Estas fechas inducen una piedad estacional sospechosa, en los “creemos que creemos” y en los que no. Por eso no voy a ponerme grave como quien escribe de cosas en las que se nos va el alma. En esta columna les propongo únicamente jugar, aunque al final no pueda.
Es que si no fuera por su rasgo religioso, el ánimo navideño sería como volverse marxista por pasear por Tréveris, lugar de origen de don Karl. O como vocear sus Tesis de Feuerbach cada 5 de mayo (fecha de la natividad de Marx). Claro que el 5 de mayo es también natalicio de Tuto Quiroga, exactamente 142 años después de Marx, lo que desencantaría a la hinchada marxista local.
En materias impropias de Navidad, que Marx y Tuto compartan signo zodiacal revela que la ideología no es fruto del horóscopo. La ideología que abrazaremos mañana no será adivinada ni por quirománticos como el Curaca Blanco (que no sé si sigue preso) o Ramsés (aunque tal vez él sí sea capaz, como cuando este Ramsés se llamaba sólo Edgar Fernández Lazcano y le hacía decir a Oscar Eid, a modo de lema nacional: “jodidos, jodidos estamos todos”). Conozco igual nacidos en Navidad ateos, pero de secta religiosa, como los definía Sabato, preocupadísimos por la (in)existencia de Dios (parafraseando a Unamuno). Entre mis colegas columnistas hay ateos así, dicho sea con jovial nomeimportismo.
Tampoco es que la ideología sea producto del entorno, aunque en países católicos los comunistas y sus ramificaciones evangélicas gocen de más suerte. La organización parroquial; el culto colectivo y no individual, hasta para leer la Biblia; la élite sacerdotal y el gusto escolástico por los conceptos puros son legados católicos inconscientes en nuestra política, tan fértil en clero laico, como el que encarnan el exvice García Linera y su grey intelectual.
Y ya que los evoco, es curioso que Tuto y García Linera nacieran en Cochabamba con diferencia de dos años, a calles de distancia, en la misma clase y en la misma etnia, y asistieran un tiempo al mismo colegio católico, el San Agustín, pero ni así resultaran con un ideario similar. Hasta pudieron ser amigos por sus ambiciones, coincidencias formativas y, seguramente, gastronómicas, en esas navidades de choclos y comilonas de la Llajta.
Una psicología banal atribuiría su senda dispareja a que Tuto provino de un hogar convencional y Álvaro no, pero, de ser así, a todos los hijos de divorciados nos esperaría un destino de pasamontañas e instructores de acento cubano. Usted inferirá, al leerme, que ése no es siempre el caso.
Vargas Llosa pasó también por un colegio cochala, el La Salle. Él fue marxista, como García Linera, es liberal ahora, como Tuto, y fue el hijo de un padre brusco. Y en cuestiones de devoción, el escritor peruano pregona su agnosticismo; aunque su última novela deslice matices por medio de un personaje que se reconoce “…sólo agnóstico. Eso es lo que soy ahora: un hombre perplejo. Ni creo ni no creo. Un confuso, si preferís.” Vargas Llosa siempre recuerda Bolivia. Al grado que Paz Estenssoro se roba una línea de su reciente libro.
El punto es que, a diferencia de honrar el cumpleaños de Marx u otro personaje, estas fiestas religiosas nos acercan a nuestra fragilidad común, cualquiera sea nuestra ruta o efímera doctrina. De ahí que este artículo acabe sucumbiendo a la piedad estacional navideña. Y es por culpa de un columnista español al que admiro, David Gistau, aquejado desde hace tres semanas por un hematoma cerebral. Es mi contemporáneo y tiene un hijo menor, como yo.
Sin asomo de lesión cerebral en el horizonte, Gistau escribía esto hace años, con un final adrede travieso (“Voy a dejar de fumar”) para aligerar esa gravedad en sus palabras que, incapaz de leer el futuro, no pudo del todo aquilatar: “Por primera vez en mi vida, temo morir. Me siento obligado a permanecer aquí al menos 25 años más, los que él pueda necesitarme, y en eso no quiero fallarle. Mi hijo no ha de ser lo que yo fui: un adolescente enfadado con el mundo porque se le murió el padre demasiado pronto. Voy a dejar de fumar.”
Gonzalo Mendieta Romero es abogado