento.

Después de un momento en el que ella parecía sumida en sus propios pensamientos, inclinó su cabeza hacia un costado y me preguntó qué leía. Le respondí y me pidió que le leyera el cuento, a sabiendas de que era uno corto, lo releí mientras ella se balanceaba. Reía de rato en rato con cada ocurrencia que escuchaba y en algún momento reímos los dos. El sonido de sus risitas se mezcló con el chirriar del columpio. Los rayos del sol que atravesaban los árboles iluminaron su sonrisa, y detrás de ella unos geranios amarillos contrastaban con el color de su cabello.

De pronto ella detuvo el columpio. ¿Tú crees que sería posible detener el tiempo?, preguntó. Me quedé perplejo y dubitativo. Quién puede saberlo, le respondí, ¿y por qué quieres detener el tiempo? Ella se quedó pensativa y triste. Quisiera que este momento fuera eterno, me dijo.

De alguna manera sus palabras me llevaron a un estado extraño. Sentí que se detenía el tiempo, de verdad. Estaba quieta con la cabeza apoyada en la cadena del columpio, su rostro iluminado por los rayos del sol y los geranios amarillos detrás de ella. Hasta sentí que la diosa del viento se había detenido.

¿Conoces la puerta de los duendes?, dijo como si saliera de un trance que me sacó a mí también. Le respondí que no. Ella saltó del columpio y comenzó a correr. Ven, sígueme, gritó.

Pasando por unos arbustos llegamos a un árbol, el árbol más enorme del lugar. Debe tener como doscientos años, le dije. Mucho más, me respondió.

En el comienzo del tronco había una pequeña gruta y ella me la señaló. Aquí es, me dijo, de aquí salen los duendes. Yo me acerqué para observarlo. No lo creo, no veo nada. Sonrió. Los duendes sólo salen cuando uno cree en ellos ¿entiendes?

Mi tío me contó, continuó ella, que hace muchos años venía gente a lanzar monedas a la gruta, para la buena suerte, y pedían un deseo. Se puso a buscar. ¡MIRA!, gritó, encontré una, si la quieres me alcanzas. Corrió por un sendero y yo detrás de ella. Vaya que corría rápido. Llegamos a una planicie y dejándose caer con el peso de su cuerpo se echó sobre el pasto a descansar y yo hice lo mismo, a su lado, crucé mis dedos debajo de mi nuca y miré las copas de los árboles. Te alcancé, le dije, dame la moneda. La hice caer, respondió riendo. No es cierto, ¡Dámela! No la tengo, dijo. Me hizo cosquillas, yo también, y reímos, y jugueteamos y en un momento quedamos muy cerca viéndonos a los ojos. Una lucecita extraña brotó de sus pupilas y de seguro de las mías también. Una especie de electricidad nos conectó en un segundo, como una chispa que nos tocaba a los dos y, aunque apenas duró un instante, yo lo sentí como si fueran varios minutos. Sentí que el tiempo se detuvo.

Ella volvió en sí y se recostó de espaldas en el pasto. Se quedó viendo el cielo y unos mirlos volaron sobre nosotros. Después vi que una gota de sangre brotaba de su nariz. ¿Oye, estás bien? Te está saliendo sangre por la nariz. Se levantó de inmediato y se cubrió la nariz con su pañuelo. No te preocupes, me dijo, siempre sucede. La acompañé a su casa y aunque me advirtió que era normal lo que le sucedía yo me quedé preocupado. Cuando llegué a casa se lo conté a mi madre y me tranquilizó al decirme que con algunos resfríos ocurría eso.

Me volví a encontrar con Violeta en el parque. Estábamos en vacaciones y no teníamos de qué preocuparnos. Conocí a sus padres unos días después. Algunas veces tomamos té en su casa que era mejor que andar deambulando por las calles. La mamá de Violeta se llamaba Leonor y horneaba deliciosas empanadas. Violeta estaba contenta, pero algunas veces se ponía melancólica y triste. En dos ocasiones vi que le brotaba sangre por la nariz. Una vez le pregunté a la señora Leonor qué le pasaba a Violeta, y la señora comenzó a lagrimear aguantando el llanto. Ya no quise preguntar más. Mi Abue había muerto un año antes. Él sabía muchas cosas, quizá hubiera ayudado, al menos dando algunos consejos, se los daba a mi hermano mayor, especialmente cuando tuvo su primera novia.

