Las relaciones del escritor colombiano con el Premio Nobel de Literatura y la Academia Sueca en distintas etapas de su vida.
Orlando Oliveros Acosta
En la mayoría de los casos, ganarse el Premio Nobel de Literatura implica haber escrito mucho. Para no ganarlo, sin embargo, tan sólo hace falta un par de párrafos. Esto último casi le ocurre a Gabriel García Márquez. En octubre de 1982, cuando la Academia Sueca le concedió el galardón, el escritor colombiano había escrito seis novelas, dos libros de cuentos, once guiones cinematográficos y cientos de notas periodísticas: una vasta obra repleta de genialidades que justificaban el premio. No obstante, estuvo a punto de no recibirlo por dos simples columnas de opinión.
— Habría sido mejor no escribir esos artículos, entre otras cosas porque no eran muy bien informados —le dijo Artur Lundkvist a Eligio García Márquez en Estocolmo—. Tanto yo como otros académicos tuvimos un poco de miedo cuando aparecieron, porque esto podría entonces disminuir sus posibilidades para ganárselo.
Lundkvist era uno de los dieciocho expertos que conformaban la Academia Sueca y el único que leía a los autores hispanoamericanos en español. Durante años se jactó de impulsar la candidatura de otros premios nobeles como Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Vicente Alexandre y Octavio Paz. García Márquez era otro de sus protegidos. Cien años de soledad había deslumbrado a sus colegas y El otoño del patriarca había hecho lo mismo con él. Postular al escritor colombiano habría sido pan comido de no ser por sus más recientes opiniones.
Las columnas de la discordia eran, en realidad, una sola: “El fantasma del Premio Nobel”. Su autor la dividió en dos partes que publicó en varios periódicos del mundo el 8 y 9 de octubre de 1980. En ellas soltó un puñado de indiscreciones. Afirmó, por ejemplo, que el premio era un “laurel senil” presidido por una comitiva machista que en ochenta años sólo había galardonado a seis mujeres. Dijo que el dinero que se embolsillaban los ganadores provenía de inversiones en las minas de oro de África del Sur y que, por lo tanto, el premio “vivía de la sangre de los esclavos negros”. Por si fuera poco, también dudó del buen juicio de los miembros de la Academia Sueca con el argumento de que habían ignorado a los mejores escritores de los últimos siglos: León Tolstói, Henry James, Thomas Hardy, James Joyce, Marcel Proust, Franz Kafka, G. K. Chesterton, Joseph Conrad y Virginia Woolf.
Lo que Lundkvist ignoraba de esta diatriba era que García Márquez había planteado en ella algo que llevaba décadas repitiendo en entrevistas y textos menos conocidos. Si El Heraldo o El Espectador hubiesen tenido una sucursal en Estocolmo, el autor de Crónica de una muerte anunciada tal vez habría acompañado a Borges en las filas de los ninguneados ilustres.
Sin haberlo obtenido siquiera, el Premio Nobel parecía una piedra muy irritante en los zapatos de García Márquez. El 17 de enero de 1971, un periodista de El Espectador le preguntó si sería capaz de aceptarlo. “Me gustaría que me lo concedieran cuando ya mi trabajo me haya producido suficiente dinero como para rechazarlo sin remordimientos económicos”, respondió. Luego remató con gran acidez: “El Nobel se ha convertido en una monumental lagartería internacional”.
A veces la acidez se tornaba en chiste. Un día de 1971, después de recorrer un parque natural en Colombia, decidió dejar un comentario elogioso en el libro de visitantes. Entre los comentarios que ya habían sido escritos encontró uno de Misael Pastrana Borrero, entonces presidente de la república. “Este es uno de los lugares más bellos del mundo”, decía. García Márquez lo leyó y, acto seguido, escribió debajo: “Por primera vez en mi vida estoy de acuerdo con un presidente”. A la mañana siguiente, El Tiempo sacó una noticia en la que tergiversaba el sentido doméstico de la frase para darle un estatus de declaración política. Esa jugarreta enojó a García Márquez. El novelista se desquitó el 15 de abril de ese año, cuando un periodista de Excelsior le preguntó qué opinaba sobre el Nobel.
