La reina del café

      A Ramón Rocha Monroy

1.

La callecita salía ancha de una esquina de la plaza principal, cruzaba pronto una avenida y de inmediato angostaba la cintura y se volvía coqueta, colonial e histórico turística hasta dar de lleno con el río serpenteante. Las casas apretadas, trepadas unas en otras, con idénticas puertas, con inmensas cerraduras, de una sola planta y tejas negras ondulantes y sobresalientes, se prestaban a la confusión de la gente. La lluvia calma de más de un siglo y medio había terminado lavando las fachadas, aparejándolas, convirtiendo la realidad en un todo que se debatía entre la recuperación histórica del casco viejo o la demolición de raíz para dar lugar a los rascacielos. Toda la vida o toda la muerte. Semejante decisión dependía siempre del alcalde, pero pese a la democracia y los sucesivos gobiernos municipales, ninguno de ellos se la jugaba por nada. El paso del tiempo lo haría todo: las derrumbaría.

Parado en la acera del frente, beneficiándose apenas por la sombra de un alero de tejas a punto de derrumbarse, el investigador privado Santiago Blanco tenía dificultades para retirar su barriga del sol. Ya había mirado de una esquina a la otra cada una de las casas y se aprestaba, entretenido como nunca, a volver a hacerlo. La numeración no era correlativa sino arbitraria, y algunas la tenían, pero la mayoría no. Ese dato no servía de nada, porque obligaba a revisar cada puerta, cada pared, hasta hallarla pintada a medias, o borrada a medias por la lluvia y el viento, y sospechar que tampoco era la numeración que se buscaba.

A veces se abría una puerta. Cuando eso sucedía, salía una persona a husmear en la acera como un tordo ante la sorpresa de la jaula abierta. Casi de inmediato salía un perro ordinario. Los dos viejos desde hacía tiempo. Y sólo una vez llegó uno y se paró sin dudas frente a su puerta, escarbó en sus muchos bolsillos y sacó una llave inmensa, con dientes hambrientos, y se metió en su casa trepando una grada alta. Un retazo de patio cuadrado y más de una maceta con flores se dibujó como un fulgor al fondo.

La observación continuó un momento más. La calle tenía una iglesia de piedra, inmóvil desde siempre en el tiempo, hermosa y muda como vigía alerta. En la otra esquina, una casona colonial, recuperada del estrago para beneficio de la cultura, mantenía sus puertas cerradas por falta de dinero. Y casi frente a ella, otra casona lucía el techo desfondado del todo, paredes a punto de doblarse, y echando polvo sin cesar como si se tratara del tren de la vida corriendo afanoso hacia la muerte inalcanzable.

Después, el silencio. El viejo vecindario se dedicaba a tomar sol en el patio con baldosas de piedra. Los afortunados a cargo de alguien tomaban un poco de té o un poco de mate de manzanilla. Quizás remojaban galletas de agua en la piscina de sus bocas con paredes de encías despobladas, hacía años, de dientes. Pero los otros viejos estaban solos, y seguramente oraban sin cesar arrepintiéndose de sus pecados. Les daba miedo la muerte, pero la vida ya no les servía para nada. Y tampoco los tomaba en cuenta. Había que marchar.

Un rayo de sol refulgió en un pedazo de placa. Santiago Blanco cerró un tanto los ojos y trató de leerla. Se lo impedía la tierra seca, las manchas de pintura y el cansancio de sus ojos. Se despegó de la pared y cruzó toda la calzada sin mirar a los costados. Por la calle no pasaban ni bicicletas.

La placa decía en letra molde: Morada del poeta laureado Jacinto de Rodríguez Aranibar. Y la puerta lucía un aldabón con la cabeza pesada y desmochada de un león. El investigador se sonrió. Aplicó tres golpes secos en la puerta y pensó en los pistoletazos de cien años atrás. ¿Quién vive? ¿Y quién muere? Cosas así.

Una niña de pollera le abrió la puerta y se quedó mirándolo curiosa y sin palabras. El investigador se sonrió y le acarició la mejilla con un dedo.

-Busco a don Jacinto -le dijo-. Soy su paisano Santiago Blanco. Él se va a acordar de mí.

La niña lo escuchó atentamente. Tenía los ojos negros, bellos como las aceitunas relucientes, la tez del color del cobre y las mejillas rosadas de salud. Se puso a jugar con sus trenzas un momento. Luego cerró la puerta en sus narices y se la escuchó correr por el patio gritando a voz en cuello al viejo.

Santiago Blanco retrocedió a la calzada para observar mejor la casa. A diferencia de las demás, esta tenía dos ventanas y dos puertas. Parecía un tanto apretada, como forzada por las divisiones de herencia que practicaban los hijos. Pensó que por dentro estaría canibalizada con mamparas y hasta paredes. La imposibilidad de llegar a un acuerdo hacía destrozos absolutos en el patrimonio urbano.

La puerta volvió a abrirse y reapareció la niña. Santiago Blanco pudo ver algo del patio interior: unas flores y una calva reluciente.

-Dice que no se acuerda –le dijo. También se metió un dedo a la boca y empezó a chuparlo con ganas.

El hombre no se desanimó: -Dile que él me mandó a llamar.

La niña volvió a cerrar la puerta. Sus pasos resonaron en el piso de piedra. Santiago Blanco retrocedió unos pasos más y se cobijó feliz bajo la sombra mezquina del techo del frente.

La puerta volvió a abrirse y la niña apareció con la misma expresión de la primera vez. Santiago Blanco le sonrió divertido. Incluso le batió la mano indicándole dónde estaba.

-Dice que “para qué” –dijo la niña.

El investigador se desconcertó: -¿Que “para qué”?

-Sí.

-No sé “para qué”. Él tiene que decírmelo.

La puerta se cerró. Santiago Blanco frunció el ceño. El sol le daba de lleno en el cuerpo a partir del pecho. De inmediato sintió que sus axilas se zafaban de control y liberaban hilillos continuos de traspiración que caían sobre el pedazo de carne y grasa de sus laterales. Y una corona de perlas se le formó en la frente superior, cerca al nacimiento de la cabellera indócil.

La puerta se abrió.

-Pase –dijo la niña, y lo miró con sumo cuidado y detalle.

-¿Se acordó de mí? –preguntó irónico Santiago.

-No –dijo ella, muy sincera.

Santiago Blanco se detuvo en el corredor de ingreso. La niña decía que el poeta no se acordaba de él, y él se acordaba apenas del poeta, porque cuando el señor visitaba el huerto de su tía Julieta, él tenía como máximo cinco años. Pero también lo había visto en algún suplemento cultural, con algún poema suyo a los pies. No había leído más que el verso de arranque, y hasta pensó que se trataba de un homenaje póstumo. Después lo cortó a cuadraditos, que era lo que le sucedía a todo suplemento apilado en el baño. Y seguramente jaló la cadena.

El viejo se mecía en pleno centro del patio, rodeado de macetas con flores, con las piernas abrigadas por una gruesa colcha. Tenía la calva en el puro hueso, aunque una pelusa fina, que antes había sido pelo, bordaba los dos parietales como si fuera basura de algodón. Los dos ojos brillaban con intensidad y potencia en los globos amarillos, como huevos criollos recién pasados por el agua hervida. Y los pómulos desafiantes parecían a punto de perforar la piel pecosa y lunareja. La boca lucía intacta con las placas de buena calidad y los dientes parejos aunque muy grandes.

-Don Jacinto –saludó Santiago Blanco y estiró la mano con afecto.

