América Latina está regresando a situaciones inestables y explosiones sociales que comprometen la estabilidad de cualquiera de sus democracias. Los modelos socio-políticos sustentados en la economía de mercado y la democracia presidencial que los Estados Unidos y América Latina vinculan con un régimen de libertades benefactoras, dejaron de ser creíbles y, en algunos casos, resultaron ser inclusive contraproducentes.
¿Cómo reconducir y evitar la violencia e ingobernabilidad en Perú, luego del intento de autogolpe cuando el ex presidente Pedro Castillo cerró el Congreso? Las olas migratorias con cerca de 7 millones de personas que huyen de Venezuela, parecen llegar a un callejón sin salida porque el régimen de Nicolás Maduro se niega a reconstruir la democracia y las condiciones de equidad económica. ¿Cómo lograr que se respeten los derechos humanos frente a cientos de presos políticos en Nicaragua y Cuba? La desigualdad en los ingresos se acrecentó y la pobreza (201 millones en 2022) también, agravándose por los impactos terribles que el Covid-19 tuvo sobre las familias más vulnerables. Los Estados en la región dejan a los más pobres a merced del desastre.
Los organismos de cooperación de Europa Occidental buscan aplicar sus modos de hacer las cosas para recomendar gobernabilidad, sus formas de ser democráticos y, ante todo, buscan dominar con un mismo molde político cuyos intereses expresan un balance de poder realista que despierta el escepticismo en torno a la solidaridad internacional y la cooperación pacífica e incondicional. América Latina tiene que lidiar con los espectros del posneoliberalismo.
Es por esto que el eje de los problemas del desarrollo y la seguridad humana en América Latina, radica una vez más en los programas sujetos a “condicionalidades” donde destaca, casi con frecuencia, el abuso de poder de las misiones de cooperación que actúan con un alto sentido paternalista y autoritario. Muchos sugieren que América Latina tendría que copiar a Europa y Estados Unidos y, al mismo tiempo, se rechaza a los emigrantes por considerarlos una amenaza. Europa cierra las fronteras a miles de latinoamericanos, mientras que Estados Unidos no sabe cómo reordenar su política migratoria.
¿En qué confiar?
Una de las manifestaciones contradictorias de los procesos de globalización se expresa en el espíritu más localista de las potencias globales como Europa y Estados Unidos, debido al resurgimiento inusitado del nacionalismo con fuertes características discriminatorias. Simultáneamente, se disemina un discurso universalista de occidentalización, globalismo de valores y de una aparente ciudadanía global.
La elección de Donald Trump (2017-2021) como presidente de los Estados Unidos colocó al mundo, en palabras de los expertos como Jeffrey Sachs, Bandy Lee y Ruth Ben-Ghiat, en total “riesgo”, producto de las alucinaciones racistas sobre la supremacía blanca que solamente estimuló los crímenes de odio, de manera que el liderazgo estadounidense ingresó en un deterioro fatal, junto con el socavamiento de las raíces de la democracia como aspiración global de convivencia y equilibrio político saludable. Ya nada sería creíble cuando se reivindican la democracia y un enfoque global de seguridad afincado en balances de poder más justos debido a que Trump estimuló demasiado la xenofobia y el odio hiper-nacionalista. A lo largo de 2022, el presidente Joe Biden tuvo que enfrentar una realidad indiscutible: Trump intentó un golpe de Estado el 6 de enero de 2021 y se llevó miles de documentos secretos como expresión de desprecio por las instituciones y la seguridad nacional.
Los organismos multilaterales de cooperación para el desarrollo están reestructurando sus políticas en función de nuevas condicionalidades, donde la seguridad se presenta como un pre-requisito geopolítico fundamental: los vientos soplan hacia la necesidad de cumplir ciertas metas en materia de lucha contra el narcotráfico, combate al terrorismo, estabilidad macroeconómica, reducción del tamaño del Estado, control de las migraciones internacionales y compromiso con el apoyo a la democracia representativa.
América Latina se alinea alrededor de esta dinámica geoestratégica, aunque de por medio están las dudas sobre la subsistencia del sistema democrático, en medio de los riesgos que, como afirma el analista político, Francis Fukuyama, conlleva el temor de convertirse en un Estado fallido, incluidos los Estado Unidos, debido a una degradación de la democracia a favor de los más ricos y en detrimento del aumento constante de las desigualdades sociales y económicas, lo cual empeora las tensiones sobre la inseguridad y el desorden político.
Es aquí donde la experiencia boliviana se convierte en otro factor de análisis, ya que emergió como un raro ejemplo de éxito relativo de las reformas de mercado (1990-2000) y, posteriormente, como un fenómeno de resistencia y condena en contra de los efectos del neoliberalismo en América Latina. Bolivia puso en práctica todas las recomendaciones del denominado Consenso de Washington durante los años 90, llevando a cabo la reducción del tamaño del Estado, las políticas de privatización y desarrollando una confianza excesiva en torno a las bondades de los efectos de derrame del mercado, como la receta privilegiada del crecimiento económico. Sin embargo, dicho crecimiento no llevó a una convergencia de mejores ingresos y equidad entre las clases sociales donde predominó la discriminación, desigualdad, exclusión y los patrones de racismo.
