Francis Fukuyama, el autor de El fin de la historia y el último hombre (de hace casi 30 años), acaba de lanzar su libro Identidad. La demanda por dignidad y las políticas del resentimiento. Éste contiene una propuesta hasta para los que no paran de reír de aquel anuncio suyo del carácter definitivo del orden liberal, siguiendo las tesis de Kojève en una interpretación de Hegel.
En su descargo, Fukuyama alega que no afirmó que la historia tuviera fin. Más bien que tenía un objetivo, en sentido hegeliano. Mientras para Marx el fin de la historia era la utopía comunista, sin concitar risas -incluso hoy-, Fukuyama sugería que ese objetivo quizá fuera un “Estado liberal vinculado a la economía de mercado”. Eso no significa que Fukuyama, como un trotsko de estos lares, se aferre a su tesis, tan criticada como divulgada. Al contrario, Fukuyama asegura que antes no previó “la dificultad de desarrollar un estado impersonal, moderno” (el complejo de “llegar a ser Dinamarca”) ni que la democracia liberal fuera a recular.
Fukuyama analiza ahora las políticas de identidad introducidas por la izquierda (y adoptadas por la derecha, a lo Steve Bannon). Y retoma temas de aroma hegeliano: el reconocimiento, la identidad, la necesidad de respeto y el resentimiento de no tenerlo. Problemas afines a la evolución boliviana. Y no, no fueron los de Comuna sus inventores; sólo eficaces adaptadores de ideas.
Fukuyama arremete contra las categorías de costo y beneficio que el orden económico liberal ha extendido a las cuestiones públicas (de lo que no se salva el MAS, aunque le produzca arcadas la economía liberal; fíjense en la afición del MAS por la opción “racional” que optimice su utilidad política, incluso machucando el bien público). Aunque si la noción de “beneficio” incluye gestos altruistas (los de la Madre Teresa) y egoístas (los de Carlos Slim), Fukuyama aduce que la teoría económica es “una tautología que simplemente apunta que la gente busca lo que ella busca”.
Fukuyama escarba en la filosofía política para identificar la porción humana que ansía juicios positivos acerca de sí misma, abonando el resentimiento, si no los logra. Por ejemplo, la unión civil en lugar del matrimonio gay podría tener casi el mismo efecto práctico (y evitar con aquel nombre colisionar con el mundo tradicional y religioso). Pero no bastan los efectos; que el Estado resista darle el mismo nombre importa para los afectados una falta de respeto, ávida de expresión política en una sociedad de valores en tensión.
Con ejemplos así, Fukuyama anota que no nos libraremos de las políticas de identidad. Se trata en cambio de abordarlas, a través de las políticas de la bronca y la tribalización, o de esa identidad mayor, desdeñada por los liberales de la globalización: la nación.
La necesidad, dice el autor, es una mínima cultura común. Si nos conducimos como el último hombre nietzscheano, relativista y listo a prevalecer en la selva, sustituiremos la utopía por su discurso, pero como disfraz de la ley del más fuerte. Ésa que hace presa de quienes precisan de su comunidad para darse valores, pues ha fracasado la quimera de la Ilustración de que todos seremos sujetos de individualización profunda.
Esos grupos de identidad colectiva añoran un orden tradicional, perdido e idealizado, que las políticas de identidad (o las del peronismo de “nosotros contra ellos”) recuperan para dar sentido, pero enardeciendo a sus excluidos. Paradójicamente, esas políticas, desplegadas con habilidad por ejemplo en Bolivia, dan pie a las de signo contrario, de figuras como Trump y Bolsonaro y los nuevos relegados del orden progresista cosmopolita y sus políticas de identidad.
El nacionalismo del siglo XX en general descreyó de los valores democráticos. De ahí desciende, en nuestro caso, el desdén del MAS por las libertades ajenas. Pero al nacionalismo lo secunda la pertenencia a la comunidad idealizada, a la nación. Así, estrategas “peronistas” como Iñigo Errejón critican que la izquierda abandonase tanto tiempo el discurso del patriotismo.
