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Escribir para no morir: Las tentaciones del fracaso

Sandro Velarde

Cuando Julio Ramón Ribeyro fue declarado en 1994  ganador del  Premio Internacional de literatura, Juan Rulfo,  apenas pudo ver, noventa días más,  los elevados acantilados que predominaron la atmosfera de su literatura; tampoco pudo gastarse los cien mil dólares que representaba el reconocimiento a su obra. La muerte, como parodia a sus personajes, lo sorprende cuando apenas había terminado su cuento autobiográfico “Surf” (1994).

Ribeyro que vivió de cerca el esplendor del llamado “boom de la literatura iberoamericana”, fue una de sus víctimas. Excluido de los placeres de la fama, por encontrarse alejado, dizque, de la Gran Novela Latinoamericana, como en algún momento la denominó Carlos Fuentes: abarcadora y experimental. El  neblinoso autor de “La palabra del mudo” (1972) prefería el anonimato y el retiro franciscano, como lo refleja en su relato “Silvio en el Rosedal” (1976). Este autor, fumador empedernido, de origen peruano e indiferente a las modas intelectuales y con una cualidad, que para entonces era considerada austera y simplona, prefería la narración corta que también cultivaron Jorge Luis Borges y Julio Cortázar.

El cuento un  ¿género menor?

Por varios años y  quizá, más en la década de los sesenta, el cuento fue considerado (y creo que aún sufre esa maldición) una figura menor de la literatura hispanoamericana; debido a la emergencia de los grandes frescos: murales literarios gigantescos y totales: “La Región más Transparente”, “Cien Años de Soledad”, “La Ciudad y los Perros”, “Yo el Supremo” o “Rayuela”. Sus autores  oscilaban como los “Rock’s Star” de la época, no se limitaban a hablar solamente de literatura, sino alcanzaban decibeles de mandatarios de Estado, opinadores y consejeros gubernamentales en temas delicados de la política internacional; incluso con poderes plenipotenciarios que los elevaban casi a la altura de los dioses. Con un estilo renovado y una novelística moderna, se convirtieron en alternativa a la novela rural y  provinciana de vínculos telúricos, del hombre y  la naturaleza, adosados en su  desmesura romántica: “La vorágine”, “Don segundo sombra”, “El hermano asno”, “Los de abajo” o “Dona bárbara”;  dominaron, por varios años el interior de  las fronteras de sus países. Fue en ese escenario que la novela indigenista perdió brillo y fuerza, esfumándoseles de las  manos a lectores y  los autores. Estos relatos se vieron anquilosados, de la noche a la mañana, afincados en comarcas y paisajes. La modernidad, como una epidemia, tocó sus puertas.

 Claro está, el  “Boom”,  bautizado en idioma anglosajón, se convirtió en el cataclismo literario de otras narrativas y autores, que predominaron aquella época: Borges, Rulfo, Onetti e incluso Sábato. Esta avalancha de obras literarias, de los recién llegados. Autores mediáticos, impulsados por la renovación novelística, con gran rapidez, tomaron la delantera al corriente y  desarrollo de las ciudades. El  marketing, y los agentes literarios, se convirtieron en cómplices de las grandes editoriales promocionando e inventando, entre otras cosas: el culto al autor.

 Hay que decirlo. Aunque a muchos no les guste. Este fenómeno literario fue lo mejor de la producción  narrativa Latinoamericana de los años sesenta. Ese aluvión novelístico arrasó injustamente historias y autores, ambos fueron desplazados y sus trabajos literarios marginados, al extremo de eclipsar una literatura sólida, inaugurada por los padres fundadores que contenía un aire tradicional y que  marcó el rumbo de las nuevas generaciones en nuestro continente.    

En medio de ese huracán literario, Julio Ramón Ribeyro, dueño de un estilo sencillo y tradicional  se aferraba tozudamente a su narrativa. Consciente, o no, de su “desmedrado” oficio de narrador menor y  preso  de sus falsas “limitaciones”: desafectos, tribulaciones,  dudas, caracterizaron la personalidad del escritor  y que en toda su vida literaria nuca supo sobreponerse.

Pese a que, en la época del Boom,  Ribeyro ya llevaba tres novelas al pecho: “Crónica de San Gabriel” (1960), “Los Geniecillos Dominicales” (1965), “Cambio de Guardia” (1976), Ribeyro seguirá sabiéndose escritor periférico, inseguro, eclipsado, desahuciado. De esta forma que el autor de “Los gallinazos sin plumas” (1955) resuelva aferrarse a la escritura breve, con impulso destellante en la experiencia cotidiana. Es, desde  los marginales, los excéntricos y  los perdedores; habitantes de una Lima en proceso de expansión, modernidad y migración interna, que el miraflorino, radicado en París construirá un estilo único.