Estos problemas desembocaron en la desconfianza absoluta hacia el modelo de “desarrollo neoliberal”, imposibilitando una reducción substancial de la desigualdad. Bolivia mostró que no era suficiente el crecimiento económico sobre la base de una economía de mercado global, sino que también era necesaria la activación de varias políticas públicas enmarcadas dentro del Estado de Bienestar. Las ofertas populistas del ex presidente Evo Morales y los detractores de la globalización, rápidamente se convirtieron en el caldo de cultivo para un retorno del Estado como actor económico y en una crítica mordaz hacia la democracia representativa. Había que transitar hacia el purgatorio posneoliberal.
Evo Morales, desde muy temprano en su gestión gubernamental el año 2006, difundió una estrategia internacional denominada “diplomacia de los pueblos”, mediante la cual apoyó la doctrina del Socialismo del siglo XXI, alineándose con el fallecido Hugo Chávez en Venezuela, Raúl Castro en Cuba y Daniel Ortega en Nicaragua. De esta manera se materializó el giro a la izquierda que representó un rechazo a la democracia liberal, en nombre del Socialismo. Esta posición fue expresada como una visión anti-imperialista y defensora de la soberanía a cualquier precio, sobre todo al interior de la Organización de Estados Americanos (OEA). Bolivia apoyó de manera ambigua la Carta Democrática Interamericana, reforzando así las críticas de izquierda antidemocráticas que empezaban a calar hondo en varios sectores de la sociedad civil.
Intrusiones de China y otras extrañezas
De acuerdo con el Latinobarómetro, la conocida encuesta de opinión pública anual aplicada en 18 países de la región, la confianza en los gobiernos cayó de 45% en 2009 a 22% en 2020, mientras que la cantidad de personas descontentas con la democracia aumentó de 51% a 71%, junto con la acentuación del miedo a la violencia, la inseguridad y una mayor desconfianza hacia las Fuerzas Armadas y la Policía. Estas características hacen que sea mucho más difícil que América Latina impulse una sólida estrategia de “seguridad humana” con criterios de cooperación y ambiciones más definidas en la globalización, debido precisamente a que el proyecto sobre un exitoso “orden liberal” internacional prácticamente habría fracasado, producto de la vulnerabilidad frente a la corrupción, la inestabilidad económico-política y una retórica liberal que oculta prácticas constantemente autoritarias.
Esta situación desemboca también en un tipo de relacionamiento ambiguo con China que, en múltiples casos, es vista como una tabla de salvación para preservar la soberanía estatal, o fomentar un nuevo tipo de imperialismo a través de la introducción de su monopolio económico; mientras que, en otros casos, China es juzgada con desconfianza y temor. Así aparece otro paquete de problemas y anarquía internacional que tiene que ver con la lógica del balance de poder desarrollado por China, India, Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia en materia de control de armas nucleares.
Ninguno de estos países hace algo definitivo para moderar los riesgos de una crisis y confrontación bélica, sobre todo cuando se analizan los conflictos entre Corea del Norte y el Sur, Siria, Irak, Irán o la sorpresiva invasión de Rusia en Ucrania. Los conflictos en Venezuela, han hecho que China afiance sus instalaciones para el rastreo de satélites en la Base Aérea Capitán Manuel Ríos. A esto se agrega que Rusia también tenga una tecnología cibernética instalada en la Base Naval Antonio Díaz Bandi en La Orchilla, una isla al norte de Caracas.
El efecto desestabilizador que emana de Venezuela, se articula con Nicaragua, Cuba y Bolivia. De hecho, la situación boliviana es clave en el apoyo a Venezuela, tanto para el reforzamiento de un discurso ideológico que identifica a los Estados Unidos con la única causa del desastre económico-político venezolano, como para atraer la influencia de otras potencias que compitan con la hegemonía americana. Si bien el viejo esquema de la Guerra Fría, de choque entre el mundo liberal democrático y el mundo comunista desapareció, países como Bolivia reivindican una aparente idea anti-imperialista para replantear los problemas de la dependencia, desde el punto de vista de una soberanía irrenunciable de los Estados latinoamericanos.
Este discurso, convincente para la gran mayoría de las masas de poca educación sobre la soberanía estatal, es aprovechado por China, Rusia e inclusive por Irán para tener una mayor influencia en América Latina. Bolivia, como cófrade de Venezuela, no agrega mucho al rediseño de los balances de poder, ni tampoco afianza la ideología comunista; sin embargo, refuerza una percepción anticolonialista de no intervencionismo y relativa autonomía que todavía es muy fuerte en la región. Bolivia fue el país que con mayor vehemencia se opuso a que la OEA emita cualquier pronunciamiento negativo o sanción en contra de Nicolás Maduro; asimismo, condenó toda crítica de la OEA en contra de la reelección indefinida de Evo Morales, especialmente después de las elecciones fallidas en octubre de 2019 donde la OEA encontró serios indicios de fraude.
