Andrés Canedo / Bolivia.
Mi amigo Jorge, se presentó inesperadamente en mi casa, con toda su familia. Habíamos sido compañeros inseparables en toda la infancia, durante la adolescencia y los principios de la adultez, incluso en los cuatro primeros años de nuestros respectivos matrimonios. Luego él, con todos los suyos, partió hacia Europa, en busca de mejores días. La amistad apretaba fuerte, así que durante los primeros meses nos habíamos escrito con cierta regularidad. Luego, el tiempo implacable fue borrando esos lazos que parecían de acero, y la correspondencia escaseó hasta, con los años, desaparecer por completo. Claro que lo recordaba, que me preguntaba qué habría sido de su vida, pero ya no sabía ni siquiera dónde escribirle. Así que, como tinta que va perdiendo el color y finalmente desaparece, solamente me quedó como una manchita arraigada en algún sitio escondido del corazón.
Sin embargo, ahora aquí estaba, casi siendo el mismo (Yo en cambio, sabía y sentía el rigor de los años en mi rostro). Ahora teníamos casi 40 años. Su mujer, como la mía, había madurado resaltando su belleza, mejorando con los años. Pero también estaba su hija, Alicia, que había partido de aquí muy pequeña y que ahora, lo dijo ella misma, tenía 18 años. Nosotros no teníamos hijos, porque de alguna manera los esquivamos y porque la biología había tomado sus propias decisiones. Además, yo con mis quehaceres de pretendido escritor, pasaba más tiempo en mis propias ensoñaciones. La casa era grande, así que, por un tiempo, hasta que consiguieran un buen lugar donde afincarse, les entregamos un par de habitaciones en nuestro hogar. Alicia, sin embargo, era un ser de esos que uno no puede evitar notarlos. Bella de rostro, de una manera extraña, además tenía un cuerpo perfecto y salvaje, que se manifestaba sin insolencias, debajo de sus vestidos sueltos. Cuando caminaba por la casa y nos encontrábamos, no podía evitar sobresaltarme, pues su belleza inclasificable, derramaba torrentes de sexualidad. Las mujeres siempre saben cuando poseen ese don infernal, y ella lo sabía, por supuesto. Pero claro, para mí tenía que ser como una niña, la hija de mi mejor amigo, nada más. Ya ella misma se encargaría de entregarse y de poseer a quienes la vida le fuera presentando.
Un día, yo estaba en mi escritorio, pergeñando unos textos para escribir, cuando de pronto apareció frente a mí, y dijo simplemente: “Yo también escribo”. Levanté la cabeza hacia ella que me miró a los ojos. Su mirada era de una energía insoportable (algo que decía, “aquí estoy, ávida. Ven y tómame.), y ella la sostuvo en mí, con serenidad absoluta, sin esforzarse, hasta que me obligó a bajar la mía y así, sin quererlo, recorrer las formas insinuadas de su cuerpo, sus muslos y sus piernas desprovistos de vestiduras, más que por el short pequeño que cobijaba sus intimidades, y luego, ya sobre la tierra, sus pies desnudos, casi de fábula. Sentí un temblor interno e intenso, intenté, no sé si con éxito, que no se me notara, pero pude recuperarme, levantar la vista y decirle: “Ya me mostrarás algo tuyo”, a lo que ella replicó: “Yo he leído dos de tus libros. Me gustan, tienen intensidad y también mucha nostalgia, esas partes donde se debilita tu alma de guerrero, donde claudica, donde se entrega. Las partes eróticas, aquellas donde hay sexo, me parecen muy bien descritas, son excitantes, sin duda”. “Tienes razón”, le respondí esquivando la segunda parte de la respuesta, “pero todos los guerreros tienen derecho a un descanso”. “Sí, es cierto”, me replicó y esbozó una sonrisa a la vez angelical y maléfica. Entonces giró y salió de la habitación. En el transcurso de esos cinco o seis pasos, me esforcé para no mirarla.