El viejo comenzó a temblar de frío. No sacó las manos de debajo la colcha. Ni se movió. Tan sólo giró los ojos hasta posarlos en el hombre que lo saludaba. No cambió de expresión.

-¿Está chocho tu abuelo? –le preguntó a la niña apoyada contra una de las columnas del patio-. Me parece que está en la edad de destejer lo que antes tejió. ¿Tú lo cuidas?

La niña asintió. Lo cuidaba hasta que llegaba su mamá, que además se lo cocinaba y le daba de comer dentro la boca. También limpiaba parte de la casa y regaba las plantas.

-No es mi abuelo –dijo, después de un momento-. Es padrino de mi mamá. De Punata somos. Como vos.

Santiago Blanco suspendió las cejas, divertido. La niña era una luz. Pero luego fue conciente de que el viejo era una tumba. ¿En qué momento se le ocurrió buscarlo? Una señora de pollera, con sombrero duro en base a cal, lo había buscado en el edificio para decirle que don Jacinto, que era el hacendado próspero de Punata, quería verlo en su domicilio. “Si lo visitas, te lo va a agradecer”, le dijo. Y afectuosa, como toda la gente del campo, le regaló un quesillo fresco, blanco y húmedo que le abrió el apetito de par en par.

Santiago Blanco se había quedado haciendo memoria. Don Jacinto aparecía en los extramuros del pueblo en cualquier momento. A veces a pie y con bastón, y a veces en caballo y con chicote. Siempre saludaba a quien se le cruzara en el camino. Y, si era una mujer, tomaba con toda la mano la copa del sombrero y se lo sacaba de la cabeza como un caballero español. A la tía Julieta le encantaba ese gesto. “Parece un pavo real”, comentaba, y seguía dando vueltas al chancho trozado en el inmenso perol de cobre. “O un gallo de pelea”. Don Jacinto era el galán exitoso del pueblo. También un gran patrón. Los indios no tenían queja. Y se sabía que escribía poesía que se publicaba en un afamado periódico de Buenos Aires. La gente lo quería y respetaba.

-¿Ha perdido la memoria? –preguntó Santiago-. ¿Ya no habla?

-Habla –dijo la niña-. A ratos se pierde, pero a ratos vuelve. Esperá un ratito en ese asiento. Mi mamá ya va a llegar.

Santiago se sentó en un asiento de lo más incómodo, de estructura de fierro y superficie de hilos de plástico que se le metieron en la carne de las piernas. Y, unos minutos después, en la carne de la espalda.

El viejo no lo perdió de vista en ningún momento. Ausente, aunque con la mirada viva, estuvo atento a sus movimientos y expresiones sin que un solo músculo de la cara se le moviera. Tampoco del cuerpo. La niña les invitó un refresco de durazno hervido y dejó los vasos sobre una pequeña mesa con superficie de vidrio. Al vaso del viejo le clavó una pajita y luego se lo acercó a su boca. El viejo dejó que la pajita jugara entre sus labios y dientes, pero no hizo el menor esfuerzo por absorber el refresco o más bien rechazarlo. Entonces ella lo dejó nuevamente sobre la mesa.

-Ya va a volver –dijo.

Santiago se aburrió de la mirada fija de don Jacinto y se puso de pie. Tenía la camisa empapada de traspiración, igual que la parte superior de los pantalones y el calzoncillo, y una suerte de mal humor súbito y creciente.

A la niña le preguntó dónde quedaba el baño y decidió echarse agua sobre medio cuerpo y sentarse en el inodoro unos buenos quince minutos para descansar del sol.

Un minuto antes de que venciera el plazo, la señora de la víspera se hizo sentir hablando a gritos.

-¡Susana! ¡Susana! ¿Por qué has dejado solo a mi padrino? Y encima bajo el sol. ¿Qué quieres? ¿Que le duela la cabeza? –rezongó.

La mujer se acercó al viejo y lo ayudó a pararse. Lentamente lo llevó a la sombra, lo dejó de pie, y le aproximó la misma mecedora.

En ese instante apareció Santiago Blanco.

La señora pegó un grito del puro susto.

La niña se rió muy divertida.

-¿De dónde te me apareces? –le preguntó al hombre-. ¿Acaso eres un fantasma? Aquí nomás te he visto.

Santiago Blanco se sonrió. La doña era una mujer muy simpática. Se le acercó y le dio un beso sonoro en la mejilla gorda y dura. También quiso abrazarla un rato, pero ella se zafó de sus brazos.

-¡Qué bien que has venido! –comentó. Al mismo tiempo le hizo una seña a su hija-. Yo pensé que no ibas a venir. Y mi padrino quiere pedirte un gran favor.

Santiago asintió. A él le gustaba la formalidad, porque pensaba que así la vida funcionaba bien. ¿Cómo podía funcionar de otro modo? Cuando la gente llegaba a un acuerdo, a un compromiso, a un convenio, debía dar el paso adelante para honrarlo. Entonces la vida se ponía más linda y daba la pena vivirla.

La niña apareció en el patio con un vaso de durazno hervido. La doña se lo tomó sin una sola pausa. Le pidió a su hija que sirviera otra ronda.

-Es la señorita de la casa –dijo, orgullosa-. Es hacendosa. Todo sabe hacer. Parece una mujer de verdad.

Santiago asintió.

-¿Usted sabe para qué me busca don Jacinto? –se animó a preguntar.

-Algo sé –dijo la doña-. Pero siempre es mejor que te lo diga él, con sus palabras. Ten un poco de paciencia.

La niña volvió a aparecer en el patio con una fuente de vidrio llena de dulce de leche. Les ofreció que lo probaran con una cucharilla. Santiago aceptó. Su mamá se enojó que estuviera con dulce en la mañana. Y ella se chupó un dedo con picardía.

-Todo sabe hacer –repitió la mujer-. Por eso la cocina funciona todo el día. No le da descanso.

Al cabo de un momento, la niña volvió a aparecer con compota de membrillo. A Santiago se le hizo agua la boca. La mujer la volvió a reñir.

-Dejanos conversar –dijo, y le hizo señas para que se fuera-. Le gusta que la piropeen. Sabe cocinar, sabe repostería y sabe mantener la casa. Es la preferida de don Jacinto. Le hace fiestas cuando vuelve.

-¿Y vuelve seguido? -preguntó Santiago mirando su reloj.

-Seguido –dijo ella-, aunque por temporadas. A veces no vuelve días enteros. Pero no está así ahora. Ya va a volver. Parece que cuando le da hambre, vuelve. ¿Qué hora tienes, pues?

-Son las doce en punto –dijo Santiago-. ¿A qué hora almuerza?

-Justo a esta hora –dijo la mujer. Luego gritó a su hija-: ¡Susana! ¡Es mejor que calientes la comida!

Santiago se asustó con los gritos. Miró al viejo, pero no advirtió nada raro en su semblante. Parecía un retrato pintado con polvo de arroz. Pecas y lunares distribuidos con gotas de café.

El viejo también lo miró. De pronto movió la boca y se reacomodó las placas. Los dientes se retiraron un tanto al fondo de la caverna, parejos. Un ruido de fusil amartillado sonó en su interior.

-Clarito es –dijo la mujer-. Ya le ha dado hambre. ¡Susana! ¡Tienes que servir para los dos caballeros! ¿Qué te has preparado?

La voz de la niña llegó de inmediato: -¡Falso Conejo! ¡Con fideo!

Santiago Blanco sintió un retortijón en las tripas.

-Que no se olvide de la llajua –dijo una nueva voz.

2.

