De su estancia
De su estancia en vaya a saberse cuáles ciudades de la confusión
conservaba,
apenas a salvo de la humedad y el calor propio a esa hacienda
estacada en el centro del verano,
unas cuantas revistas que en el cuarto de baño daban cuenta
de un pasado mejor, de unos años
de bullente actividad intelectual,
de grupos activistas, de talleres de cuento, de seminarios
lacanianos,
de círculos de discusión de la Escuela de Frankfurt
y otros misterios reservados para los iniciados en
el buen sexo y los porros de aquella época y de aquellas ciudades de la
confusión
en las que esa mujer altiva y lúcida aprendió a preparar un par
de buenos platos
—por ejemplo, pollo al mole—
que hoy junto a las revistas son todo el patrimonio que perdura
de aquellos años dorados, esplendentes,
en que todos querían cambiar el mundo a fuerza
de bullente actividad intelectual y porros y Gramsci y hasta de Louis Althusser,
hasta que Louis Althusser estranguló a su mujer e ingresó al manicomio
y murió babeando su impotencia y su ira en un camino
lodoso, del color del mole del pollo al mole,
botando sangre como rojos un cuadro de Frida Kahlo,
ese lugar común ahora, por entonces aún un descubrimiento
en una de las tapas de aquellas revistas estacadas
en medio del baño de aquella hacienda,
estacada a su vez
en el centro de esa mujer altiva y lúcida, tan digna
en su derrota
como la golondrina de Wilde cuando decía
despreciar el verano.
De la procedencia de la luz
La luz viene siempre desde fuera
léase sol astros fuego lámpara:
nosotros somos oscuridad.
¿Pero la luz viene siempre desde fuera?
¿En el principio era la oscuridad y la luz sobrevino?
¿Desde qué afuera?
¿O en el principio la luz era un adentro?
¿Y la idea de la luz dónde sucede?
¿Podía alguien ver la luz si nadie había?
¿Podía alguien llamarla luz e iluminarse?
Entre el afuera y el adentro, la luz.
Nosotros somos un canal de luz, un río,
un mirar, un nombrar, un alumbrarse.
¿La luz que vino siempre desde fuera
se hizo en la carne y habitó en nosotros?
¿Ahora otra vez la luz será un adentro?
¿Habrá sol astros fuego lámpara en tu pecho,
en tu retina, en una circunvolución de tu cerebro?
Nosotros somos luz.
Ahora la oscuridad es un afuera
que reinará cuando nos apaguemos.
¿Y, cuando nos apaguemos,
volveremos hacia la luz primera?
¿Nos envolverá la oscuridad temprana?
¿Seremos luz, seremos nada?
Cierro los ojos.
La luz de la memoria
—el hombre teme más al olvido que a la muerte—
me devuelve a un hombre que se llamó Machado:
Anoche cuando dormía
soñé ¡bendita ilusión!
que un ardiente sol lucía
dentro de mi corazón.
¿De dónde viene la luz de este poema?
¿Del afuera que es Machado o del adentro que lo recuerda?
Insisto: ¿la luz viene siempre desde fuera?
Se busca
Si alguien hubiera encontrado
un libro de los Cantos de Ezra Pound color verde
eléctrico, extraviado en la carretera antigua entre el valle
central y el altiplano
una noche de julio de 1992.
Si alguien tuviera ese ejemplar
con poemas preciosamente traducidos
como aquél en que habla de los dedos de una mujer
que parecían una servilleta japonesa de papel o aquel otro
de Rihaku sobre la vieja esposa del mercader del río.
—Tú viniste con zancos de madera jugando a los caballos,
caminaste junto a mi asiento, jugando con ciruelas azules…
Si estuviera en la biblioteca de alguna persona
ese volumen con una fotografía de Ezra
con todas las arrugas, comisuras, todas las cicatrices
de la incomprensión
cuyo reverso es la locura.
Si lo tuvieras tú, jamás lo hubieras abierto y al leer esto
decidieras hacerlo y encontraras adentro,
entre dos páginas,
tal vez marcando Portrait d’une femme,
que me recordaba a una novia de entonces,
una ingenua estampa de la Virgen niña con su Niño
en monocromo azul cerúleo
con una oración al dorso
que repetía cuando era feliz o estaba triste
en la edad de la alegría verdadera
y de la vera tristeza.
Si encontraras ese libro habrías hallado
el muñón de un alma,
algo que me extravió.
No sabes lo que vale para mí ese ejemplar de los Cantos.
Si lo encuentras puedes quedártelo. Pero la estampa
—si aún está ahí—
remítemela, por favor.
Los libros se extravían y se encuentran
pero el asombro (o la fe, que es lo mismo)
se pierden para siempre.
—Hubo una hora iluminada por el sol, y los más altos dioses
no pueden jactarse de nada mejor
que de haber contemplado a su paso esa hora.
En esta u otras vidas tendrás tu recompensa.
El trabajo en lo echado a perder
Veo el rostro de mi padre
—llamémoslo así—
figurado en una moneda
china, de esas de tirar el I King.
Su rostro está delimitado por el perímetro de la
moneda, su cabello se
confunde con los trazos y arabescos
—¿o chinescos?—
de la parte superior, su bigote
con las volutas de la parte inferior.
Dicen que lo fundamental en estas monedas,
su valor,
está en el centro
hueco como en la rueda del Tao,
donde lo importante no son los radios sino el vacío del eje
que permite a la rueda girar.
En eso también esta moneda se parece a mi padre
—sigamos llamándolo así—
o al rostro de mi padre.
