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Guillermo Ruiz Plaza – Inés

No había visto a mi hermana Inés desde esa reunión familiar en que nos anunció lo inesperado, lo imposible. Estábamos en casa de mi madre tomando el té en una atmósfera ruidosa “de familia italiana”, como decía papá, cuando oímos un tintineo insistente que venía de una esquina de la mesa. Era Inés. Hizo ese molesto tintineo golpeando la taza con la cucharilla hasta que nos callamos todos. Entonces se puso en pie, miró a su alrededor con los ojos encendidos, y dijo:

–Quería anunciarles una gran noticia. Estoy embarazada.

Durante unos segundos pudimos oír a las niñas jugando en el jardín. Miramos a Inés, su pelo gris, las arrugas de su cara, esa silueta flaca y gastada debajo del vestido blanco, y nadie se atrevió a reaccionar. Había cumplido cincuenta y cuatro años. Mamá se quitó la mascarilla, dejó a un lado el tanquecito de oxígeno que la sigue a todas partes, y se inclinó sobre la mesa con los ojos entrecerrados.

– ¿Qué dices, mija?

–Que estoy esperando, mamá. Voy a tener a un bebé.

–Ay, mija, tú siempre con tus cosas –dijo mamá y se puso la mascarilla con el ceño fruncido, como si acabaran de contarle un mal chiste.

Nos miramos sin decir palabra, pero Luisa, mi otra hermana, tenía una sonrisa mal disimulada. Elena, mi mujer, que tiene treinta y siete años, me puso la mano sobre la pierna, giró levemente la cara hacia Inés, y le preguntó con una curiosidad que parecía auténtica:

– ¿Conocemos al papá?

Inés se sonrojó.

–Eso es lo de menos –dijo, volvió a sentarse, tomó su cucharilla y, con la vista baja, siguió comiendo su arroz con leche.

Luisa preguntó algo sobre el colegio de mis hijas y, poco a poco, reanudamos nuestras charlas respectivas, y el ruido de las voces y la vajilla envolvieron de nuevo el ambiente.

Cuando vi a Inés el sábado, me costó reconocerla. Era la fiesta de cumpleaños de mis hijas. Tocaron el timbre, y Elena, con una torta en cada mano y las velitas encendidas, me pidió que abriera la puerta. Ni bien la abrí, descubrí a una gorda que pegó un gritito de emoción, me rodeó el cuello con los brazos y me dio un beso en la mejilla.

–Es un hombrecito –dijo–. Quería darte la noticia personalmente.  

Solo en ese momento comprendí que era Inés. Llevaba un sombrero de paja que le hacía sombra en la cara, y los ojos le brillaban como en el día del anuncio. Han pasado unos seis meses, calculé. Inés había engordado demasiado y, con ese vestido celeste, parecía una muñeca enorme. De una mano le colgaba un bolso pequeño y en la otra llevaba un paquete envuelto en papel de regalo.

–Es para mis sobrinas preferidas –dijo–, de parte de su primito Nicolás, que no nació todavía, pero ya tiene unas ganas locas de jugar con ellas. –Y se llevó la mano a la panzota. Me impresionó su tamaño.

–Qué gorda está –le comenté a Elena mientras sacábamos las gelatinas del refrigerador, y ella asintió con una expresión de asombro–. Además, ya le puso nombre a la gordura, se llama Nicolás.

– ¿Nicolás? –dijo Elena.

–Nicolás –confirmó Luisa, que acababa de entrar en la cocina, y se rió.

Era la primera vez que veíamos gorda a Inés. Luisa siempre le había envidiado la silueta que tenía desde la adolescencia. La envidia creció cuando Luisa tuvo a su tercera hija y perdió sin remedio la lisura de la barriga y la firmeza de las caderas. No era difícil darse cuenta, porque siempre que hablábamos de Inés, Luisa decía cosas como: “Claro, sin hijos es otra historia…”, “Cómo no. Si yo no hubiera tenido tres embarazos…”. Ahora la pregunta era: ¿Cómo había hecho Inés para engordar tanto en seis meses? Luisa, sentada a mi lado, la miraba comer torta de chocolate con ojos de escándalo.

–Ya va en el tercer pedazo –me dijo al oído.

–No hay ningún misterio en ese embarazo –le respondí, aprovechando que Inés charlaba con una niña de vestido verde. Temí que Inés me hubiera oído, porque dejó el tenedor sobre el plato, se llevó la mano a la panza y apretó los párpados en un gesto de dolor. La niña le dijo:

–A mí tampoco me gusta el chocolate.