Don Jacinto estiró la mano y saludó afectuoso a Santiago Blanco. Él lo había conocido así, pequeño, en el huerto de doña Julieta Blanco. Era un muchacho inteligente aunque algo retraído. Le gustaba ayudar a su tía en la venta del chicharrón. Y era su compañerito. Él llegaba a visitar a Julieta y se sentaba bajo la sombra de ese enorme pacay. La huerta se abría ante sus ojos y muy pronto llegaba un cántaro de chicha para refrescarse. Punata era una verdadera acuarela de colores suaves llenos de agua. La gente gustaba de ser obsequiosa. Las lluvias del verano inundaban los campos facilitando una vida fácil, casi regalada, de los campesinos. Y él se inspiraba con todo eso, porque siempre fue un devoto de la felicidad.

-Hay que trabajar para que la gente sea feliz, muchacho –le dijo. El viento de las palabras chocaba inútilmente contra el parapeto cerrado y alto de los dientes amarillos-. No hay mejor misión en la Tierra.

Santiago lo escuchó con el rostro metido en el plato de comida. Todo el vapor le procuraba una satisfacción adicional al sabor dulzón de la carne apanada y metida a una olla para que se cociera en su propio jugo. Luego el macarrón revuelto en huevo, tomate, cebolla y quesillo. Y un par de papas harinosas apostadas a un costado. Más la llajua. El placer y el calor habían terminado cambiándole el color a su camisa.

El viejo continuó: -Yo empecé a escribir poesía desde la escuela. Los niños se me burlaban. Pero mi madre, que también escribía, me alentaba en el esfuerzo. Así que llenaba cuadernos con mis cosas, con perseverancia. Y a veces se las mostraba a alguien. Me quedaba quieto, sufriendo, esperando el veredicto. Y me ponía muy contento cuando más bien me alentaban. Eso me pasaba siempre con Eleonora, claro.

Santiago Blanco alzó el rostro, bañado en vapor, del plato. De pronto pensaba que ese nombre le decía algo. El viejo así lo comprendió.

-Eleonora Barrón, la mujer más buena de la Tierra –dijo, con énfasis propio de la edad de los discursos-. Esa niña leía mis poemas y se largaba a llorar por la pura emoción. Cada verso mío lograba sensibilizarla hasta ese punto. Y se me abrazaba rogándome que no me fuera de su lado. Y no me fui, porque pocos años después nos casamos y tuvimos tres hijos. Y sólo la muerte nos separó.

Don Jacinto calló. Un sentimiento de tristeza invadió su ánimo. Los recuerdos no se cansaban de perseguirlo. Y se le aparecían nítidos, exactos, con la misma fuerza de entonces.

“Eleonora Barrón”, claro. Santiago continuó con el rostro en alto, un poco pensativo. Manteniendo el tenedor en alto. La señora Eleonora había sido su maestra en la escuela en los primeros años. Llegaba apurada en las mañanas, siempre con retraso, marcando el paso desigual debido a una leve desviación de la cadera derecha. Los niños malos se burlaban de su cojera. La imitaban en su ausencia. Pero ella los abrazaba cariñosa a todos sin ni un poco de rencor. Y sacaba caramelos gordos de su bolsa, fabricados por ella misma. Los niños se ponían contentos como en una fiesta. La gente le compadecía el matrimonio con don Jacinto de Rodríguez Aranibar. Ahora recordaba mejor. Ese viejo sinverguenza metido a poeta. Su tía Julieta no se callaba. Hablaba para él apenas desaparecía de su vista.

-Con Eleonora nos vinimos a vivir aquí, a la casa de sus padres –dijo don Jacinto-. Era lo que convenía por entonces. Aquí teníamos las ventajas del progreso. Todo nos quedaba a la mano. Y estaba el periódico para mis publicaciones regulares. Cada domingo salía un par de poemas míos en el suplemento cultural. Eso me dio mucha fama. Fue sensacional.

Eleonora Barrón caminaba rápido por las calles terrosas del pueblo. Y el pueblo la miraba. Corría a la escuela, al mercado, a la iglesia y corría también donde Julieta Blanco. En sus brazos se ponía a llorar amargamente la tarde entera. Mientras tanto, don Jacinto de Rodríguez Aranibar paseaba por los huertos al paso del caballo, declamando sus versos recién creados. Cuando pasaba una mujer, de cualquier edad, se quitaba el sombrero. La gente se le reía a sus espaldas. Los indios se le burlaban en quechua. Pero él sentía, más bien, que una nube de gloria lo alzaba por el firmamento.

El viejo contaba y comía con calma. Sus grandes dientes amarillos se cerraban sobre el macarrón como las fauces de una bestia de mar. Y luego se abrían para que salieran las palabras. Se notaba que estaba a gusto.

-Pronto me consideraron el vate cochabambino –dijo, y movió feliz y orgulloso la cabeza-. En las tardes salía a caminar por la plaza principal y me encontraba con los amigos. Con los admiradores. Todos querían algo del nuevo poema. Naturalmente, no se los daba. Y más tardecita, una copa de licor en el Club Social. Esa era la vida. Parecíamos París.

La tía Julieta contaba que el desgraciado del poeta tenía amoríos con la cuñada. Esa era la rabia que la gente del pueblo le fue teniendo. Todo el mundo lo sabía, pero el muy sinverguenza actuaba como si no fuera cierto. Por eso Eleonora le exigió abandonar de inmediato el pueblo y vivir en la ciudad. Y el poeta accedió, porque de otra manera el romance prohibido hubiera servido para hacer escarnio de su persona.

-Yo conocí a Franz Tamayo –dijo el viejo, con mucho orgullo-. Iba a visitarlo a su casa en La Paz. También conocí a Alcides Arguedas. A Jesús Lara. A Porfirio Díaz Machicao. A tantos grandes escritores. Viajaba todo fin de semana posible. Me subía al camión y me iba observando el paisaje de la puna. La cara de los indios. Todo eso me inspiraba. Y cuando volvía a esta ciudad, me encontraba aliviado con el clima templado del valle. Con las muchachas bonitas. Qué sensacional. Cochabamba ha sido siempre lo mejor para vivir.  ¡Ni siquiera Lima! ¡Ni siquiera Buenos Aires!

La cuñada Marina Barrón, la más linda de las cuatro hermanas. Alta, erguida y cimbreante, parecía un árbol en primavera. Con las flores rojas en la copa y en el piso. La gente se daba la vuelta para observarla. ¿Cómo fue que se enamoró de su cuñado? Pero lo amaba. No le importaba qué se decía de su persona. Cuánto la desprestigiaba la relación. Ella era su amante. Él era el amor de su vida. Y siempre estuvo entre sus brazos. Inclusive cuando se casó y tuvo tres hijos con Adalberto Pérez.

-¿Y aquí quiénes vivían? –preguntó Santiago con verdadero morbo.

-¿En la casa? –preguntó a su vez el viejo-. Vivíamos desde siempre Eleonora y yo, pero al poco tiempo llegaron Marina y Adalberto. Este patio parecía una escuela con los niños. Yo me subía al altillo a trabajar durante toda la mañana. Al mediodía almorzábamos aquí. Y por las noches yo salía a pasear por el Club. Mis suegros llegaban algunos fines de semana, hasta que se murieron.

Santiago Blanco torció el cuello todo lo que pudo. Una pared liviana, hecha de ladrillos de cinco agujeros, cortaba el patio en dos. Un arbusto de buen tamaño la ocultaba. Y las macetas con flores. También escuchó voces de la familia vecina. Sobrinos, seguramente, de don Jacinto. Nietos.

