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Está con nosotros

Álvaro Vásquez

Al abrir Facebook, me saltó a la cara un anuncio que decía que hoy, mi amigo Justo habría cumplido 70 años. Así, me enteré de su fecha de nacimiento, y al mismo tiempo supe que había fallecido.

Lo conocí en mi primer trabajo, en el que me confiaron un pequeño escritorio y una computadora, ubicados en el ambiente que ocupaba el área de contabilidad, que era donde Justo trabajaba. Ahí todos eran mayores a mí, con una diferencia de edad que imagino era, en promedio, de más de veinte años. De alguna manera, no solo me aceptaron, sino que nos hicimos buenos amigos. Ya en retrospectiva, me doy cuenta de que hubo dos factores en los que se cimentó nuestra amistad, ninguno estrictamente laboral: la guitarra y el fútbol.

En la primera guitarreada en la que participé, noté que el área en que trabajaba tenía a dos guitarreros. Al notar que yo podría suplir a uno, el otro pasó a tocar charango, dando mayor calidad al improvisado grupo. Justo era uno de los guitarreros, y como compartíamos gustos musicales, la amistad fue creciendo de a poco, obviando edad y cualquier otro aspecto que supuestamente pudiese separarnos.

Ante la convocatoria para un campeonato interno, me preguntaron si yo jugaba fútbol. Jugaba, y un par de semanas después, ya formaba parte del equipo de Administración, en el que debutaba junto a dos o tres muchachos, en cancha reglamentaria, desigual, de tierra, con un árbitro más preocupado por su propia seguridad que por impartir justicia en la cancha. Ahí surgía Justo, pecheando al rival que quisiera amedrentarnos por “changos”. Y asumía también un rol protagónico en el “tercer tiempo”, por supuesto. Salimos subcampeones, lo cual fue una sorpresa para todos (Administración tenía, nos contaron, la extraña costumbre de salir siempre última en este tipo de eventos). Un mes después, ya jugaba en la liga fabril, defendiendo los colores de FANVIPLAN.

Y hoy el Face me dice que Justo murió. Años que no lo veía, cierto, pero no siento remordimiento por ello. Compartimos mucho, cuando nos tocó hacerlo. Conocí a su familia, él a la mía, transitamos la noche alteña de fines de los 80, cantamos, bebimos, jugamos fútbol, peleamos lado a lado. Ni la calaca podrá arrebatarnos lo ya vivido.

FANVIPLAN era una empresa que pertenecía a la desaparecida CORDEPAZ, que incluía, entre otras empresas, a INMETAL, que fabricaba carrocerías para buses. Ahí trabajaba el “Oso” (pocos sobrenombres tan adecuados como éste, conociendo a quien lo recibió), que excedía el metro noventa, con barba negra y tupida que escondía la mitad de su rostro, voz grave, manos enormes, y unas espaldas que recordaban a las carrocerías que ayudaba a fabricar.

En una borrachera/guitarreada en algún bar de El Alto, sin previo aviso escuché una voz ronca a mis espaldas que decía “Vos, chango, sal de aquí, no eres como nosotros” mientras una mano dejaba sentir su peso sobre mi hombro. Yo había faltado esa noche a mis clases para acompañar en la parranda a mis amigos, en una reunión en que participaba personal de todas las empresas de CORDEPAZ, y fui con la ropa con la que normalmente iba a trabajar (en El Alto), luego a clases (en el centro de La Paz), y si la fortuna sonreía, al cine o a bailar, (en Sopocachi, o alguna vez en la zona sur). Es cierto, trataba de ir bien vestido con un atuendo “todo terreno” (jean, una polera o camisa, chamarra y zapatos limpios, básicamente), sin darle mayor importancia al tema (nunca creí que la ropa que se use o el lugar en el que se estudie/trabaje/viva defina a las personas). En mi trabajo, los obreros iban con cachos de fútbol o botas, muchos usaban overol, lo mismo que en las otras empresas del grupo, así que, con varias cervezas dentro, es comprensible que el Oso me encontrara “distinto”.

Como reacción a la amenaza, hice un esfuerzo para liberar mi hombro, pararme, girar y haciendo acopio de orgullo, sacar el pecho y contestar, mirando hacia arriba, “a ver, sacame vos”. Por fortuna mía, mientras soltaba tan ridícula bravata, hubo un murmullo de sillas corriéndose, y la voz de Justo, diciendo, “qué pasa, Oso, calmate, el Alvaro está con nosotros”. Un gruñido que hacía honor al sobrenombre de mi inminente agresor, y su pesado alejarse, fue todo lo que siguió. Recuerdo que esa misma noche, como fehaciente prueba de amistad, acabamos cantando con el Oso el himno nacional a voz en cuello, de pie, cerveza en mano y pletóricos de emoción. Lastimosamente no recuerdo qué sucedió entre la amenaza inicial y el patriótico canto de reconciliación. Supongo que el susto de esa noche habrá matado unos pocos miles de neuronas, las que debían contener ese recuerdo, que intuyo portador de inverosímiles anécdotas.