Inés abrió los ojos y rio.

–No es eso –le dijo–. ¿No quieres sentir cómo da patadas?

Luisa se inclinó hacia mí y, cuidando que Inés no la oyera, me dijo: 

–Esto ya se está saliendo de control. –Yo asentí, claro. 

–Mamá dice que yo también daba patadas –respondió la niña, y alargó la manita hasta la barriga de Inés. Ella puso su mano sobre la de la niña y la guio hasta cierto punto que yo imaginé cercano al ombligo.

Siempre pensé que nuestra hermana mayor era distinta, por decirlo de algún modo, y creo que Luisa también lo pensaba. Recordé dos episodios, entre otros. Cuando Inés tenía quince años, y Luisa y yo solamente seis y siete, respectivamente, nos convenció de que era posible volar si cerrábamos los ojos y pensábamos muy fuerte en un pájaro. Solo yo me animé a lanzarme desde lo alto de una roca y me abrí una ceja al caer contra una piedra. A los diecisiete vio El exorcista, aunque nuestros padres se lo habían prohibido, y durante semanas estuvo actuando como la chica de la película. Rugía como posesa en la cama, soltaba frases en un latín dudoso durante el almuerzo –decía cosas como: “Pasame la salus”, “Qué ricum está”, “Verdad est, fetus (yo era, claro, el feto) –, y una noche, moviéndose como una araña, se metió de cuatro patas en la habitación de Luisa con kétchup en las comisuras de la boca. Los chillidos de Luisa no pararon hasta que papá, que solía festejarle sus excentricidades a Inés, le dio una paliza por primera y última vez. “Ese sí que fue un exorcismo”, decía mamá al recordarlo. En sus últimos días papá contó la anécdota entre risas y accesos de tos.

–Ah, carácter, la Inés sí que era un caso –concluyó.

Es un caso –le respondió Luisa.

Papá asintió muy serio y, después de un silencio, dijo:

–Solo espero que encuentre a un hombre que la quiera.

Cuando papá dijo esto, Inés tenía cuarenta años y no le habíamos conocido más que un novio formal. No se habían casado, ninguno de los dos creía en el matrimonio, pero ambos se morían por tener un hijo. Y lo intentaron sin éxito durante varios años de convivencia, hasta que Mariano –así se llamaba el novio– consiguió un trabajo en Miami y, al parecer sin peleas ni drama de por medio, se fue del país. Nunca supimos cuál era el problema. Catorce años después, Inés seguía soltera. Antes del día del anuncio, lo último que supe sobre la vida privada de Inés, era lo que me había contado Luisa. Y a Luisa se lo había contado su hija, la mayor. Le dijo que había visto a Inés en un bar underground del centro, que estaba con un hombre mucho más joven que ella y bailaba como loca, vestida de rockera, con el pelo gris sobre la cara. Me habría costado creer esa historia si no conociera más que una faceta de Inés, la de las reuniones familiares –iba siempre con vestido, zapatos de bailarina y cintas de colores en el pelo–. Pero yo conocía también otra faceta suya. Inés era artista. Hace unos diez años renunció a su puesto en la empresa de telecomunicaciones donde trabajaba desde siempre, y se dedicó de lleno a la escultura. Convirtió su pequeño apartamento en un taller. Se pasaba los días trabajando, y las noches de farra. Al menos eso decía Luisa, que alguna vez la visitaba. “Ese apartamento es un chiquero. Hay botellas y ceniceros y ropa de gente extraña tirada en todas partes”, me contó. Artista y bohemia no van necesariamente de la mano, pero Inés parecía asociar esas dos identidades, y además la otra, la de las reuniones familiares, la de hermana mayor vestida de muñeca. Al principio pensé que las esculturas no eran sino una fachada de Inés para dedicarse a la fiesta, hasta que un día nos invitó a la exposición que hizo en la galería de una amiga, en el centro. Luisa y yo llevamos a mamá. Frente a las esculturas –figuras humanas deformes, casi irreconocibles, que a mí me inquietaron un poco–, mamá, encorvada en su silla de ruedas, no dejaba de mover los ojos sobre la mascarilla de oxígeno, como si buscara las obras y no las viera por ninguna parte. Felicitó a Inés, pero antes de entrar al auto, se quitó la mascarilla y nos dijo, a Luisa y a mí:

–En mis tiempos el arte era arte. Yo la quiero mucho a Inés, pero parece que hubiera cagado esas cosas. –Se puso la mascarilla y se quedó pensativa. Volvió a quitársela y advirtió–: No vayan a repetirle esto a su hermana.