El viejo pilló el interés del hombre. “Sobrinos”, se apresuró a decir. A la muerte de Eleonora hubo necesidad de dividir la propiedad. Él, y sus hijos, se quedaron con esta mitad. Marina y los suyos se fueron a la otra. Y se comunicaban a través de una puerta que estaba allí, al centro de la pared.

-La familia Barrón me quería mucho –dijo el viejo y empujó su plato al centro de la mesa-. A la muerte de la pobre Eleonora, Marina me cuidaba como una verdadera hermana. A veces se quedaba a dormir en este lado de la casa. Adalberto estaba de acuerdo. Los dos me querían mucho.

Santiago Blanco asintió.

El viejo atenazó el vaso con pajita y se lo llevó a los labios con algo de temblor. Absorbió fuerte. Se atoró. La doña salió de la cocina apurada y fue directo a darle recios golpes en la espalda a su padrino. Susana salió un tanto, y se quedó en medio camino. Don Jacinto se atoraba siempre, pero no le pasaba nada grave. El que estaba cerca tenía que darle de manotazos en la espalda. Eso era todo.

-Te vamos a aumentar el Falso Conejo –le dijo la doña a la visita-. Y después vamos a tener compota de membrillo. Mi hija está impaciente para hacerte probar.

-Muy bien –dijo Santiago, contento-. Acepto la oferta de las dos.

El viejo respiró seguido tres veces. Y carraspeó. Ya estaba bien. Las flemas le jugaban una mala pasada, y eso sucedía cuando comía dulce. No importaba la hora. El resultado era que se le cerraba la garganta y también la nariz, unidas como estaban, y no le entraba aire por ningún lado.

-Voy a morir de asfixia –dijo, convencido-, porque lo mismo toso en la noche. O ahogado en mis flemas. No sé qué es peor.

Santiago Blanco asintió. La tía Julieta decía que el poeta era un don Juan de la peor especie. Que todos los poetas eran iguales. Se podían meter con todas las hermanas, con las tías, con las sobrinas, con la chica de hacer los mandados. No les importaba nada. Y por esa desgracia se había muerto Eleonora. Del puro dolor. Desangrada por esa desgracia sin nombre. ¿Con qué cara la miraba su hermana? ¿Cómo podían compartir un hombre? Para colmo, ese hombre era su marido. Pero así vivieron casi toda la vida.

Santiago Blanco volvió a asentir. Tenía ante sí el plato nuevamente a tope. Y Susana sacaba la cabeza de la cocina, impaciente, con la compota de membrillo lista. Volvió a asomar la cara sobre el vapor denso del plato. Y comenzó a engullir.

“Desde aquí es gula”, pensó. También se alzó de hombros.

El viejo comenzó a perder fuerza de improviso. Aleteó en el aire con desesperación, igual que los pájaros grandes alcanzados por la piedra de la honda. Y torció y retorció el cuello buscando socorro. Pero el patio estaba vacío de gente.

Santiago Blanco aplaudió con fuerza, una vez. El viejo volvió a fijar sus ojos en él, sin parpadear. Algo asustado.

-Me estaba contando, don Jacinto –le dijo, con voz de cuartel.

El viejo asintió. Se puso a llorar con desconsuelo.

-Yo amaba a Marina desde siempre –dijo, y batió una mano por los aires-, pero no tenía valor para cortejarla. Yo pensaba que no me miraría. La gente con ambiciones no mira a los poetas. Pero ella me miró y me dijo que me quería. Y lloramos los dos, abrazados, porque justo en esos días me había comprometido con su hermana. ¿Cómo podía anular ese compromiso sin dividir a la familia? No se podía ni pensar en esa posibilidad. La familia me hubiera colgado pese a quererme tanto. Y hubiera desgraciado a todos.

Santiago Blanco dejó de comer para escucharlo con suma atención. Y comprenderlo. Don Jacinto le estaba contando su verdad de hombre. Él quería escuchar toda la historia de su boca. El eco de la voz de la tía Julieta fue adelgazándose poco a poco.

-Me sentí desesperado –dijo el viejo y se elevó de la silla-. No sabía qué hacer. Las dos hermanas me esperaban vichando tras los visillos. Y las dos me esperaban a la salida del colegio. Y las dos querían pasar las fiestas del carnaval conmigo. ¿Qué podía hacer en esas circunstancias?

Santiago Blanco se alzó de hombros, ignorante. No lo sabía. Él había pasado toda la juventud en el prostíbulo, y cada quince días cambiaban las chicas. Se iban a otra ciudad. Llegaban de otra ciudad. Nadie se enamoraba de nadie. Se tenía sexo, eso era todo. Del bueno.

-Las dos horneaban pan para mí –siguió enumerando el viejo-. Cada día había esa puja. Sus padres comenzaron a sospechar que la historia no iba por buen camino. Por eso, su padre me sentó frente a él y me preguntó cuándo nos casaríamos con Eleonora. Yo quedé seco.

Santiago se acomodó mejor en su silla.

-¿Y? –preguntó.

-Ahora –dijo el viejo, comprensivo-, yo entendía por qué su apuro. Y la respuesta era que el señor deseaba casar primero a Eleonora porque ella era, además, cojita. Tenía un leve defecto en la pierna derecha. No casarse con ella podía significar su suicidio. Así entendía el hombre.

-¿Y se casó pronto? –preguntó Santiago, apurado.

-No –dijo el viejo. Su mirada comenzó a desvanecerse en el sol de las dos de la tarde-. No. Lo que recuerdo es que viajé a La Paz para pedir a un amigo que me nombrara alcalde de Sorata. Eso es, creo. Alcalde de ese pueblo de la Colonia, para que yo pudiera escribir tranquilo. Pero algo pasó que no me acuerdo…

El viejo volvió a torcer el cuello en busca de ayuda. La doña apareció de inmediato en su socorro. Lo abrazó. Lo tranquilizó. Le dijo que lo mejor era irse a dormir un par de horas. En la cama. Bien abrigado. Y lo puso de pie haciendo señas cómplices a la visita.

Susana apareció de inmediato con la compota de membrillo. Estaba orgullosa de su obra. Había hervido los membrillos sin cáscara, con azúcar, y había ido aumentado agua y canela hasta que el jugo quedara amarillo, un tanto almíbar, y lo había dejado enfriar en la misma olla. También tenían jugo para el refresco. Pero ese se lo debía meter al refrigerador.

Santiago le sonrió contento y agradecido.

-Eres una linda señorita –le dijo-. ¿Cuántos años tienes?

-Once.

Al cabo apareció la doña y se sentó sonriente en el lugar dejado por don Jacinto. Cuando al hombre se le daba por hablar, pues hablaba mucho más que la mujer. Su padrino era así, aunque a veces no abría la boca días enteros. Pero hoy había hablado sin cesar. Además, se había sincerado. Inclusive lloró de la pena.

-Así es –dijo Santiago-. Y no sé por qué me ha contado tanto.

La doña se rió con todas sus ganas, divertida.

-No te lo voy a decir –le anticipó-. Vas a tener que volver esta tarde. O mañana, a esta hora. ¿Qué prefieres? Mi padrino quiere que le ayudes a encontrar a alguien. Te va a pagar el servicio.

El ex investigador de la policía se puso de pie. Eso era, entonces. Y asintió con la cabeza. Pero, ¿y si don Jacinto no volvía? Porque no se podía asegurar cómo iba a despertar.

Súbitamente tomó una decisión: -Me vengo a tomar el café esta tarde con pan fresco. Seguro ha sobrado dulce de leche, ¿no?

