Un ciudadano X entabla, en un día hábil cualquiera y en alguna entidad estatal de nuestro país, una acalorada discusión con un funcionario:
– Lo siento señor, usted tiene toda la razón, los hechos son claros y la ley le ampara, pero como este asunto implica dinero estatal, esta administración prefiere negarle la cancelación esperando que usted, si gusta, impugne esta resolución y, de ser necesario, recurra a las instancias judiciales competentes. Nosotros no opondremos mayores reparos en el proceso que se instaure.
– Pero esto es lo más estúpido y descaradamente injusto que he escuchado.
– Puede ser señor, pero así son las cosas, preferimos que sea un juez el que determine el pago y así evitarnos el riesgo de que se nos abran procesos por responsabilidad en la función pública. Nosotros nada más podemos hacer y, por favor, cuide sus palabras que si no llamo al guardia. Hasta luego.
¿Se trata de un caso especial o un hecho aislado? No señor, si usted cree eso se equivoca de cabo a rabo, pues aunque le parezca increíble, esta forma de pensar y actuar es bastante común en la administración pública nacional, cuyos funcionarios, unas veces por comodidad y otras por el terror a decidir que es inherente a su ignorancia o escasa capacidad técnica –recuerde que no hay cargo estatal que sea asignado meritocráticamente–, prefieren escudarse en la orden de un funcionario superior o trasladar la tarea a otro con poder coercitivo o autoridad suficiente, todo a fin de no afrontar las consecuencias de sus determinaciones y la responsabilidad inherente a la función por la que se le retribuye.
Claro, no ha de ser fácil para nadie el tener que decidir algo importante –entiéndase como tal lo económicamente sensible– sin saber bien cómo y sin las herramientas técnicas necesarias para sustentarlo con solvencia, bajo la amenaza, además, de sufrir represalias en caso de no decidir bien –aquí entra en escena la temida Contraloría– o, peor, que la decisión adoptada pueda no agradar a quienes debe lealtad por el cargo, los “padrinos” políticos, un detalle que no es menor en una cultura política tan prebendal y clientelista como la nuestra, en la que el funcionario carece de las más mínimas seguridades institucionales para desarrollar su trabajo sin temores, quedando librado a la voluntad de los dueños de designaciones y destituciones.
Es imposible esperar, en estas condiciones, que ese frágil cuerpo de funcionarios, muy alejado del potente ideal de “burocracia” que predomina en otras latitudes, se asuma como parte de la estructura estatal y adopte, en consecuencia, los fines y funciones esenciales que el texto constitucional le impone, vinculados más propiamente al deber de garantía del cumplimiento de los principios, valores, derechos y deberes reconocidos en la Norma Fundamentales (art. 9.4 CPE). Solo así se explica lo descrito, pues una forma de proteger y garantizar es, ante todo, respetar, y hacerlo incluso en los actos más simples de la cotidianidad administrativa, un deber que pesa más en los hombros del servidor estatal que en cualquier otro .
Además, parece nadie reparar en el hecho, bastante lógico por cierto, de que prevenir es mejor que lamentar y que luego de un extenso proceso judicial, la entidad pública en cuestión corre el riesgo de terminar pagando el doble o el triple, más costas, multas, daños y perjuicios, además de actualizaciones de valor y un largo etc., pero resulta que no, ya que en nuestro folclórico surrealismo, lo que debería ser obvio suele no serlo, pues en vez de abrirse, el círculo estatal represivo y vulneratorio de derechos se cierra en el árido territorio de lo judicial, al que recurren tanto el fulano de la calle como el privilegiado burgués, confiando ambos en que esos incorruptibles “sabios” del derecho, subsanarán el daño injusto que le infringió el “matón de la vecindad” –léase Estado– reconduciéndolo a su debido cauce legal, bajo el principio de que todos, grandes y pequeños, débiles y fuertes, somos iguales ante la ley. Pero esto tampoco sucede, pues es bien sabido que hasta no hace mucho, pocos eran los jueces que osaran fallar en contra del erario público, aun contando con los elementos fácticos y jurídicos suficientes.
Lo triste es que esta práctica se extiende a todas las materias y ámbitos de la administración pública, más en aquellas que de un modo u otro impliquen recursos estatales, desde los conflictos contractuales hasta los de índole laboral, pasando por las referidas a adquisiciones de bienes y servicios y ni qué decir de los asuntos impositivos, ya que el que ahí cae no sale indemne.
En conclusión, la respuesta a la pregunta del título es obviamente negativa, pues no es solo que no las garantice, sino que las vulnera activamente, estructurando para el efecto un brutal y eficiente aparato estatal de represión económica en contra del ciudadano común –sí, de ese que carece de influencias políticas o del suficiente respaldo económico para torcer conciencias–, todo bajo la idea de que los bienes estatales, al ser de todos, deberían prevalecer frente a los individuales, así sea injustamente, total, el bien de las mayorías justifica, para algunos, el sufrimiento de las minorías.
Y no se me malinterprete, el asunto no es solo de unos cuantos malos funcionarios que no se animan a hacer lo correcto, aún a costa de su pellejo, que además sería pedirles demasiado. No señor, se trata de un defecto cultural y de diseño estatal cuyo desmantelamiento excede con creces las posibilidades reales de un gobierno transitorio. Es una tarea que por sus dimensiones corresponderá al electo que emerja de los comicios de mayo de este año –si no hay segunda vuelta, claro– con la legitimidad y fortaleza suficientes para llevar adelante los cambios estructurales que sean necesarios. Harían muy mal lo actuales candidatos y sus partidos en no incluir esta problemática en sus ofertas de gobierno. Recuperemos el Estado para el ciudadano, en su rol de verdadero garante de sus derechos y no de su peor vulnerador.
El autores doctor en gobierno y administración pública