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“Esa mujer me lo ha quitado todo”

Soy de esas personas que utiliza el tiempo en el transporte público para avanzar con lecturas pendientes. Un tramo largo en el Puma Katari, un viaje bamboleante en cualquier línea del teleférico o una trancadera interminable en el centro paceño, pueden ser buenos momentos para terminar libros maravillosos. Dicen que es posible comerse una ballena entera pedazo a pedazo, poco a poco. Un buen libro también puede devorarse paulatinamente en periodos cortos pero constantes de lectura. Paralelamente, utilizar el transporte público ayuda a no perder contacto con la realidad, la monotonía suele ocultar la crudeza del día a día. Desplazamientos de vehículos viejos, minibuses incómodos y micros abarrotados de pasajeros, constituyen parte de la cotidianidad para millones de bolivianos.

Hace unos días, en el trayecto de la Plaza de la Revolución Nacional a la Estación Central de la línea naranja del teleférico, me disponía a leer el Artashastra de Kautilya. Cinco siglos antes de El arte de la guerra de Sun Tzu y 3513 años antes de El Príncipe de Maquiavelo, el Artashastra es uno los tratados políticos más antiguos que se conoce en la India. Aunque algunos especialistas discrepan sobre su antigüedad y se cuestionan si la totalidad del texto fue escrito por el mismo autor, es una obra monumental sobre diplomacia y política internacional. Un manual para gobernantes en el que se identifican deberes y derechos de reyes, estrategia militar, actos fundamentales de administración estatal, contabilidad de recursos públicos, regulación del comercio interno, incluso contiene análisis puntuales sobre derecho penal, civil y familiar. Artashastra traducido al castellano significa “ciencia de la política”, el arte de gobernar. Iba acompañado de dos mujeres, cada una en sus asuntos, yo enfrascado en el Artashastra. Entonces un hombre joven subió a la cabina y se sentó frente a mí, no tenía más de veinticinco años, visiblemente alterado, sucio y hablando por celular. Paulatinamente fue elevando el tono de voz, sus susurros se transformaron en maldiciones que denotaban agotamiento, su postura era desgarbada, tenía marcas de arañazos en el cuello, sus ojos estaban inyectados en sangre, posiblemente no había dormido, sus manos temblorosas y la forma en que se mordía nerviosamente el labio inferior fortalecían esa hipótesis.  

Al principio, sus palabrotas altisonantes incomodaron a las pasajeras y estaban arruinando mi avance del Artashastra. Nuestras miradas de molestia y cambios de postura intentaron comunicarle nuestra indignación por su poco urbanismo, pero nada parecía importarle. Decidí pedirle que se callará. Entonces, alcancé a escuchar fragmentos de su conversación: “¡No, no, no entiendes nada! ¡Esa mujer me lo ha quitado todo! ¡Tienes que ayudarme, por favor!” Estaba al borde de las lágrimas, cabeceaba mientras respondía a su interlocutor y se tomaba del cabello con la mano libre: “Me ha hecho pisar el palito, ha traído a la policía y me ha hecho sacar de la casa. No tengo ni veinte pesos encima. No sé qué rato ha cambiado a su nombre los papeles, yo tenía un folder con fotocopias del folio real, hasta eso ha hecho desaparecer. Por favor tienes que ayudarme, se está acabando mi batería. ¡¿Dónde estás, dime dónde estás?! Aló, ¡Aloó!” Parecía estar a dos pasos de cometer una locura. Continuó hablando a media voz hasta llegar a la parada de la Estación Central, bajo y se fue caminando cabizbajo rumbo a la salida de a la Avenida República. Quedé tan impresionado con lo sucedido que demoré unos segundos en buscar a un agente de seguridad de Mi Teleférico, no había rastro del joven.

En el Artashastra de Kautilya la mujer es concebida desde perspectivas desiguales. Una tentación que puede desatar la hubris, la desmesura del gobernante, un mecanismo para establecer importantes alianzas a través de matrimonios pactados, uno de los sectores más vulnerables de población que todo rey debe proteger. Sin embargo, la mujer no es concebida como un ser indefenso, en el capítulo X dedicado a la política exterior, Kautilya describe a la mujer, carente de fuerza física y entrenamiento militar, como potencial espía y hábil urdidora de engaños. Al recordar esas ideas, vino a mi mente La guerra contra las mujeres, libro del 2016 de la antropóloga Rita Segato, activista feminista reconocida internacionalmente. En ese texto, Segato dice que el patriarcado es la principal estructura en base a la cual se establecen todas las formas de dominación económica, política, cultural y social contra las mujeres. Que el feminicidio no es un mero delito pasional, producido por emociones violentas como el odio y la desesperación individual, sino un acto de poder dirigido no tanto por individuos sino por el propio Estado y otras instituciones paraestatales (cárteles de drogas, pandillas, organizaciones criminales, mercenarios y muchos otros), lo que constituiría lo que ella denomina “guerra contra las mujeres”. Esa interpretación, basada en generalizaciones, carente de fuentes históricas y escasa en datos fehacientes para sustentarse, me recordó que para algunas activistas y feministas el hombre es una criatura inclinada a la violencia o un mero instrumento utilizado para cumplir los fines del “sistema patriarcal”. En cambio, la mujer es representada como víctima absoluta, un ser totalmente indefenso.

Más allá de estar tentando a releer el Artashastra mientras me mantengo alejado de cualquier otro libro de Rita Segato, me pregunté cuan seriamente se han estudiado las causas de violencia contra las mujeres. Violencia que debe ser castigada y prevenida, pero parece no comprenderse en la complejidad de sus causas. Ese joven que vi en la línea naranja del teleférico estaba a años luz de ser un agente del patriarcado, un ser dominante o un macho embravecido. Parecía tan absolutamente perdido, espiritual y físicamente derrotado, alguien a punto de lanzarse de un puente o volarse la tapa de los sesos. ¿Quién era esa mujer que “le había hecho pisar el palito”? ¿Su esposa, madre, amante, expareja, madrastra, amiga, cuñada? ¿Quién se lo había quitado todo?

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