Salió de la casa con una sensación de asco por la camisa mojada en la espalda. El sol de noviembre calentaba hasta las baldosas de piedra. Por supuesto que había traspasado la cortina vegetal de un árbol seco y muerto parado en la esquina del patio.

Se subió al colectivo y llegó hasta la avenida América. Se metió a su cuarto sin mirar hacia el kiosco. Le hubiera gustado comentar el caso con su tía Julieta, más bien. Pero la pobre llevaba dos décadas muerta. Pensó en el mozo del bar Las Rosas, que era punateño, pero una vieja deuda hizo que se frenara. Por último, se echó en la cama y se durmió.

3.

La calle se ponía más linda cuando el sol declinaba. Los colores de las casas, corroídos por el simple paso del tiempo, parecían afirmarse en su madurez y dejaban, en el visitante, una sensación de sobriedad. Los techos curvos de tejas negras, inmensas, se recortaban contra el horizonte de cielo limpio con una personalidad sin fisuras. Eran las viviendas de los antiguos. Muchos de ellos habían ido a la guerra del Chaco, se habían opuesto a la Revolución del 52 y todavía miraban con desconfianza la democracia. Eran de mentalidad conservadora, feudal. Quieta en el espacio. Añoraban la olla hirviendo sobre un colchón de leña. La servidumbre indígena. El paisaje de ensueño de sus latifundios.

Susana abrió la puerta de la casa y se quedó mirando al hombre de la víspera. Le sonrió y se dejó acariciar las mejillas, de piel de manzana, con un dedo gordo. De inmediato le ofreció una taza de arroz con leche.

-¿Antes del café? –preguntó Santiago.

-Antes –dijo ella.

Santiago se sentó en la misma silla incómoda de la mañana. El patio de la casa lucía fresco y acogedor sin la luz directa del sol. El viejo árbol le pareció un antiguo soldado cumpliendo el deber de dar sombra. Las flores de las macetas lucían con la calma propia de las cinco de la tarde.

De pronto, unas carcajadas sueltas y felices brotaron de un cuarto. La doña festejaba las ocurrencias del viejo. Las risas continuaban. Santiago se acomodó lo mejor que pudo en la silla y quedó a la expectativa.

La doña salió al patio y lo llamó sin mayor preámbulo.

-Venite al dormitorio de don Jacinto –le dijo. Se ayudó con la mano.

Santiago se puso de pie y caminó hacia el cuarto. “Está loquito”, le dijo la doña al dejarlo pasar por la puerta.

Era un dormitorio oscuro, de paredes altas. El techo, ubicado como a cinco metros de altura, tenía una tela vieja y rota como cielo falso. Santiago Blanco pensó que en esa tela los ratones bebés jugaban a los brincos y las carreras. Apenas un foco miserable colgaba en pleno centro del cuarto para alumbrar nada.

-Hola, don Jacinto –saludó desde donde estaba.

El viejo lo miró con curiosidad, pero también con simpatía.

-¿Es el doctor? –le preguntó a su ahijada.

-Es el investigador –dijo ella-. Usted lo ha llamado.

El viejo asintió. El cuarto tenía un polvo fino flotando en el ambiente y recordando otro siglo. Un crucifijo de madera colgaba sobre el respaldar de la cama. Una cómoda de muchos cajones parecía olvidada en un rincón. El piso de ladrillo lucía ondulado por partes.

El viejo y la doña estaban arreglando la cama de la siesta.

-Me está contando su viaje a Coroico –dijo la doña, divertida-. Es la parte que a usted le interesa.

-¿Por qué será? –preguntó Santiago.

El viejo miró a uno y otro. También se miró las manos sosteniendo la colcha. Miró la cama. Seguramente le tocaba transitar por uno de los tantos vacíos de su memoria. Uno de esos momentos en que era puro cuerpo, nada de conciencia. Deshabitado. Una sencilla cáscara.

-Ya va a volver –dijo ella, y arregló la colcha sobre la cama-. Dice que fue a pedir ayuda a su amigo en La Paz. Un ministro. Para que le diera la alcaldía de Sorata. Allí pensaba vivir con doña Eleonora. Pero su amigo le había dicho que los sorateños eran gente complicada. Que lo iban a sacar en burro. En su lugar, le ofreció la alcaldía de Coroico.

Santiago Blanco suspendió las cejas, muy divertido. El estuco grueso de las paredes había comenzado a caerse en grandes pedazos. Una suerte de lepra seca. Y pensó que el cuarto terminaba con la oscuridad del mausoleo cuando se cerraba la puerta.

El viejo los observó con los ojos de un canario. Pasaba de uno a otro. Se sonrió muy amigable y se salió al patio dando pasos firmes.

Susana apareció de inmediato con su nueva creación: arroz con leche y canela en polvo. Una maravilla.

-Ya –le dijo su mamá-. Ahora andate a jugar.

La niña corrió hacia la cocina y se quedó apoyada en la puerta a la espera de los comentarios. Santiago probó el arroz y se relamió los labios. La niña se sonrió muy contenta.

-Me alquilé la cabina de un camión y viajé a Coroico –dijo el viejo, serio y divertido. Con la mano tiesa cortó el aire-. Horas de horas. Primero la puna, luego las colinas del subtrópico. Qué viaje más sensacional.

-¿De qué año estamos hablando? –preguntó Santiago, atento.

-¿Cómo? –preguntó el viejo, sordo y molesto.

-No lo interrumpa –dijo la doña, sabida-. Después se olvida.

Don Jacinto comenzó a masticar el aire. ¿El año? Y pareció escarbar con desesperación en la tierra seca de su memoria. ¿Qué año era ese, pues? Y cerró los puños hasta inflar de sangre las venas.

-No importa –salió en su socorro Santiago, arrepentido.

-Luego nos vas a decir –dijo la doña.

-El cuarentiseis –dijo el viejo, con la contracción de la época-. El año de Gualberto Villarroel. La gente andaba por las calles como loca. Creían que era el fin del mundo. Y yo viajando a ese paraíso. Sensacional.

Susana volvió a aparecer cargando una charola con tazas de café.

La doña se apresuró a hacerle campo en la mesa. Tres tazas de café negro y humeante. Tres marraquetas recién horneadas de la panadería del barrio. Quesillo fresco. Dulce de leche.

-Gracias, señorita –dijo Blanco.

-Andate a jugar –insistió su madre.

-Me recibió el intendente municipal –continuó don Jacinto. Se puso de pie y alzó los brazos-. Un negro cimarrón. Un mandinga. Podían pasar los alcaldes, pero él se quedaba siempre a cargo de la intendencia. Sabía de su oficio. Y sabía cómo comprar a los recién llegados.

Santiago Blanco asintió sin abrir la boca. Imaginó Coroico. Colinas. Árboles. La vegetación exuberante. El canto de los ríos. Las mariposas. El color de las frutas. De su gente. El olor inigualable del café.

-Me ayudó a instalarme en un hotelito de mala muerte –dijo el viejo-, y me dijo que me esperaba en su casa, a la tardecita, para servirnos un rico picante de pollo con plátano. Qué sensacional. Yo me alisté y fui.

“El cuarenta y seis”. Las balas surcaban el cielo boliviano como si se trataran de avispas. Los indios se reunían en su primer congreso nacional. Y el presidente Gualberto Villarroel se aprestaba a tomar grandes medidas. En medio de la historia patria, un joven poeta buscaba dónde refugiarse con su futura esposa, la hermana de su verdadero amor, y apaciguar su enorme dolor. Santiago se sonrió, enternecido.