Todos, creo, sabíamos que era distinta, pero hasta el día del cumpleaños de mis hijas no sospechamos que estaba loca. Porque ¿no era una locura creerse embarazada a los cincuenta y cuatro? Y además, nunca lo había logrado. Tal vez Inés había estado incubando desde siempre la semilla del mal y en la familia no habíamos visto más que excentricidades. Tal vez Mariano, con los años, comprendió en la intimidad con ella que algo no andaba bien –algo que nosotros no podíamos ver–, y por eso se fue sin mirar atrás. Y ahora ahí estaba ella, gorda como nunca, convencida de estar esperando y haciéndole tocar esa panzota a una amiga de mis hijas. La niña palpaba el vientre como si estuviera buscando algo. De pronto retiró la mano.

–Lo sentiste, ¿verdad? –le dijo Inés.

La niña hizo un gesto ambiguo con la cabeza, que podía significar que sí, pero también que no, se levantó de su asiento y salió corriendo al jardín. Ya era la hora de la piñata y Elena, desde afuera, llamaba a grandes y chicos mientras colgaba el pony de colores vivos de las ramas del cerezo. Nos olvidamos de Inés los diez o quince minutos que duró la piñata. Una niña alta y flaca, que estaba al final de la cola, le dio el golpe de gracia entre los gritos de impaciencia de las otras. Cuando se abalanzaron sobre las pulseras, los aretes, los anillos de plástico y los dulces, vi a Inés recostada en una silla de plástico en la terraza, con el sombrero de paja sobre la panzota. Divertida por la escena, se echó a reír, pero el pecho y el sombrero se movían como si le costara trabajo respirar. Me acerqué a ella y le pregunté si se sentía bien. Se incorporó con esfuerzo, me hizo un gesto con la mano para que la esperase y entró en la casa. Elena llegó hasta mi lado.

–Va a vomitar, pobrecita –dijo.

–Nunca la vi comer así.

–La crisis de los cincuenta le llegó fuerte.

Luisa salió de casa secándose las manos en el pantalón.

–Se ha encerrado en el baño –contó–. No se siente bien. 

–Deberían hacer algo –dijo Elena–. ¿Hasta cuándo van a seguirle la corriente?

–Se ve tan feliz –respondió Luisa–. Es nuestra hermana.

–Por eso mismo, alguien tiene que hablar con ella –contestó Elena y, como si acabara de ocurrírsele una idea, dijo–: Ahora regreso.

A los diez minutos volvió con nuestro vecino, el doctor Zavala. Era delgado, de pelo gris y cejas muy negras, llevaba un jean apretado y una polera de los Rolling Stones. Elena le ofreció algo de beber y él, como si estuviera en un bar y no en una fiesta infantil, pidió un gin—tonic. Le preparé el trago y se lo llevé. El doctor parecía desconcertado por la invitación. Le dijimos que Inés nunca había logrado tener hijos, que tenía cincuenta y cuatro años, que era soltera, que había engordado demasiado en seis meses, que se creía embarazada y que estábamos muy preocupados por su comportamiento.

–Queremos saber si está bien –dijo Luisa, a modo de conclusión.

–Bueno, yo no soy médico –dijo Zavala–, pero de la menopausia sí sé algo.

–Exacto –dijo Luisa.

–Aunque no sé cómo puedo ayudar –agregó Zavala.

–Usted es psicólogo –dijo Elena–. Hable con ella.

Zavala accedió con el ceño fruncido y se refugió en su gin—tonic. Para un soltero como él, no parecía la mejor forma de pasar el sábado por la tarde. Había estallado una pelea entre dos niñas por uno de los cachivaches de la piñata, se habían creado dos bandos y armado un griterío. Elena fue a calmar las cosas. Cuando Inés salió a la terraza, Zavala secó su vaso y lo dejó sobre la mesa. Inés se había lavado la cara y tenía los ojos húmedos, como si acabara de llorar.

–Inés, este es el doctor Zavala –dije levantando la voz por el griterío–. Doctor, mi hermana Inés.

–Encantado –dijo Zavala, pero Inés se inclinó hacia él como si no lo hubiera escuchado. El bullicio en el jardín era tal que ya no nos oíamos.  

Llamamos a las niñas a los gritos y les pusimos una película en la sala. Parecía la única forma de calmarlas. Nos sentamos a tomar el té en la cocina y de vez en cuando espiábamos a Zavala y a Inés por la ventana. Zavala se veía alto y seco al lado de Inés. Inés se veía baja y redonda al lado de Zavala. Zavala hablaba mucho con las manos. Inés sonreía.