— Que Miguel Ángel Asturias es tan malo que lo merecía y que a mí me gustaría ganarlo solo para que El Tiempo tuviera que publicar la noticia —dijo.
El nobel guatemalteco era uno de sus blancos predilectos a la hora de criticar a la Academia Sueca. Si la originalidad literaria es cuestión de estómago, como sostenía Paul Valéry, las críticas de Gabo al autor de El señor Presidente eran cuestión de acidez estomacal.
“Antes que Asturias, el premio se lo merecían Neruda y Borges, por este orden. La postura política de Borges es más honrada que la de Asturias, quien se ha vendido para conseguirlo”, dijo durante una entrevista concedida a la revista Índice en noviembre de 1968. A Rita Guibert, para el libro 7 Voces, le comentó: “A la América Latina le basta con un Miguel Ángel Asturias. Su conducta personal es un mal ejemplo. Es Premio Nobel, Premio Lenin, y se va a París de embajador de un gobierno reaccionario como es el de Guatemala. Un gobierno que está peleando contra guerrillas que representan todo lo que él dijo representar durante toda su vida. Creo que ese paso de reconciliación con el gobierno fue para conseguir el Premio Nobel. Al aceptar la embajada de un gobierno reaccionario, el imperialismo ya no lo ataca porque es juicioso, y la Unión Soviética tampoco porque es Premio Lenin”.
Siendo muy joven, en abril de 1950, García Márquez publicó en El Heraldo una “Jirafa” —así llamaba a sus columnas entonces— en la que protestaba ante la escala de valores de la Academia Sueca para entregar el Nobel. Se quejaba de que se lo dieran a Herman Hesse y no a Aldous Huxley, y de que Rómulo Gallegos tuviera más opciones que Alfonso Reyes. “Si la institución del Premio Nobel fuera más antigua, posiblemente nos sorprenderíamos ahora de que no le hubiera sido otorgado a Rabelais o a Racine”, escribió. Tituló aquel texto con el mismo ánimo con que podría señalarse una cantaleta: “Otra vez el Premio Nobel”.
Poco después, cuando se confirmó el premio para William Faulkner, calificó la decisión como “excepcional”. Su agria postura, por supuesto, no cesó. “A los intransigentes admiradores de Faulkner nos resulta por lo menos incómodo ver al maestro sentado en la misma mesa con la señora Buck, con Herman Hesse, con Thomas Mann”, dijo en una “Jirafa” publicada el 13 de noviembre de 1950. “¿Será posible que no exista un recurso para aliviar la desapacible sensación de inconformidad que produce el hecho de ver a uno de los autores más significativos de todos los tiempos asándose en el mismo horno en que se han puesto a dorar tantos panecillos de sobremesa?”.
Cuando lo ganó Hemingway, su otro maestro, lanzó un dardo similar. Esta vez en una pequeña nota que El Espectador sacó el 29 de octubre de 1954. “Tal vez el hecho menos emocionante en la vida de Ernest Hemingway haya sido ganarse el Premio Nobel. En parte porque después de haberle sido otorgado a José Echegaray y a Pearl S. Buck, el apreciado galardón internacional le queda un poco estrecho al favorecido de ayer, como le quedó a su compatriota William Faulkner”.
Esta actitud no cambió en muchos años.
— ¿Y el Nobel? ¿Realmente no le preocupa? —le preguntó un periodista de la revista Triunfo el 29 de septiembre de 1973.
— Ni me preocupa esa vaina —sentenció—. Con el criterio de los suecos, por supuesto que ni Dante ni Cervantes hubieran tenido el premio.
La llamada de la aventura
Joseph Campbell, en El héroe de las mil caras, cuenta que el viaje de un héroe necesita siempre de una llamada a la aventura. A García Márquez lo llamaron un jueves 21 de octubre de 1982. Un sueco distinguido le informó por teléfono que había ganado el Premio Nobel de Literatura.
No tuvo tiempo para meditar el anuncio. En la mañana, su casa en Ciudad de México estaba repleta de periodistas y en Colombia la noticia se había tomado como una copa mundial de fútbol. Dos meses más tarde, durante la lectura de su discurso en Estocolmo, tuvo que mandar a callar a los locutores colombianos que estaban cerca porque narraban el acontecimiento como si estuvieran transmitiendo un partido de la selección.