-Yo esperaba una pequeña mesa de invitados –explicó el viejo, con ademanes estudiados-. Tres o cuatro importantes vecinos. Pero no. Sólo me esperaba una negra bella de menos de veinte años: era la reina del café.

Los dos oyentes dejaron de respirar por un momento. Don Jacinto los había sorprendido como era su intención. Una mesa pequeña servía como un lugar de encuentro entre el poeta valluno y la reina tropical. El huerto y el esplendor de su vegetación enmarcaban ese momento mágico. El dueño de casa no iba a aparecer en ningún momento, muy discreto. Sólo una de sus hijas, un momento más tarde, se acercó con los platos de comida.

-Mi familia espera que le guste –había dicho antes de desaparecer.

A partir de ese instante, el flamante alcalde municipal se olvidó de sus penas. ¡Qué lejos quedaba Cochabamba de ese paraíso! ¡Qué lejos de la belleza de la reina quedaba la presencia débil de Eleonora! Ya no le daba ganas de volver. Ni de recordar sus compromisos.

-La reina me llevaba a pasear por las colinas –contó el viejo con toda la melancolía posible-. Por los ríos. Y nos echábamos a la sombra fresca de los árboles. Todo parecía un sueño. Y en vez de volver a la semana, volví a los seis meses. Pero Eleonora me esperaba igual.

El padre de Eleonora lo recibió con el ceño fruncido. Los caballeros no se hacían esperar con las damas. Y mientras Marina le hacía señas desde las cortinas, el señor decidió que el matrimonio se celebrara cuanto antes.

-Nos casamos el siguiente domingo –dijo don Jacinto-. Yo cumplí con la dama como un caballero. Fui al registro civil y estampé mi firma sin decir esta boca es mía. Después fui a la iglesia e hice lo mismo.

-¿Asistió doña Marina? –preguntó Santiago, con cuidado.

El viejo asintió desde la oscuridad de un profundo dolor.

-Asistió, claro –dijo, con poca voz-. Me miraba desde un costado de la nave. Y lloraba. Y yo quería irme a su lado, aunque también pensaba en la reina. En la única mujer que no pensaba, era en mi flamante esposa. Eso fue lo que pasó. Pero yo era un hombre de palabra.

Las tres personas tomaron en silencio lo que quedaba del café. El sol de las siete de la tarde se había marchado lejos, y el pequeño patio quedó en penumbras. Susana encendió la poca luz oculta tras las plantas.

Don Jacinto de Rodríguez Aranibar se recostó en la mecedora y dejó que sus recuerdos afloraran una vez más. Claro: lo de la reina había sido un episodio en su vida inscrito en la anécdota. En la aventura. En cambio fue un tanto distinto su romance con la cuñada. Ella había sido, hasta el final, el amor de su vida.

-Yo quiero que me la encuentre –le dijo, de pronto, a Santiago.

El ex investigador se sorprendió con el pedido.

-¿A quién, don Jacinto? –le preguntó, curioso de verdad-. ¿A Marina Barrón?

La doña se acercó un tanto a la mesa motivada por la expectativa.

-Ella ha muerto, hombre -dijo, seco, el poeta-. Yo mismo la enterré en el cementerio. Ayúdeme a encontrar a la reina del café. Averigue qué es de su vida. Y vuelva a contármelo. Se lo voy a agradecer. Y se lo voy a pagar, también.

Santiago Blanco se quedó pensando un buen momento. La reina del café debía tener como diez años menos que el viejo, lo cual garantizaba que se trataba, de todas formas, de una mujer vieja. Muy vieja. Lo más probable era que estuviera enterrada en las tierras sueltas y húmedas de Coroico, y eso se podía averiguar visitando las oficinas del registro civil. No se trataba de un gran trabajo. Algunos amigos había detrás de esos mostradores.

-Quiero que viaje –dijo el viejo, con énfasis-. Lleve ropa de verano. Quédese una semana. Sepa qué fue de ella. Cómo vivió. De qué murió si ya murió. O cómo está, si está. Anótelo en una libreta para que no se le escape nada. Y vuelva. Mi ahijada le pagará el resto.

-¿Cuánto es el resto? –preguntó él con desconfianza.

-Cinco mil ahora –respondió don Jacinto-. Cinco mil después. Aquí estará el dinero con mi ahijada. Le digo eso por si me muero. Si estoy sin memoria, le ruego volver otro día a informarme. Haga eso por este hombre. Un viejo poeta de una república que ya no existe.

Santiago asintió. Un viaje a Coroico en flota. Lo mejor era visitar a la virgen de Urkupiña para encomendarse antes que nada. La ruta parecía la indicada para morirse. Bastaba leer los periódicos. Pero también se decía en todos los idiomas que era un paraíso. Las nubes nacían en los matorrales. Las colinas llenas de flores y frutas a colores. Los ríos. Las mariposas. Los negros. El café. ¿Por qué no?

-¿Cuándo la vió por última vez, don Jacinto? –le preguntó.

-¿A Marina? –preguntó a su vez el viejo.

-A ella la vió hasta enterrarla –replicó con retraso el investigador-. A la reina del café. ¿Acaso no la estamos buscando a ella?

-¡Ah! –exclamó el viejo-. Yo me casé y volví a Coroico con… Ya me olvidé su nombre.

-Doña Eleonora –dijo la doña, atenta.

-Eso es. Con Eleonora –dijo el viejo-. Alquilé la cabina de un camión y viajamos hasta el pueblo. Todo el viaje pensando en la reina y en Marina. El corazón sangrante por la pena. Mientras tanto, Eleonora viajaba con los brazos cruzados. Parecía segura de lo que vivía. Ni me miraba. Por eso es que en la tranca de ingreso, cuando yo abrí los ojos de susto, ella se limitó a mirar a la muchacha que parecía estar esperando a alguien.

-¡Oh! –exclamaron a dúo la doña y Santiago.

-Era la reina del café –dijo el viejo cortando las palabras-. Estaba en la tranca esperándome, más bella y joven que nunca. Y seguramente ambas mujeres se miraron. Y ambas comprendieron. La una desapareció ya nomás de mi vida. La otra siguió conmigo hasta hace unos años.

-No más señales de ella –preguntó afirmando Santiago.

-Nunca más –dijo él-. Yo me quedé en Coroico como seis meses o un poco más. Pero no supe nada de ella. Y no quise preguntar al intendente ni a nadie, porque me temía lo peor. De todas formas la gente me miraba mal. Peor que a Eleonora. Así que cuando colgaron a Gualberto Villarroel, hice mis cosas y me volví. Nos volvimos. No nos movimos más de esta ciudad.

Santiago Blanco asintió.

-¿Y por qué necesita noticias de ella justo ahora? –preguntó, un poco insolente-. ¿Es pura nostalgia? O piensa dejarle parte de su herencia…

El viejo, para sorpresa de la doña, comenzó a reír. “Herencia”. Unos papeles amarillentos, con letras disecadas por el tiempo y el olvido, es todo lo que podía dejar de herencia. No tenía dinero. Ni siquiera una renta. Nada que se pudiera considerar una herencia.

-Esta casa ya es de mi ahijada –explicó el viejo-. Y de su hija. Nada tengo para dejar a nadie. Si la busco es porque necesito cerrar el círculo. La pobre huyó enamorada de mí y yo le jugué semejante trastada. Quizás hasta se suicidó. Necesito saberlo.

Santiago Blanco se puso de pie. La doña sacó el dinero de una bolsa tejida con lana teñida de oveja. Cinco mil bolivianos. Daba para el viaje. El alojamiento en un buen hotel con piscina. Comida y cerveza.