En que lo fundamental de él en mí, su valor
es su ausencia, su vacío central,
aquella oquedad que perfora el recuerdo del rostro de un desconocido
al que conocí, de un conocido
al que desconozco
y que al no haber estado
simplemente no estando permitió que mis radios giraran
hacia donde estoy ahora.
Y aun así, mientras
desde la alfombra de la dicha contemplo
los trazos, arabescos y volutas
de esta moneda de tirar el I King,
como quien deja pasar la mañana,
algo en un hueco de mi desearía consultar al oráculo
si aún es posible el trabajo en lo echado a perder:
escudilla donde se cuecen la demencia, el rencor, cheques sin fondo,
exilios, los asados perdidos en El Portugués.
Si su rostro, muerto en vida, perforado en mí,
es todavía posible.
After party
A Gordon McNeer,
que estuvo allí y entonces
La perra del poeta no tiene pedigrí, tal vez
antecedentes penales. —‘Ella está medio loca’,
me dice el poeta con su español de gringo viejo.
Enseña su fotografía en la pantalla del teléfono,
la verdad se la ve como una perra cualquiera
—esas cosas como la locura no siempre se notan
a primera vista. La perra del poeta a veces desvaría,
es comprensible. Sus anteriores amos la encerraron
en una jaula sin comida junto a sus dos hermanas
—la jaula era pequeña— y fingieron olvidarlas
o se divirtieron suponiéndolas matarse a dentelladas.
Cuando la novia del poeta rescató a la que ahora es
la perra del poeta, esta era la única sobreviviente:
al lado suyo sólo quedaron unos cuantos huesos y
trozos de cuero en la jaula. ‘Tomó un tiempo
que pudiera confiar en nosotros, volver a correr
por el campo’ relata con su voz de gringo viejo.
‘A momentos se queda perpleja, con la mirada
extraviada, pero ahora es feliz o algo parecido’,
sonríe, mientras bebe un sorbo de cerveza y
se limpia con el dorso de la mano bajo el sol
de Granada.
A no muchos kilómetros de allí,
buscando las playas del Mediterráneo,
tan sólo unas siluetas: tres adolescentes,
casi unos niños todavía, fugitivos
huérfanos de la guerra, encerrados a mar abierto
en una balsa —no hay mayor cárcel que
las aguas que no tienen más horizonte
que sí mismas— navegan a la deriva
a cielo descubierto. La patera es pequeña,
no tienen provisiones y el final, previsible.
Sobrevivirá, si acaso, apenas el más fuerte,
tocará tierra, encontrará —tal vez—
unas manos generosas como las del poeta
y las de la novia del poeta. Perplejo, con
la mirada extraviada a momentos, quién sabe
incluso podrá olvidar algún día en la decadente
Europa. Y hasta volver.
‘Quisiera un día conocer a tu mascota’,
le digo al poeta, alzando a mi vez el vaso de cerveza.
Sonreímos. También nosotros, a pesar de las jaulas
y de las pateras que llevamos dentro,
sobrevivientes, perplejos, extraviados,
podemos por un momento ser felices
—o algo parecido.
Como lo pueden ser
un tigre indefenso, una bala perdida.
Declaración
No creo en el hombre. Apenas
en la chispa de luz adentro suyo,
que un soplido de codicia extingue
como apaga un pequeño pabilo la tormenta.
He visto demasiado y no creo en el hombre.
Amo los árboles. Los animales.
He viajado y vivido demasiado y el
único deporte de riesgo que todavía me interesa
es caminar por el campo sintiendo el vértigo del tiempo
en las hojas que caen
o la feliz adrenalina de las hojas nuevas.
Biografía
Gabriel Chávez Casazola nació en Sucre, Bolivia en 1972. Es poeta y periodista, considerado “una de las voces imprescindibles de la poesía boliviana actual”. Publicó los libros de poesía Lugar Común, 1999; Escalera de Mano, 2003; El agua iluminada, 2010; La mañana se llenará de jardineros, 2013; y las antologías Cámara de niebla, 2014; El pie de Eurídice, 2014 y La canción de la sopa, 2014.
Parte de su obra se halla traducida al italiano, portugués, inglés, griego y rumano. Poemas suyos se encuentran incluidos en antologías bolivianas e internacionales. Desde el año 2010 ha sido invitado a encuentros, festivales y lecturas de poesía en varios países y ciudades de América y Europa.
Imparte talleres de poesía y escritura creativa en su país y otras naciones. Es columnista en periódicos bolivianos y colaborador de revistas internacionales. Tiene también libros publicados en otros géneros y editó una Historia de la cultura boliviana del siglo XX premiada como Libro Mejor Editado en Bolivia en 2009. Entre otros premios, ha recibido la Medalla al Mérito Cultural del Estado boliviano. En 2013 fue finalista del Premio Mundial de Poesía Mística Fernando Rielo.
De su obra poética, el escritor uruguayo Alfredo Fressia ha escrito: “Poesía del elemento líquido, del viaje, de lo inestable como el tiempo y la memoria, la obra de Gabriel Chávez Casazola tiene el poder de transfigurar lo que toca, de iluminarlo. (…) Al mismo tiempo polifónica y profundamente centrada en la palabra de su creador, la obra de Chávez Casazola –un autor cada vez más reconocido entre los poetas del continente- suscita la inmediata adhesión del lector, la total identificación con el yo de su poesía, que es siempre un nosotros, los que nos reconocemos iluminados por este poeta de excepción”.