Un día llegó Violeta al parque con su mamá y ella le entregó una bolsa con emparedados. La mamá se fue de compras y nosotros buscamos un lugar bonito para sentarnos y comer. ¿Dónde crees que haya un reloj que detenga el tiempo?, me preguntó y le dio una mordida al emparedado. ¿Todavía quieres detenerlo?, le pregunté y ella mirándome a los ojos: quiero que este momento se detenga, que nunca se pierda, que no se detenga la vida. Me puse triste, sentí que lo decía desde el fondo de su alma y a la vez entendí que lo que ella tenía no era un simple resfriado.

La última vez que fuimos al parque metió su mano en la puerta de los duendes buscando una moneda y luego yo metí la mía. Cuando las sacamos nuestros dedos estaban entrecruzados y había una moneda entre nuestras manos. No dejamos de tomarnos de la mano toda la tarde y al lado de la puerta de los duendes tallamos nuestras iniciales. El Abue me había contado que había hecho algo parecido con la abuela. Me imaginé que Violeta y yo envejeceríamos juntos en una bonita casa y un perro, también viejo, dormiría en el jardín. En estas historias de viejitos no sé por qué las personas siempre imaginan a un perro, un canario o un loro en un rincón de la casa. Se ve en las películas. Quizá yo vi alguna y pensé en ello.

Días después Violeta ya no vino al parque. Llamé al teléfono de su casa y ella contestó: busca un reloj que detenga el tiempo, me dijo, un reloj que detenga el tiempo para mí. Tosía. Fui a verla a su casa. La primera vez se levantó y me recibió en el estar, pero luego ya no pudo y se quedó en la cama. Estaba pálida. Los siguientes días tomamos té en su habitación, su mamá seguía preparando deliciosos pastelitos y empanadas.

Un día sonó el teléfono y contestó mi mamá. Me dio la noticia. Me rehusé ir al entierro, pero mis padres insistieron y me llevaron. No lloré aquella tarde, pero en la noche lo hice, sí, y por muchas semanas también. Dos días después de la muerte de Violeta me llamó su madre, había dejado algo para mí. Era una pequeña caja que me la llevé y la abrí en la puerta de los duendes. Contenía una carta que todavía conservo y una moneda dentro, la moneda que habíamos encontrado juntos. La de la tarde que nunca olvidaré, cuando no nos soltábamos de las manos y corríamos, y veíamos el cielo y nos dimos nuestro primer beso, y lo geranios amarillos contrastaban con el dulce rostro de Violeta.

Eso fue lo que sucedió aquel verano. Y ahora cuando termino de contarles esta historia se me vinieron a la memoria los últimos versos del poema de Nicanor Parra:

Sin embargo sucede, sin embargo,

lo que a esta fecha aún me maravilla,

ese inaudito y singular ejemplo

de morir con mi nombre en las pupilas…

Hoy es un día azul de primavera,

creo que moriré de poesía,

de esa famosa joven melancólica

no recuerdo ni el nombre que tenía.

Sólo sé que pasó por este mundo

como una paloma fugitiva:

la olvidé sin quererlo, lentamente,

como todas las cosas de la vida.

De morir con mí nombre en las pupilas… Su mamá me dijo que preguntó por mí antes de morir. A diferencia del poema yo no la olvidé ni la olvidaré nunca, lo prometo, aquí sentado en esta banca, cerca de la gasolinera, escribiendo estas líneas, aquí donde otrora se encontraba la puerta de los duendes. Violeta, donde quiera que estés, bien lo sabes que así es. Quisiera retroceder cada hora y minuto hasta aquel día cuando la vi por primera vez. No encontré el reloj que detuviera el tiempo para ella y hasta puedo jurar que lo busqué, pero en estas líneas congelé aquellos momentos. De alguna manera hice una máquina del tiempo para ti, Violeta.

La tarde está luminosa, los rayos del sol iluminan el lugar, y no sé por qué creo escuchar el chirrido de un columpio, una risita alegre y una dulce voz que pronuncia mi nombre.

Fin

Biografía

Harold Kurt, nació en La Paz, Bolivia. Ávido lector, escritor, pensador, humanista, apasionado a la literatura y la filosofía, empezó a escribir a una edad temprana. Amante de la música clásica, el cine, la pintura y la buena literatura. Como Diógenes, afirma ser ciudadano del mundo. Conferencista y ensayista, ha escrito ensayos (Imagen y Sentido. La Paz, Bolivia: Editorial Kipus) y algunos cuentos.

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