-Fuera de ese picante –preguntó Santiago recontando afanoso todo el dinero-, ¿qué más se come por allí?

El viejo no le contestó. Le tocaba superar una laguna mental inmensa y triste, grande como un océano. Y ese viaje lo hacía solo. En silencio. Sin la convicción mínima de terminar la travesía con ganas de seguir viviendo.

4.

Santiago Blanco se posesionó de la cabeza desmochada del león con toda la mano y aplicó tres golpes secos a la puerta. Los tres pistoletazos se estrellaron contra las paredes del patio. No hubo muertos ni heridos. Luego el silencio respetuoso, distinto. Como si alguien se estuviera muriendo por el puro paso del tiempo. Agachó la cabeza y se puso a mirar el interior de la casa por la cerradura inmensa. Pensó que nadie se estaba muriendo, sino que alguien ya había muerto, y que por eso la casa estaba vacía. Porque la doña y su hija estaban en el cementerio. Pensó en subirse a un taxi y correr para allá.

De pronto la puerta se abrió y apareció la doña. Lo miró un momento hasta encontrarlo en la memoria. “¡Ah!”, exclamó. “Es usted”. Y lo dejó ir a su gusto hasta la misma silla del patio de varios días atrás.

-No lo había reconocido –le dijo. También se secó las manos, hasta dejarlas rojas, en un mandil-. Pensé que era un moreno. Un peruano. No le iba a dejar entrar.

Santiago Blanco se sonrió. Era él, efectivamente. En el mismo viaje a Coroico se le empezaron a quemar los brazos con el sol inclemente. Luego, en el pueblo, cuando pensó en la solución del sombrero, ya era tarde. Ya era moreno. Así que después se dedicó a meterse a la piscina del hotel y terminó íntegramente de otro color.

-¿Me veo mejor? –preguntó, coqueto.

La doña se rió con todas sus ganas.

-Has vuelto más gordo –le dijo.

-Es el plátano –comentó Santiago-. Peor si está verde.

La doña volvió a reír. Ella le iba a invitar el refresco porque Susana no había vuelto aún de la escuela. Claro que el refresco lo había hecho ella. De melón. Bueno para el estómago. Pero mejor si se tenía el baño cerca.

Otra vez la risa suelta y libre volando por el aire pesado y quieto de noviembre. Santiago asintió, divertido.

-¿Y don Jacinto? –preguntó él-. ¿Está durmiendo?

La doña asintió. Cada día don Jacinto dormía más. Y cada día tenía menos memoria. Ni siquiera a ella la reconocía. Se le quedaba mirándola durante horas, hasta que le daba hambre. Y a veces comía sin saber con quién estaba. Ni dónde. Pero una vez se acordó de Santiago Blanco y miró su reloj. “¿A qué hora va a llegar?”, le preguntó a su ahijada.

-Está en Coroico, le he dicho yo –contó la mujer.

-¿Y desde qué hora está durmiendo ahora? –preguntó Santiago.

-Ni siquiera ha almorzado –dijo ella-. Cualquier rato va a despertar.

Santiago Blanco asintió. Él podía esperar lo que hiciera falta, porque no tenía nada más que hacer después de dar el informe. Salvo cobrar, claro. Pero toda su vida había sido un ejercicio de la espera. La investigación era también eso. Esperar. Tener paciencia. Y él estaba acostumbrado. Aunque era mejor tomando un café. Un refresco. El tiempo pasaba más rápido.

La doña miró las baldosas del piso antes de hablar, como pensando.

-¿Y quién había sido, pues, la negra esa?

Santiago Blanco abrió los ojos al escucharla. Si no estaba mal, sintió una intención despectiva en las palabras de la doña. Si era así, se trataba del temor de la herencia. Por la casa, seguramente.

-Era la reina del café –le recordó-. Y me han dicho que ninguna pudo igualar su belleza. Las fotos dicen eso. Era una mujer tallada en ébano.

La doña se puso de pie y alisó sus polleras, molesta. Cada día decía lo mismo su padrino en los tiempos en que no estaba viejo. Recordaba a la negra a propósito de cualquier cosa. “¡Esa era, pues, una mujer de verdad!” Hacía llorar a doña Eleonora, a doña Marina. Pero doña Eleonora lloraba por lo menos un par de días.

-Seguro quieres que llore –le dijo la doña al investigador-. Por eso me dices esas cosas. Pero debe estar viejita. Como una momia.

-Sigue igualita –aseveró Santiago. Se ayudó con un gesto-. Ahora se la podría nombrar reina otra vez.

La doña respiró profundamente. El gordo era un mentiroso. Para eso se le había pagado. Seguro que ni viajó a Coroico. Se fue a la piscina con el dinero de adelanto. A comer como chancho.

-¿Y qué le vas a decir a mi padrino? –le preguntó ella-. Mejor si no le mientes.

-La pura verdad –dijo él-. Aunque duela.

La doña dio la vuelta y se marchó a uno de los ambientes. Santiago se quedó sentado mirando su vaso vacío. Si le daba más sed, la llamaría. De eso podía estar seguro todo el mundo. Y si le daba hambre con la espera, la llamaría igual. Pero él de allí no se movía hasta dar su informe completo a quien lo contrató.

Una hora después, un vaso se estrelló contra la pared en el cuarto de don Jacinto. La doña salió a la carrera a ver lo que sucedía. Santiago se fue despacio tras ella.

Don Jacinto se había atorado con las flemas. En su desesperación dio un manotazo de ahogado que envió el vaso contra la pared. Todavía estaba rojo por el susto cuando levantó la vista y se encontró con los ojos negros de su paisano.

-¿Es el doctor? –preguntó.

-No –dijo ella-. Es el policía que usted mandó a Coroico.

-¿Me va a llevar preso? –preguntó asustado como un conejo-. Dígale que ya soy un hombre viejo.

Santiago se sonrió. La doña le dijo que no se preocupara de nada. Y que pensara en comer. No se podía vivir sin comer. O sin respirar. O sin un poco de agua. Y por eso tenía que portarse bien y comer. El caballero que estaba parado frente a ellos lo iba a acompañar. Cosas así de tontas. Como si se estuviera hablando con un niño de dos años.

El viejo salió por delante dando pequeños pasos tartamudos. La doña lo sujetaba del brazo.

-¿Quiere almorzar? -le preguntó la mujer al pasar hacia la cocina.

-Es hora del café –dijo Santiago.

Luego se quedaron los dos hombres mirándose sin hablar. Apenas se bajó del colectivo en la plaza de Coroico, Santiago caminó hacia la alcaldía y preguntó por el intendente municipal. Un muchacho esbelto, de treinta o treinta y cinco años, lo recibió con la mayor cordialidad. Él le contó que los intendentes caían como moscas ante la avalancha de los comerciantes. No duraban más de dos años.

-Nadie se puede sostener en el puesto –le dijo-. Si se pone en vereda a los comerciantes, se enoja el alcalde. Si no se los pone en vereda, se enoja el alcalde. El alcalde se enoja de todo. Pero los comerciantes ya están en la esquina de la plaza. Lo mismo sucede en las grandes ciudades de Bolivia.

-¡No me diga! –se sorprendió el investigador en su mejor actuación.

-Así nomás –se envalentonó el muchacho-. El comerciantado avanza a la toma del poder sin darse cuenta. Todo el contrabando es de ellos, y eso es mucha plata. Varias ciudades están al margen de la ley. Imposible que la policía se anime a entrar a esos lugares. Y han copado los mercados, todas las aceras, las calles y las plazas. ¿Qué les falta ocupar?

-Ni idea.