El premio había despertado un entusiasmo más fuerte que el del arco y la pelota. El 21 de octubre, en el estadio El Campín de Bogotá, mientras Deportes Tolima y Olimpia disputaban la semifinal de la Copa Libertadores de América, el tablero electrónico dejó de mostrar el marcador para comunicar la noticia. Seis días después, Belisario Betancur, presidente de la república, rechazó la sede de la Copa Mundial de Fútbol prevista para 1986. “Aquí tenemos muchas otras cosas que hacer y no hay ni siquiera tiempo para atender las extravagancias de la FIFA y sus socios. García Márquez nos compensa totalmente lo que perdamos de vitrina con el mundial de fútbol”, dijo.
Pero no era sólo el fútbol. También los otros asuntos de la vida parecieron ceder a la seducción de aquel triunfo. El Ministerio de Educación Nacional dispuso que en todas las escuelas de Colombia se leyera un fragmento de Cien años de soledad. La emisora HJCK comenzó a emitir, todas las noches a las nueve, un programa en el que se reproducían crónicas y entrevistas que él había hecho en la década de los cincuenta. La Administración Postal Nacional imprimió tres millones doscientas cincuenta mil estampillas con un retrato suyo. En Aracataca, su tierra natal, la gobernadora del Magdalena le prometió celebrar el premio con una cabalgata de quinientos caballos y una lluvia de quinientas mil mariposas amarillas de papel que serían arrojadas por los aires desde una avioneta. “Haremos palidecer de envidia a las parrandas de Aureliano Segundo”, se leía en el telegrama que le enviaron desde Colombia. El día de la ceremonia, le aseguraron, las autoridades iban a ofrecer en su pueblo un almuerzo colectivo en el que sacrificarían treintaitrés carneros y cuatrocientas gallinas, pescarían tres mil lisas y las acompañarían con cuatro mil bollos de yuca pivijayeros.
Bajo esas circunstancias, García Márquez lo pensó dos veces antes de rechazar el Nobel. En el periplo del héroe, recuerda Campbell, nunca falta “el rechazo de la llamada”. Es decir, Aquiles negándose a regresar al campo de batalla, Luke Skywalker optando por la granja de sus tíos en Tatooine. En su caso particular, aunque le sobraban razones para declinar esta oferta del destino, García Márquez decidió aceptarla. La fama, que ya tenía, no fue decisiva. Tampoco la venta de sus libros (del denominado “boom latinoamericano” era el miembro más vendido).
En 1983 le contó a Radio Habana Cuba sus verdaderos motivos. “Me daba cuenta, no por mí, sino por América Latina, del significado que tenía ir a recibir el premio Nobel”, dijo. “Un escritor muy conocido en América Latina, muy conocido en el mundo, que iba a hacer presente a América Latina en aquel acto, me pareció que debía pasar por encima de todos los escrúpulos y los inconvenientes. Entonces, iba con la condición de que pudiera convertir aquello en un acto político a favor de América Latina y, sobre todo, en un acto de afirmación cultural”.
En “La soledad de América Latina”, su discurso del 8 de diciembre, se percibe esta intención. Durante casi veinte minutos describió a un continente cercado por el delirio, la desmesura y la tragedia de la soledad. Exigió, como no lo había hecho en Cien años de soledad, que las estirpes condenadas tuvieran una segunda oportunidad sobre la tierra.
De ese modo recibió el premio. Antes, en octubre, un periodista de El Mundo había querido saber lo que habría dicho el coronel Aureliano Buendía de ese espectáculo. “El coronel Buendía habría sido lo suficientemente inteligente como para no venir”, le había respondido el novelista.
Él no podía darse ese lujo. Entendía que era un hombre público, no un militar de tinta que libraba guerras sobre el papel.
— Dime, Gabito, no te va a cambiar el Nobel, ¿no?… —le dijo por teléfono Luisa Santiaga Márquez, su madre, el día del anuncio.
— Tú tranquila, Santiaga. No soy nadie más ni seré nadie más que uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca.
Pero el Nobel sí lo cambió. Nos cambió. Cuatro décadas más tarde, los latinoamericanos seguimos agradeciendo que García Márquez se haya embarcado en un avión a Suecia.