América Latina confronta una disyuntiva: continuar impulsando la integración hacia los mercados mundiales, o reestructurar sus prioridades políticas en función de una agenda caracterizada por la resistencia y las exigencias de mayor justicia, similares a las críticas del movimiento anti-globalización. Esto es lo que condujo a la región hacia los debates en torno al postneoliberalismo puesto que otro de los problemas que la globalización hizo rebrotar es la polarización de los pobres contra los ricos, lo cual revitalizó el denominado populismo, así como las pugnas entre las posiciones políticas de izquierda versus derecha, sobre todo por el desprestigio y la desconfianza hacia la economía de mercado que América Latina experimentó en los comienzos del siglo XXI.
El mercado agrandó la concentración de la riqueza en manos de las élites económicas y políticas, sembrando el terreno para la intervención de liderazgos mesiánicos que ofrecieron revoluciones socio-políticas como las campañas desafiantes de Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia. Este tipo de líderes fueron transformándose en la bandera de lucha para cuestionar lo poco que se había construido en materia de cambios productivos, competitividad y estabilidad de la democracia. En estos casos, el populismo funcionó como un tipo de carisma movilizador de las masas enardecidas por la desigualdad, generándose fuertes demandas para tener políticas redistributivas. Las discusiones sobre el postneoliberalismo, han hecho que la economía de mercado sea equiparada con una maldición global, frente a la cual existirían pocas alternativas de cambio. Actualmente, el continente parece encaminarse hacia una época donde los esfuerzos por llevar adelante diferentes tipos de reformas, se encuentran frente a un futuro lleno de dudas.
Conclusiones preliminares
Si reflexionamos con cuidado cuáles fueron las condiciones de reinstalación de la democracia en América Latina a principios de los años 80, tenemos que destacar cuatro aspectos. Primero: el fin de las dictaduras de ninguna manera rompió completamente con la cultura autoritaria, ni tampoco con la debilidad institucional de los Estados. Segundo: la modernización económica por medio de las políticas de libre mercado, tuvo resultados abiertamente contradictorios en su relación con la democracia, debilitándola en unos casos, o simplemente impulsando una relación negativa entre el sistema democrático y la persistente desigualdad. En tercer lugar, la situación particular de Centroamérica muestra una fragmentación política donde el final de las guerras civiles y la implementación del ajuste estructural, tampoco dieron origen a un modelo específico de consolidación democrática. Cuarto: existe un gran déficit de liderazgo donde los partidos tradicionales o nuevos, e inclusive las organizaciones de la sociedad civil, no pueden mostrar el impulso de líderes jóvenes con plena vocación democratizadora.
La descomposición de los gobiernos dictatoriales al final de los años ochenta vio el agotamiento de un tipo de Estado Autoritario que había dejado de responder a las necesidades del desarrollo, manteniendo en la pobreza a millones de personas y fracasando en la construcción de un nuevo orden social y político para tener Estados fuertes o plenamente soberanos. Las diferentes dictaduras en Argentina, Chile, Perú, Bolivia, Uruguay y Brasil señalaban que era imposible seguir adelante sin la existencia de nuevos procesos de legitimidad, participación de la sociedad civil, pero, sobre todo, sin la posibilidad de regresar a un escenario con pacificación para llevar adelante los sueños de la modernización y el desarrollo económico.
El modelo dictatorial de la modernización, vigente entre los años sesenta y ochenta, desapareció, aunque permaneció impasible un conjunto de aspiraciones al desarrollo, todavía ligadas con factores autoritarios; es decir, patrones de conducta que trataban de imponer las decisiones por la fuerza, considerando que la movilización violenta es una constante del orden político.
Hoy día, desde una mirada puesta en el siglo XXI, el final de las dictaduras no significó exactamente la fundación de sociedades verdaderamente democráticas, razón por la cual el análisis de las reformas políticas y el éxito económico, todavía plantean los siguientes problemas: ¿por qué persisten el autoritarismo y las debilidades en el Estado para ser respetado como institución soberana, tanto dentro de los países como en el contexto internacional de la globalización? Al cerrar el año 2022, América Latina está ingresando, como en una extraña maldición sobrenatural, dentro de los confines de una nueva década perdida. Depende de todos, políticos, ciudadanos, nuevas generaciones, pobres y ricos, el evitar que hacia el año 2030 se impongan lamentables olas de autocracias y futuras agonías democráticas.
Franco Gamboa Rocabado es Catedrático Fulbright en Marymount University, Estados Unidos