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Escribiendo en ruso

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Finalmente, hoy jueves, me he quedado en casa. Nunca me alcanzaron las horas y hoy ya llevo tres discos: liturgias rusas que siempre me traen zozobra. Te recuerdo, Ekaterina, en aquella catedral de Kharkiv, más bella que los iconos, que Dios mismo, si es que se ha visto la cara del dios. Supongo.

El segundo disco, que creí bueno, de Nando Michelin, A Candomblé Experience. Lo quité después de la tercera… Me abstengo de comentario. También me gusta experimentar, y de seguro que hay muchos que me leen y se quitan en la tercera línea. Luego Boppin’ de los años 50, con Chuck Berry, The Crickets y Neil Sedaka, música que aunque yo llegué a Estados Unidos en los años 80 todavía se escuchaba y se bailaba en fiestas.

No escribo en ruso. Todavía. Avanzo, bien, en mis lecciones virtuales y llevo como cien días de hacerlo. Anoche vi aquí en Denver un restaurante uzbeko en la penumbra del amanecer y prometí ir y hacer mi pedido en ruso: payalsta, spasiva, priviat, paká. Hablando de Kharkiv, a una cuadra de mi hotel, subiendo hacia una universidad, comí un agradable pastel de carne. Las chicas dueñas, asiáticas, reían mientras balbuceaban algo de inglés e intentaban explicar cosas de dónde venían. Me apeno de no recordar, no anotar, si eran uzbekas o uygures. Comí solo en un pequeño lugar de dos mesas. Sirvieron el pastel con pickles de cebolla y pimientos desconocidos. Del expendedor de cerveza vecino me traje en vaso de plástico una. Estaba el lugar en la parte delantera de edificios soviéticos de apartamentos, lúgubres y feos pero rodeados de árboles, de pasadizos y caminitos en los que había bancos. Iba de asiento en asiento, con un poco de frío. Corría viento histórico, pululante de fantasmas, espeso de dolor y pesado, adusto de miseria.

“Oh! Carol, I am but a fool/Darling, I love you though you treat me cruel/You hurt me, and you made me cry/But if you leave me, I will surely die/Darling, there will never be another/’Cause I love you so/Don’t ever leave me/Say you’ll never go/I will always want you for my sweetheart/No matter what you do/Oh! Carol, I’m so in love with you/Oh! Carol/Darling”. Este es Neil Sedaka, dulce espectro de las infancias que a ratos quieren ser dickensianas. Pero Larry Williams canta Short Fat Fannie y se me olvida que la tristeza es un arroyo que corre por mi dormitorio y no tiene peces ni sauces llorones porque ya ni los árboles lloran por acá. Como el cantante, tantas veces te pedí que no me dejaras, y cuántos rostros tuviste; que no te fueras, que no viviría sin ti. Y sin embargo hasta la muerte parece que me elude, que ella a esta cita no quiere venir para no entusiasmarse con la vida. Tristeza tengo, melancolía, nostalgia, solo para balancear el otro lado, para no desbordar lavas que saltan de entrepiernas como cadenas montañosas, que el riacho que se escurre parece de agua termal. Amor de cumbia; lírica sonidera.

Pastel de carne. Escribir en ruso. Muchachas uzbekas y cerveza de frontera escita. Ekaterina llevaba un abrigo marrón claro. Se puso pañuelo sobre la cabeza, a la usanza musulmana. Todas las mujeres lo llevaban. Para que los iconos machos no se entusiasmaran con la visión y dejaran sus elevados pensamientos por placeres mundanos. Me pregunto qué tiene que ver el cabello con la divinidad. Tendré que estudiarlo. ¿Y qué de las calvas o de las pacientes de cáncer? ¿Deben cubrirse? O la calavera no ofende a los santos.

Huele a gas, puse a hervir agua sin fuego. Abro las ventanas mientras escucho a Fats Domino. Si no escribo en ruso todavía se debe a flojera, a la comodidad de agarrar el traductor virtual y traducir mis declaraciones de amor, mis anatemas. Un día, un día, claro; o una noche.

Por sobre el Kremlin de Novgorod la Vieja pasa una púrpura nube, manto cardenalicio ensombreciendo los rojos muros. Milana toma té, me cuenta de la presión alta que le viene de lidiar con sus alumnos de la primaria. Le digo a Irina que en Poltava hay una calle dedicada a Sholem Aleichem, bastante larga. Viktoriia, desde que tiene un novio chino, me olvidó. Lucha desigual porque a los chinos los ayudan dientes de tigre, glándulas de oso y cuerno de rinoceronte. Solo tengo la poesía, tristezas varias desde Vallejo a Trakl, amores de increíble belleza en Cortázar y Pasternak. Isadora amaba a Serguei Esenin pero aquél decoró el amor con sangre. Beber de ese cáliz, en la copa o en la vulva, sangrante vampiro de la pena, nosferatu de la lástima y la pesadumbre.

¿Cómo decirles en ruso todo esto? Invocar a la magnífica Tsvetaeva, extraer a la desnuda Ajmátova desde los dibujos de Modigliani. No podría hacerlo. Hablo treinta años en inglés y ni una línea escribiría como yo quisiera en esta lengua, tendría que inventar el idioma. Menos ruso, que básico siempre quedará a esta altura de la vida. Pero basta si aprendo a decirle: mira la montaña del Tunari, ha nevado, el agua bajará helada por Chocaya y los eucaliptos nuevos tendrán hojas de lanza azul.

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