 De estos aspectos desprenderá su realismo crítico, ocupándose en su narrativa de lo urbano y  la ciudad. Convirtiendo al género menor en alternativa a las novelas abarcadoras y totales. Una fuente subterránea obsesiva del autor de “Prosas Apátridas” (1975) que va cultivando, cual Geranios, su carrera narrativa por más de cuarenta “intensos e inútiles años”.  Además, paralelamente a su obra cuentística, Ribeyro desarrolla, entre finales de los años cuarenta, hasta entrados los años setenta su Diario Personal convirtiéndose  en “una necesidad, en una compañía y en un complemento a su actividad estrictamente literaria”  

Frustración, fracaso y desaliento

En “La tentación del fracaso” (1992) Julio Ramón Ribeyro escribe el 28 de octubre de 1977  “Todos o casi todos los escritores de mi generación han escrito su gran libro narrativo, que condensa su saber, su experiencia, su técnica, su concepción del mundo y la literatura. Vargas Llosa, La casa verde, Roa Bastos, Yo el supremo; Carlos Fuentes, Terra Nostra; Goytisolo, Recuento; García Márquez, Cien años de soledad; Donoso, El obsceno pájaro de la noche, etc. Solo yo no he producido un libro equivalente y a los 48 años no creo que  lo pueda producir. La obra vasta y compleja, densa y sinfónica, está fuera de mis posibilidades. Quizá en Cambio de guardia perdí la ocasión de hacerlo, si en lugar de buscar la síntesis y el estilo administrativo hubiera desarrollado cada secuencia y ahondado más en los personajes. Pero entonces estaba yo obcecado por la entreverada sucesión de cortísimas escenas… En suma, nada importante he hecho, tres novelitas, cada vez menos convincentes, casi un centenar de cuentos y otras cosas menores. Nada de eso me permitirá permanecer, durar. Jugador de tercera división, algunos me vieron alguna vez hacer una jugada maestra y meter un magnifico gol. Algunos, luego me olvidaron”[1].

La cita refleja claramente la impotencia enraizada en la personalidad de Ribeyro, una impotencia falsa ficticia, atormentada y destructora, no sólo de su obra literaria, sino de su vida. Una subsistencia llena de carencias, incertidumbres y  fracasos; reflejados con maestría en el destino de sus personajes que habitan sus cuentos. El humor irónico, elemento fundamental en sus cuentos,  acompaña, como telón de fondo a su vida y sus situaciones adversas, es el fiel reflejo de las apuestas pedidas y la incongruencia del mundo que se empeña en darle la contra. Un sentimiento de no haber escrito la obra que lo justifique. Una moneda que siempre cae del lado de la cruz.

Esa culpabilidad inmanente en Ribeyro, la de no poder librarse de sus frustraciones, irónicamente narrado en su Diario Personal y convertido, en la actualidad, en una obra monumental, comparable a cualquier novela del “Boom”, nos trae originalidad y complacencia. Apelando a un género literario experimental plasmado en un, por demás, título desgarrador: “La tentación del fracaso”. Abarca más de treinta años de vida y literatura, llena de pasajes íntimos, de amores enardecidos y melancólicos, reflexiones sobre el SER…

 Ese jugador de tercera división, cómo se autocalifica,  supo mantenerse al margen de esa aureola que envuelve a los mezquinos y abyectos escribidores de la actualidad; que creen que el marbete de ESCRITOR los eleva al nivel de los  Dioses del Olimpo y que a fuerza de repetirse, una y otra vez, en sus cavernosas entrañas, forzan su miseria intelectual alelada a costa de lo que sea, incluso, defenestrando con solaz satisfacción a otros ignominiosos escribidorcillos que, aparentemente, les hacen la competencia.

De esta forma el autor, al margen de esas veleidades miserables, construyó su destino, su literatura, su  vida y su obra, en  el más completo anonimato y como uno de sus tantos personajes, Julio Ramón Ribeyro, culmina su existencia, justo cuando el mundo y las vacas sagradas de la literatura, por fin lo reconocen y  premian. Como respuesta a ese atrevimiento, el flaco socarrón, decide abandonar este mundo. Una perfecta armonía entre la ficción y la realidad. El fracaso y el reconocimiento en síntesis: la inmortalidad.


[1] La tentación del fracaso, pág. 583

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