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Famoso cuento escrito en La Paz

Heberto  Arduz Ruiz    

El destacado escritor centroamericano Augusto Monterroso Bonilla (1921-2003) –hispanoamericano por el alcance de su obra–   ha escrito que en los países de esta parte del mundo a quien se le ocurra dedicarse a la lectura y luego a pensar y a escribir expuesto “está en cualquiera de las tres famosas posibilidades: destierro, encierro  o entierro”. En lo personal le tocó transitar los duros caminos del exilio, cuando el año 1954, al haber sido derrocado Jacobo Arbenz Guzmán, llegó a Santiago de Chile procedente de La Paz, ciudad en la que ejerció las funciones de secretario de la embajada y cónsul de su país, Guatemala, por espacio de poco más de un año. De madre hondureña y padre guatemalteco, debido a vicisitudes de índole política y decisión propia adoptó esta última nacionalidad; considerando a México su segunda patria que supo acogerlo como a hijo propio.

Entre las  experiencias que relata afirma que fue muy poco lo que pudo escribir en Bolivia, o lo que consideró digno de ser publicado, conforme a exigencia profesional tan mentada siempre. Confiesa  que el primer borrador de su simpático cuento “Mrs. Taylor” data de aquella época de “diplomático antiimperialista”; pieza literaria en la que describe irónica y graciosamente la convivencia del personaje Taylor con una tribu en la región del Amazonas de América del Sur, lugar en el que un nativo le ofrece en venta una cabeza de hombre reducida que portaba en la mano y en razón a que no tenía dinero el indio “terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés” se la regaló y le pidió disculpas. ¡Vaya ironía la suya! Tan extraño trofeo lo obsequia a Mrs. Rolston, tío suyo radicado en Nueva York, “quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos”. ¡Otra ironía!, lo cierto es que entre tío y sobrino levantan un próspero negocio, conformando una sociedad en la que Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto el tío las vendería al mejor precio posible en yanquilandia. Las pingües ganancias hacen que la primera tribu sea “limpiamente descabezada en escasos tres meses”, revelando que “ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado”; hasta que al final a tiempo de abrir un paquete el tío encuentra la cabecita de Taylor “que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer”.

Prosa que inicialmente resulta algo chocante y, sin embargo, decolorando esa falsa impresión en un santiamén el lector logra ser conquistado de modo pleno; tal vez por ello el inolvidable Gabriel García Márquez  sentenció: “Hay que leerlo manos arriba. Su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de falta de seriedad”.

En la producción de Monterroso resalta otro pasaje interesante vinculado a Bolivia, cuando relata que en su viaje hacia Chile tiene la visión de una vaca muerta al lado de la vía férrea, bajo el diagnóstico de muerte natural, “vale decir, tratándose de una vaca boliviana del altiplano, seguramente de hambre”. Del incidente, que no está seguro si fue real o imaginario, manifiesta que lo utilizó en ese momento como “un símbolo del escritor incomprendido, o del poeta hecho a un lado por la sociedad”. Compara a la vaca con el escritor que pasa inadvertido sus días,  sin que el común de los mortales reconozca  sus méritos, ni aún después de muerto; de ahí deriva el símil de Monterroso.

En otros cuentos vuelve a ocuparse de la vaca, mencionando al escritor ruso Maiakovski, al poeta Rubén Darío y a Leopoldo Alas, el meritorio crítico  Clarín; vinculándolos desde el ángulo literario con el rumiante que, según lo visto, fue tema recurrente  y llegó a escribir un libro titulado La vaca.  Semejante reiteración, a su juicio, se origina en un trabajo de adolescente que cumplió en una carnicería, donde día a día observaba vacas descuartizadas.

     A manera de curiosidad señalo que el cuento más corto de la historia de la literatura mundial lleva la firma de Monterroso, y dice así: “Cuando despertó, el dinosaurio estaba allí”. Y este otro llamado Fecundidad: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”. Por último dos muestras más: “Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera  había hecho suficiente daño, que ya no era necesario y se deprimió mucho”. Asimismo, el singular Epitafio encontrado en el cementerio…: “Escribió un drama: dijeron que se creía Shakespeare/ Escribió una novela: dijeron que se creía Proust/ Escribió un cuento: dijeron que se creía Chejov/ Escribió una carta: dijeron que se creía Lord Chesterfield/ Escribió un diario: dijeron que se creía Pavese/ Escribió una despedida: dijeron que se creía Cervantes/ Dejó de escribir: dijeron que se creía Rimbaud/ Escribió un epitafio: dijeron que se  creía difunto”. Buenos botones para exhibir la muestra acerca de la significación de la obra de Monterroso, quien cimentó su prestigio al publicar los micro relatos.

Las malas lenguas dicen que Augusto –no es ningún cuento— fue uno de los escritores más pequeños en estatura física (no intelectual, que en eso fue un verdadero gigante). El historiador peruano José Durand Florez, de acuerdo a Alfredo Bryce Echenique, habría comentado que el escritor Augusto Monterroso es genial y tan tan chiquito que no le cabe la menor duda; a lo que el guatemalteco, suelto de cuerpo y con mucha agudeza mental de por medio, respondió que a Durand lo pasaba por alto; es decir no lo toma en cuenta.

Aparte de la lectura, el libro como objeto material tiene aplicaciones adicionales: sirve de billetera (guardar billetes y portar a la mano), de abanico dando aire al presuntuoso, y si es de edición voluminosa ayuda al andar erguido y corregir la joroba llevando un libro sobre la cabeza. He aquí, ahora, que también  sirve para…dormir. Además de su joven hija llamada Marcela, a nuestro autor siempre le acompañaba en sus viajes un grueso ejemplar del diccionario filosófico del catalán José Ferrater Mora; en cuyas oportunidades   –cuán chiquito era, fácil imaginar la escena— sentado en un mullido sillón de la aeronave y los pies colgando, en dificultoso abrazo del mamotreto leía a fin de conciliar de forma rápida el sueño…

Años antes de que se produzca su fallecimiento, el gran Tito recibió  el  premio  Príncipe de Asturias de las Letras, en mérito

– De acuerdo al criterio del jurado–   a que su narrativa constituye todo un universo literario de extraordinaria riqueza ética y estética, con remembranza del humor nostálgico de Miguel de Cervantes Saavedra.

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