“Está con nosotros”. Esa noche aprendí el peso que puede llegar a tener esa frase, dicha por la persona adecuada en el lugar y momento precisos. Que pena no haber podido decírsela a la dama de negro, Justo, hermano, cuando vino por ti.

FANVIPLAN, primer trabajo. Escenario para encontrar nuevos amigos (Justo, Vico, Lucho, He-Man, el Kunka, el Panterita… sí, en algunos casos se recuerdan más los apodos que los nombres), y también un par de amores, los primeros con visos de adultez, que también partieron, antes de hacerlo Justo.

¿Sufren los amores la agonía previa a la muerte, o simplemente se apagan dejando el sufrimiento a quienes lo sintieron? Parecería que cumplen el proceso natural común a los seres vivos: nacimiento, crecimiento, decepción… muerte. A veces ese proceso excederá el tiempo de vida de quienes se aman, supongo, felices ellos. Otras veces, la vida se empeña en latir en los corazones de las parejas, cuando ya el amor los abandonó. E incluso, en ocasiones, el amor tiene una muerte prematura, antes de crecer, de hacerse costumbre. Pasa, ahora lo sé bien.

Así, dejas de pronunciar ese nombre cuya sola mención endulzaba tu boca hasta hace poco. Y empiezas a olvidar ese cuerpo, antes de que el tuyo lo memorizase, de que tus manos pudiesen recrearlo en su ausencia. Y te sorprendes jugando con tu lengua entre los labios sin poder ya recordar el sabor de los besos de esa boca que hablaba de futuro, y que de repente quedó en el pasado, de la forma más estúpida que se pueda imaginar.

Ese súbito final se nota incluso en la pantalla de la computadora o celular. Al abrir Whatsapp, ese nombre que en algún momento, solo al aparecer, ponía una sonrisa en tus labios por la promesa de un mensaje, y que por su natural protagonismo estaba siempre al tope de la pantalla, de a poco va quedando abajo, porque su dueña ya no tiene nada que decir, porque uno mismo prefiere el silencio, y así, llega a la parte baja de esa superficie brillante, sale de ella, y ya sin que lo veamos, baja cada vez más, quedando sepultado por otros nombres, alguno de los cuales quizás ocupe luego su lugar, ese vacío recién estrenado, que hunde al nombre antes querido en una tumba hecha de falso orgullo y cubierta con paladas de silencio, día tras día. Puse rosas negras, sobre nuestra cama; sobre su memoria puse rosas blancas, cantaba Alberto Cortez. Rosas negras para sellar el olvido, añado yo, y blancas para mostrar el camino del retorno a su recuerdo, que rescata solo lo bueno, salvándonos así a través del engaño. Siempre elegí la parte buena de mi vida, por pequeña que fuese frente a la dominante adversidad, le dije una vez. Hoy toca recordarla así. Y olvidarla así.

Hace poco leí unas declaraciones de alguien que tuvo una ECM (experiencia cercana a la muerte). Afirmaba haberse encontrado con sus padres en el más allá, haber hablado con ellos. Y me puse a pensar, ¿tendrán los muertos por siempre la edad que tenían al morir?, parece injusto. ¿Tendrá Justo 70 años por toda la eternidad? Debería tener la edad con que más disfrutó la vida. Todos deberíamos tener esa edad, si hubiese otra vida después de esta.

Y los amores también, deberían resucitar para unir a quienes no lograron estar juntos en vida. Los Florentinos Ariza y Ferminas Daza de este mundo merecemos una segunda oportunidad, aunque no sea en esta tierra. Por mi parte, si la parca me permitiese enmendar el error de amor más grande, ese que cometí hace décadas y cuyo remordimiento aún me muerde por dentro en noches alargadas en pupilas enrojecidas, en agradecimiento besaría la guadaña que acabase de segar mi vida. Y podría, al fin, decir esa frase que llevo atragantada desde hace media vida, robándosela al Nobel colombiano: Solo Dios sabe cuánto te quise. Frase postrera, de Florentino para Fermina, que para nosotros mutaría en nuevo inicio.

Hace mucho que dejé de creer en cielo e infierno como premio o castigo para lo que como simples mortales podamos haber hecho en vida. ¿Y si estuviera equivocado?, ¿y si en algún momento, el señor de las tinieblas esperara un paso más allá de mi último segundo de vida para cobrarme supuestas deudas y me ordenase seguirlo?

Me resistiría, claro. Irreverente y tozudo, quizás hasta tuviese el desparpajo de decirle, mientras quito su ardiente mano de mi hombro: “a ver, oblígame a seguirte”. Y ante la amenaza de un ígneo tridente blandiéndose sobre mi cabeza, creo que escucharía un rumor de sillas, a mis espaldas, movidas por las manos de los amigos que se me adelantaron en el viaje final. Y claro, la voz de Justo, diciendo “qué le pasa, doncito, cálmese, el Alvaro está con nosotros”.

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