“La esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar” explicó el escritor Amos Oz. El fanático cree que la única verdad es la suya pero, peor aún, considera que no hay más realidad que la que él propone, supone o imagina. El fanatismo es antitético de la diversidad y no admite variedad de opciones ni de opiniones; por eso a quienes no coinciden con sus postulados los toma por extraños e incluso enemigos. El lenguaje belicista del fanático indica que, para él, todo desacuerdo es conflicto irreductible: cada litigio es una gran batalla, cada discrepancia pone en riesgo una causa suprema.
Pertrechado en la convicción de que defiende un interés superior (aunque no siempre sean claras las coordenadas del proyecto que impulsa con tanta vehemencia) el fanático se coloca por encima de los demás. Con frecuencia el fanatismo se entrevera con el populismo: entonces la causa suprema es lo que, desde su perspectiva excluyente, el líder y sus seguidores consideran como el interés del pueblo. Cada decisión, e incluso cada ocurrencia o capricho, quedan legitimados por ese móvil supremo. Citemos de nuevo al novelista Amos Oz, que desentrañó los móviles de esa intolerancia: “La semilla del fanatismo siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo” (Contra el fanatismo).
El fanatismo populista despliega un discurso maximalista y maniqueo. Sus posturas son inamovibles y por eso no las somete al intercambio de razones propio de una sociedad civilizada. O busca todo, o se queda con nada. Como no reconoce interlocutores, no dialoga y por lo tanto se margina del quehacer político que es antes que nada intercambio, negociación, conciliación. A sus oponentes intenta avasallarlos y, cuando no puede, los desacredita con falsedades e injurias. Desde esa perspectiva polarizada y excluyente, considera traidores a quienes no lo respaldan.
Las pataletas del fanático cuando las cosas no resultan según sus deseos son similares a las de un niño berrinchudo. Como no obtiene lo que quería, estalla en denuestos. Ya que la realidad no se ajusta a sus deseos, la descalifica e incluso llega a negarla. Las rabietas infantiles son desagradables y casi inevitables en familia. Cuando el fanatismo político incurre en ese estilo la vida pública queda sometida, o al menos amenazada, por la ofuscación de los intolerantes.
El líder populista para tener una eficacia intensa, capaz de forjar fanáticos y no únicamente adeptos, se dirige a ellos y denuesta a sus adversarios con una certeza inexorable. Es capaz de incurrir en las peores acusaciones sin sustentarlas, o en flagrantes mentiras sin conmoverse. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, comentó la fascinación que Hitler, con sus alocuciones radiofónicas, despertaba en sus seguidores. Había, escribió citando al historiador Gerhard Ritter, un “extraño magnetismo que Hitler irradiaba de una manera tan convincente” debido a “la creencia fanática de este hombre en sí mismo”. Además, añade Arendt, Hitler deslumbraba porque tenía opiniones acerca de todos los temas (“juicios pseudo-autorizados acerca de todo lo que hubiera bajo el sol… desde los efectos nocivos del tabaco hasta las políticas de Napoleón”). Esas opiniones “siempre encajaban en una ideología omni abarcadora”.
El fanático es maniático de la traición. En su escala de valores y prioridades todo aquel que no se convierta a sus creencias, especialmente cuando se trata de aliados antiguos o posibles, es etiquetado con ese infamante vocablo. Dice el ya citado Amos Oz: “No convertirse en fanático significa ser, hasta cierto punto y de alguna forma, un traidor a ojos del fanático”.
La desmesura del presidente López Obrador cuando llama traidores a la patria a los diputados que votaron contra su reforma eléctrica, da cuenta del enorme enfado que le causa la actuación cohesionada de la oposición y de las delirantes expectativas que tenía en esas modificaciones constitucionales. La claque morenista que repite y aplaude, sin importar cuán ominosos sean los dicterios presidenciales, llevó a las cámaras y las redes esa irresponsable descalificación. Se trata de “un montaje que lleva el odio más y más lejos” como escribió, con claridad y dignidad, el diputado Salomón Chertorivski, uno de los legisladores agraviados por la intolerancia presidencial.
Las consignas de los fanáticos contaminan y descomponen la conversación pública. Entrampados en ellas, las repiten con una verborrea desaforada que confirma la debilidad de sus argumentos. No tienen razones, sino obsesiones exaltadas.
ALACENA: Respiro en Europa
La sensatez prevaleció sobre el aventurerismo y ayer, en Francia, el presidente Emmanuel Macron obtuvo el 58.2% de la votación frente a 41.8% de la populista de derechas Marine Le Pen. La posibilidad de que esa candidata ganara, suscitó tanta preocupación que el jueves pasado el canciller de Alemania y los presidentes de España y Portugal publicaron en Le Monde una carta a los votantes franceses. En la segunda vuelta de ayer domingo, dijeron Olaf Scholz, Antonio Costa y Pedro Sánchez, se dirimía la integridad de Europa y la posibilidad de que avanzara el expansionismo de Rusia. “Los populistas y la extrema derecha de todos nuestros países han hecho de Vladimir Putin un modelo ideológico y político, haciéndose eco de sus reivindicaciones nacionalistas. Copiaron sus ataques a las minorías y la diversidad. Comparten su sueño de una nación uniforme. No debemos olvidar esto, incluso si estos políticos hoy tratan de distanciarse del agresor ruso”.
Ese resultado es una derrota de Putin y la derecha populista que simpatiza con él. Pero hay que recordar que hace cinco años, también en segunda vuelta, Marine Le Pen obtuvo 34% de la votación y ahora alrededor de 8 puntos más.