Al rato mis hijas pidieron que cerráramos las persianas, el sol estaba bajo y se reflejaba en la tele. Obedecimos. Cuando terminaron los créditos del DVD, empezaron a llegar los padres de las chicas, todos más o menos de la edad de Elena. Teníamos la puerta de la casa abierta hacia el patio, que da a la calle, y durante unos cuarenta minutos recibimos y despedimos a madres, tías, padres y abuelos, y todo fue dar besos, apretar manos y charlar de todo y de nada. En esas ocasiones, hay que aguantarse el cansancio. Estábamos molidos cuando despedimos a la última niña. Me senté en el sofá, me quité los zapatos y estaba por encender la tele –era la hora del noticiario– cuando recordé a Inés y a Zavala. Le pedí a Elena que los invitara a pasar.

–En la terraza no hay nadie –dijo desde la cocina, mirando hacia afuera.

 Y así era. Tampoco había nadie en el jardín, pero encontré el sombrero de paja colgado de una rama del cerezo. Supuse que habían salido por la puerta de atrás. Acostamos a las niñas y acompañamos a Luisa hasta su auto, que había estacionado a una cuadra de casa. Se veía cansada, ojerosa. Le agradecimos por su ayuda en el cumpleaños.

–A ver si logran convencer a Inés –dijo ella–. Tiene que ver a un profesional antes de que sea demasiado tarde. –Y se marchó.

Volvíamos a casa cuando los vimos, a la luz de un poste, sentados en un banco de la plaza desierta. Nos detuvimos a unos quince metros. Estaban besándose. Encorvado sobre Inés, Zavala tenía una mano sobre el vientre enorme, y parecía querer eternizarse en ese beso con lengua. A nosotros nos pareció, efectivamente, eterno. Nos quedamos mirando como si eso fuera a incomodarlos, a frenarlos. Inés giró la cabeza en nuestra dirección y nos miró con los ojos muy abiertos. Zavala se puso de pie, se alisó la ropa y, con un gesto nervioso, casi avergonzado, se pasó las manos por el pelo. Luego caminó hasta nosotros y dijo en tono grave, como si hubiera recuperado el aplomo:

–He hablado largo con Inés, es realmente una persona increíble. –Carraspeó, parecía querer decir algo más, pero no lo dijo. Tras un silencio, como si recordara de pronto, añadió–: Ah, los felicito por el sobrinito.

Me pareció ver que nos guiñó un ojo al alejarse, pero su rostro se había hecho borroso en la distancia. Mientras, Inés se acercaba. Con el poste a contraluz y la brisa que soplaba a sus espaldas, su vestido se acampanó y toda ella parecía una bombilla eléctrica radiante en la oscuridad.

Al rato se despidió con un beso y sentí contra mi cuerpo la presión de su vientre. Antes de que Inés entrara a su auto, Elena se le acercó. “¿Puedo?”, le preguntó casi intimidada. La otra asintió. Ahí fue cuando Elena alargó la mano y le tocó el vientre. Se lo tocó, pero no pude verle la cara mientras lo hacía. Luego Inés subió a su pequeño Fiat, puso el contacto, bajó la ventanilla, sacó la cabeza y nos dio las gracias con una sonrisa indescifrable. Puso primera y se alejó. Entonces oí la voz de mi mujer.

–Cuando se entere Luisa –dijo–. Qué lindo nombre, ¿no te parece? Nicolás, Nicolás –repitió en voz baja, como si le diera ideas y acariciara un sueño, su propio sueño inconfesable. Yo me estremecí.

El vientre se veía duro. Por eso no lo toqué. Sentí unas ganas indescriptibles de tocarlo, de saber, pero no lo toqué, porque alguien tiene que mantener la cordura en esta familia.

(De Antología de cuentos extraordinarios de Bolivia, de Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva)

Guillermo Ruiz Plaza (La Paz, 1982) Escritor y poeta. Es autor de Prosas Sacras, mención honorífica del Premio Nacional de Poesía Yolanda Bedregal, así como de los libros de cuentos El fuego y la fábula y La última pieza del puzzle, ambos galardonados en el Premio Nacional de Literatura Santa Cruz. Asimismo, es autor del libro de ensayo Eduardo Mitre y la generación dispersa. El 2013 ha seleccionado la antología del cuento fantástico boliviano Vértigos. Ganador del Premio nacional de novela 2018.

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