Siguiendo en parte a Fukuyama, en Bolivia ocurre lo inverso. Se dejó la nación como símbolo exclusivo de una izquierda nacionalista que, además, maneja con éxito las políticas de identidad cosmopolitas. No obstante, como sucede fuera, en Bolivia no estamos libres de la resaca de esas políticas, en la que emerjan los que sienten sus valores despreciados por el orden público: religiosos, clases medias arrinconadas y en pánico, etcétera.
Esos son en Estados Unidos los votantes de Trump, que arrastran además problemas sociales similares a los de la comunidad negra en la época de la lucha por los derechos civiles. Ninguna crítica a las políticas de identidad, dice Fukuyama, debe hacer olvidar los trances reales que las estimulan.
Para Fukuyama, la construcción de la ciudadanía individual y abstracta, modélica para el liberalismo, ha funcionado en las élites mundiales, pero no para quienes quedaron atrás. Para estos, la nación, no el orden mundial, es el refugio de los propios valores, de las certezas. Esos sectores enrostran a las élites su situación y votan por quien “no se intimide por la presión de ser políticamente correcto”, así sea brutal y segregacionista.
Las políticas de identidad nacieron de la mirada terapéutica: que cada quien se sienta bien con lo que es internamente y pueda hacerlo valer externamente. Crecientemente los Estados se dedican a darle estima pública a cada grupo que percibe menosprecio. Por eso resulta más importante cómo se siente cada quien que los principios de una sociedad cohesionada. En el primer mundo gana terreno la afinidad grupal hasta virtualmente, por ideas en la Web. La sociedad terapéutica, relativista sustituye al bien común, ingrediente indefectible de un orden duradero.
La fórmula de Fukuyama es devolver relevancia a la identidad nacional, a “la creencia compartida en la legitimidad del sistema político del país (…), a las historias que los pueblos cuentan de sí mismos: de dónde vinieron, lo que celebran, sus memorias históricas compartidas, lo que toma volverse un miembro genuino de la comunidad”.
Fukuyama argumenta, como los antiguos, que los países divididos son débiles (Bolivia frente al Brasil de Bolsonaro, amistado con Piñera). Mientras las políticas de identidad promueven la confianza, pero sólo dentro de cada tribu, las naciones han probado ser comunidades de seguridad, que cuando no están rotas permiten un mejor desarrollo y calidad de gobierno.
Recurrir a la nación ayudaría a la deliberación racional, necesaria para el equilibrio político, atenuando el rencor y la irracionalidad. “Los que uno caracteriza como ‘cosmopolitas globales’ arguyen que los mismos conceptos de identidad nacional y soberanía son anacrónicos y necesitan ser reemplazados por instituciones e identidades mayores y transnacionales”, reseña Fukuyama.
Sin embargo, aunque la interdependencia internacional y los derechos del hombre sean universales (en teoría), “el funcionamiento de las instituciones democráticas depende de compartir normas, perspectivas, y en última instancia la cultura, todos los que sólo pueden existir en el nivel del Estado nación, pero que no existen internacionalmente”. La idea es (re) construir las identidades nacionales para que, incluso por acciones desde arriba, ensanchen la lealtad de la gente, integrando y no excluyendo. No bastará para erradicar la vida tribal, pero sí para mitigar sus secuelas.
Volvemos a la construcción de la nación, en suma, que se expresa en la danza Maorí de los jugadores de rugby de Nueva Zelanda o en las políticas de Mandela. La Unión Europea es, alega Fukuyama, una muestra de que se debe intentar un orden menos etéreo, sin que “los fantasmas de la vieja identidad nacional den vueltas como invitados indeseados a la cena.
El fatalista de otrora da paso a un Fukuyama interesado en el legado tradicional, en las añejas naciones. Al finalizar, Fukuyama da recetas, inocuas para nosotros y sin la enjundia de otras partes de su libro. Además, ya se sabe, la mayoría escucha Fukuyama y ríe. Igual hay también ocasión para carcajear por las políticas que bebimos por décadas. Piensen nomás aquí en varias políticas de los últimos lustros, y rían con moderación.