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Enrique Arnal en «El mundo de mi memoria»

Maurizio Bagatin

Paul Valéry tenía terror a los museos. Terror a que en un museo haya demasiada gente y no se logre ver a las obras expuestas, y terror al exacto contrario, que se expongan demasiadas obras hasta no lograr a ver la gente.

El recorrido en esta línea de tiempo que es El mundo de mi memoria de Enrique Arnal es un viaje placentero. La vida dura de la piedra que el pintor ve y absorbe en su niñez, el mineral que extrae con su iris durante la adolescencia, los colores de una cordillera violenta y de un clima siempre hostil que lo alimentan. El enceguecedor sol y la rarefacción del aire altiplánico son llevados en sus lienzos. Luego vienen el alma y el silencio.

En sus pinceladas hay el signo de un lenguaje que desea superar la metafísica y recordar, hay la inevitable deformación de lo real, un espejo necesariamente alterado por el arte. Lo he admirado como un necesario pasaje de la vivencia a la poesía, desde el polvo que habrá respirado en su niñez y adolescencia en las calle de Catavi y Oruro, en la mirada que habrá penetrado el aparapita, el gallo o el cóndor, en los rostros inanimados y mudos de sus otros personajes, en su inmutable montaña, en los herméticos instrumento musicales.

La visión del pintor es un continuo nacer, memorias y olvidos, el ayer y el mañana.

Según Degas “la pintura no es muy difícil cuando no la conoces, pero cuando la conoces, entonces es otra cosa…”.

Arnal nos lleva en este recorrido y a nosotros nos queda la contemplación.

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