-El Palacio Quemado –dijo el muchacho, convencido.

-Sería fatal.

-Están a un paso de hacerlo –afirmó el muchacho, contundente y ágil de razonamiento-. Cuente usted cuántos diputados tienen en el Congreso. O cuántos concejales en cada gobierno municipal. ¡Es de no creer! Ninguno de los sectores tiene semejante representación. Ni siquiera los transportistas sindicalizados. Es más: los comerciantes son los dueños del transporte.

-¡Qué desastre!

-Pero es la verdad –se afanó el muchacho-. El comerciantado envía a sus hijos al ejército, a la policía y a la facultad de Derecho. ¿Qué objetivo persigue? Ya lo sabe. Mañana o pasado uno de ellos será el Presidente.

Santiago se había quedado callado ante el pesimismo fundamentado del joven intendente. De ser cierta la premonición, él sería el primero en marcharse del país. Se iría bien lejos. En lo posible a países donde nadie, ni el más avezado delincuente, hablara de contrabando. Eso lo tenía claro.

-Pero –preguntó, con ciertas dudas-, dígame: ¿y el viejo intendente? Un hombre negro, fuerte y simpático… Tengo entendido que ese hombre se quedó años en el cargo…

El muchacho frunció el ceño para pensar mejor. Era cierto. Ese negro era compadre de su papá, y había sido intendente como diez años. Pero era la época de la dictadura. El comerciantado era incipiente. A los alcaldes se los nombraba a dedo. Todo era distinto.

-Don Demetrio –dijo-. Pero era otra época. Ni siquiera había gente. -Yo quisiera hablar con él –dijo Santiago, con voz de diplomático.

-Yo lo llevo –dijo el muchacho-. Con todo gusto.

Así había sido todo. Santiago pensaba que su deber consistía en ser claro y exhaustivo en el informe, pero el viejo poeta no estaba para trotes largos. Quizás, ni siquiera para un informe escueto. Además, ¿qué sentido tenía?  La pérdida de la memoria no implicaba la pérdida de la conciencia. Y seguramente lo sucedido en Coroico podía desesperarlo mucho más que las flemas. Que la falta de oxígeno en los pulmones.

La doña asentó el almuerzo de don Jacinto y el café para el hombre en la mesa. Marchó nuevamente a la cocina y volvió con un panadero y un vaso de refresco con pajita. La mesa estaba servida. Era cuestión de esperar que la memoria volviera a gobernar en la mente del poeta.

-¿Es policía? –preguntó el poeta a la doña desde el fondo mismo de las cuencas de sus ojos.

-No, padrino –dijo la doña intentando hacerlo comer-. No es policía. Es el hombre que usted mandó a Coroico para que buscara a una negra.

-A la reina del café –aclaró Santiago.

El viejo se quedó mirando a Santiago. Horrorizado. Petrificado. Con la mandíbula inferior completamente fuera de control. Como si se tratara de un niño buscó refugio en los brazos de su ahijada.

-Está asustado –dijo ella-. Pobrecito. Debe creer que eres el diablo.

Santiago Blanco comenzó a sorber el café con ritmo pausado. Lo que sucedía con el viejo era que temía recuperar la memoria. Y que ese hecho le trajera las noticias del pasado. Pero al mismo tiempo, debido al tormento del desorden en su cabeza, producto de la vejez y de sus secuelas, en algún momento había decidido poner los recuerdos en orden y constatar que los más de ellos fueron ciertos. Por eso había mandado al investigador de viaje.

-Soy su memoria –dijo Santiago, después de una pausa larga.

La doña lo miró para tratar de entenderlo. Cansada de su esfuerzo, se afanó por completo en dar de comer a su padrino. “Si no come se nos va a morir”, le dijo, cariñosa. Y el viejo comenzó a abrir la boca, a separar algo los dientes y dejar que la sopa se le escurriera hasta el estómago.

Santiago asintió, paciente. Reflexionando sobre lo sucedido. Porque el muchacho lo llevó a la casa de don Demetrio y lo dejó sentado bajo una sombra fresca prodigada por la palmera y el plátano.

Al instante apareció don Demetrio. Los años habían achicado el alto de su esqueleto. Y sus carnes arrugadas le colgaban de la mandíbula y de los brazos. Los dientes eran postizos. Y el cabello parecía una viruta blanca y fina, como para raspar obras de arte.

-Soy Santiago Blanco –dijo él-. Vengo de parte del poeta Jacinto de Rodríguez Aranibar, ex alcalde de Coroico. ¿Se acuerda usted de él?

El viejo congeló su sonrisa de inmediato. ¿Si se acordaba de él? Para sus penas. Sí, se acordaba. Todo el pueblo de esa época se acordaba. Era un hombre que llegó durante el gobierno de Villarroel, y salió escapando del pueblo. Nunca más volvió.

-¿Sigue vivo? –preguntó, pero Santiago no supo de la intención de su voz.

-Más o menos –dijo-. ¿Qué fue de la reina del café? ¿Usted sabe algo de eso?

El hombre se llevó las manos al rostro. ¿Que si sabía? ¿Y acaso no lo sabía toda la gente? Porque el amor que se tenían era del conocimiento de todos. La única persona que fingía no saber nada era la esposa del alcalde. Y eso por razones obvias. Pero después lo sabía todo el mundo. Los monos incluidos.

-Desapareció –dijo el hombre-. Pero todo el mundo decía que él fue quien la mató. Y seguramente fue así, pero a falta de pruebas, no es bueno acusar a nadie.

Santiago se sorprendió con la respuesta. Se reacomodó en la silla con la cara descompuesta por la noticia.

-¿La mató de tanto quererla? –preguntó-. Podía haberse ido con ella y ser feliz.

El hombre negó esa posibilidad con la cabeza. “A su mujer no iba a dejar jamás”, dijo, con poca voz. “Y la reina se lo insistía”. Y sucedió que un día la reina no volvió a aparecer por ningún lado. Hasta el día de hoy. Y la gente comenzó a mirar con malos ojos al alcalde. Por eso se fue.

-Para mí que la desapareció –insistió el hombre.

Eso era todo. Y ahora el viejo lo miraba mientras la sopa le resbalaba de la boca. Tenía los ojos asustados. El corazón alterado. Y la cabeza que le daba vueltas con la fuerza de un torbellino. Toda la verdad estaba ahí, pero había fuerzas y también vacíos que no la dejarían salir nunca. Parte de su voluntad había hecho enormes esfuerzos para contratarlo. “Vaya a Coroico. Averigue qué fue de ella”. Pero la verdad no estaba en el pueblo, sino en el fondo de su memoria. Y para llegar a ese fondo se debía cruzar lagunas. Y las piernas existenciales ya no daban más.

-¿Es policía? –volvió a preguntar el viejo.

Santiago Blanco se puso de pie. Su tarea había terminado. “Págueme el saldo”, le dijo a la doña. “Y si algún rato vuelve, dígale de mi parte que no la encontré. Que la busque él mismo en su memoria”.

Cochabamba, noviembre-2012.

Biografía

Gonzalo Lema: Nació en Tarija, Bolivia,  (1959). Escritor de novelas y cuentos. Premio Nacional de Culturas (2014).Premio Nacional de Novela (1998, “La vida me duele sin vos”); Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz de novela (2012, “Los días vacíos del Raspa Ríos”) Premio Kipus Internal. de novela (2014, “Siempre fuimos familia”); Premio Santa Cruz de la Sierra, cuentos (2014, “Tumbalocos”); Premio L’H Confidencial, novela negra, Barcelona (2017, “Que te vaya como mereces”).