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Escribir para la posteridad

Si los autores y las editoriales solo piensan en el éxito algún día no sabremos quiénes somos, de dónde venimos ni hacia dónde vamos. 

¿Cuántos escritores trabajan hoy pensando en la posteridad? ¿Es un planteamiento razonable acumular páginas pensando en el mañana? ¿Acaso no es cierto que todo se lo lleva el viento? Poco antes de morir, Javier Marías me comentó que no se hacía ilusiones sobre el porvenir. El destino de casi todos los escritores es sumirse en el olvido.

Solo un puñado de nombres se libran de esa caída en la insignificancia: Cervantes, Shakespeare, Dante, Goethe. Ni siquiera podemos asegurar que se seguirá leyendo a Thomas Mann dentro de cien o cincuenta años. Hace poco, el editor de un prestigioso sello me reconocía que hoy en día sería muy difícil publicar una novela como La montaña mágica, pues su trama lenta y morosa, salpicada de disquisiciones filosóficas y apuntes líricos, no atraería a muchos lectores. Podría decirse lo mismo de grandes clásicos como El hombre sin atributos, de Robert Musil, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, El proceso, de Franz Kafka o El sonido y la furia, de William Faulkner.

Los lectores ya no quieren romperse la cabeza, especulando sobre temas como la soledad, el tiempo, la identidad, la memoria, la belleza, el bien o la muerte. Se ha impuesto la estéril e inane filosofía del “carpe diem”. Aprovecha el momento, disfruta del presente, no mires más allá, pues nada nos aguarda. El ser humano es una pasión inútil, un ser-para-la-muerte. El mundo comenzó sin nuestra especie y finalizará sin ella. “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1 Corintios 15:32). O, en su defecto, leamos cosas ligeras y amenas.

¿Por qué preocuparse por la posteridad? Cuando acontezca, no estaremos allí para verla. Solo seremos polvo y no polvo enamorado, sino un residuo miserable. El tiempo vuela, especialmente en la época de la revolución digital, con su bombardeo ininterrumpido de novedades. Los libros nacen y mueren enseguida. Apenas duran unas semanas en los expositores de las librerías. Son materia fungible, una onda de vida efímera. La posteridad no importa. Solo cuentan las ventas. Un autor no existe -o existe de forma pálida y difusa, como la sombra del padre de Hamlet- hasta que vende miles de ejemplares. El éxito es la varita mágica que imprime vida al creador de ficciones o ensayos. Los premios añaden espesor, consistencia, relumbrón.

No importa que se negocien de forma venal. O que se concedan para otorgar lustre a la entidad que los concede. Hace tiempo que los premios dejaron de ser una apuesta por la excelencia. El caso de Carmen Laforet, galardonada con el primer Nadal cuando era una joven desconocida, pertenece a un pasado ingenuo y quizás irrepetible. Se olvida que la escritura nació con vocación de permanencia. Como advirtió Platón, su propósito era neutralizar los estragos del tiempo. Carecía del dinamismo del diálogo, pues la interlocución se convertía en un fenómeno diferido, pero salvaba del olvido.

Gracias a las obras de Platón, Aristóteles y otros filósofos, seguimos en contacto con Atenas. El Antiguo y el Nuevo Testamento nos mantienen conectados con Jerusalén, y Séneca, Marco Aurelio, san Agustín y Boecio nos abren las puertas de la cultura latina. Atenas, Jerusalén y Roma configuraron eso que llamamos cultura occidental. Después, vendrían el Renacimiento, la Ilustración y el Romanticismo, completando lo que somos. Si nadie escribe para la posteridad, si los autores y las editoriales solo piensan en el éxito, que solo es una fugaz pompa de jabón (¿quién recuerda hoy en día a José María Gironella, Vizcaíno Casas o Alfonso Paso?), algún día no sabremos quiénes somos, de dónde venimos ni hace dónde vamos. De hecho, esas cuestiones ya empiezan a pesar muy poco.

Que los muertos no resuciten no es un motivo para desentenderse de la posteridad. Trascendemos nuestra condición de individuos aportando nuestro sello personal al caudal del tiempo. El devenir solo se vuelve fructífero cuando surgen obras que garantizan la comunicación con el pasado y renuevan nuestra perspectiva de las cosas. Sin Homero, no entenderíamos tan bien lo que significa el regreso al hogar. Todos necesitamos una Ítaca que nos libre del desarraigo. Sin Cervantes, no advertiríamos que el fracaso puede ser un éxito, pues el hidalgo apaleado y escarnecido es un ejemplo universal de nobleza y dignidad.

Muchos interpretan el ocaso de las religiones como un triunfo del progreso y la razón, pero su declive ha acarreado desafecto hacia el porvenir. Si la muerte térmica es el inevitable futuro del cosmos y no hay nada más, ¿cabe otra alternativa que el nihilismo y el desapego? “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. En el caso de los escritores, además de comer y beber, se impone vender libros, ganar premios, acudir a El hormiguero y, en algunos casos, aparecer en la prensa del corazón.

George Steiner afirmó que si algún día desaparecía la pregunta sobre Dios, el arte se degradaría a mero entretenimiento, sin ningún vínculo con la verdad y la belleza. Parece que nos acercamos a ese punto. Solo se me ocurre una forma de resistencia contra esa triste deriva. Releer a poetas esenciales, como Czesław Miłosz, que escribió:

¿Qué clase de poesía es aquella que no salva
Naciones o pueblos?
Una conspiración de mentiras oficiales.
Una tonadilla de borrachos cuyas gargantas serán cortadas de inmediato,
Una conferencia para señoritas.
He deseado la buena poesía sin saberlo,
He descubierto, ya tarde, su saludable objetivo.
En ella y solo en ella, encuentro salvación.

Entiendo que estos versos no conmoverán a los que piensan que no hay salvación posible y que lo único sensato es comer, beber y, si es posible, no pensar el futuro ni en el ayer. Sin embargo, yo aprecio en ellos la grandeza que se presupone a la literatura.

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