Medité sobre el momento que había vivido. A pesar de que sentía que ella me había provocado con su actitud, me dije que la mía era imperdonable, que tendría que impedirme experimentar esas emociones impropias, que tendría que construir todo un sistema de defensa mental, para no permitirme caer nuevamente en emociones que podrían desatarme el soñar. Era estúpido, era inconsciente, era desleal.
Los dos días siguientes, la sentí pasar varias veces frente al vano de mi puerta y tuve que empeñar toda mi energía para no mirarla. Es que mi escritorio no la tenía, era un espacio abierto a la indiscreción. Eso lo habíamos convenido con mi mujer, pues si bien ella no me molestaba en absoluto cuando estaba trabajando, decía que a veces simplemente deseaba convencerse de que yo seguía ahí. Eso era el amor, claro.
Es necesario aclarar que Jorge y su familia, en un gesto de delicadeza, no comían en casa, salvo el desayuno y algunas tazas de café que sacaban de la cafetera siempre lista, pero para ello se encargaban de traer suficientes provisiones que mi mujer les indicaba, indefectiblemente, que no debían hacerlo. Yo, por costumbre y por mi poco dormir, me levantaba muy temprano y solía desayunar a las rápidas en mi lugar de trabajo. En las noches, en el jardín, nos juntábamos todos para charlar. Con Jorge hablábamos de viejas aventuras juntos, de sus recuerdos en Europa, de algunas cosas intrascendentes sobre mí mismo. Yo me esmeraba en no cruzar mirada alguna con Alicia, pero sentía la suya, ardientemente clavada sobre mí, como si pudiera caminar sobre mi cuerpo y deslizarse sobre mis instintos, invadiéndome con su vida propia. A veces, mis ojos desobedeciendo sus comandos mentales, se cruzaban un instante con los de ella y eran incendiados por sus vistas deletéreas. Todo en mí ardía, el cuerpo se me incendiaba y sabía que la verdadera vocación de mis llamas era la de hacerla arder conmigo. Pero entonces, en ese mismo instante yo percibía un esbozo de su sonrisa que parecía expresar, ya sé que te tengo. Alguna vez me crucé con Alicia en un pasillo o en la cocina mientras sacaba agua o algún refresco del refrigerador. Yo, solamente la saludaba y seguía mi camino tratando de salvar mi imagen de hombre mayor y responsable, pero desde mi mirada de soslayo, me parecía percibir que ella sonreía con cierta malicia, como manifestando que me podría embrujar cuando quisiera, si es que todavía no lo había hecho.
Los días, escasos, se fueron volviendo una deliciosa tortura, pues cada encuentro o visualización de aquella Alicia, fuente inagotable del deseo, me hizo saber, que evidentemente, ella ya me tenía, por mucho que me resistiera. Una mañana llegó a mi escritorio, con una falda muy corta, con una blusa de tela suave que insinuaba sus pezones encendidos en dos pechos pequeños. Se paró frente al mismo y me dijo sin ambages: “No me tengas miedo, Luis. No soy virgen hace rato. Tengo 18 años y como imaginarás he tenido una cierta cantidad de hombres”. La declaración, tan abrupta, tan fuera de lugar, me produjo un estado como de shock y no habría sabido qué responder, pero ella continuó inmediatamente, “He traído uno de mis cuentos para que lo leas, pero quiero que leas ahora, en voz alta, delante de mí, para que yo lo oiga de tus labios y sepa que no me haces trampa cuando tengas que criticarme. Tómalo”. Me entregó unas hojas bond impresas, cuatro o cinco, y agregó, “¡lee!”. Se sentó en la silla frente al escritorio.
En mi confusión, con el corazón galopando, intenté leer bien. “Noche de aprender”, se llamaba su trabajo. Era la historia de dos jóvenes, que luego de algunos escarceos, van a hacer el amor, sin amor. Él se siente dominante hasta que llegaron a la cama, que es donde ella le da una verdadera lección de sexo. A partir de allí, ella lo deja prisionero de su inseguridad, ella rompe el romance y aprende que su poder y su sabiduría son infinitamente superiores a los de él. Aprende, que en todo su ser sexual, goza de un poder ilimitado sobre sus contendientes. La reflexión final es que siente que todo eso no le basta y que ella, no sabe cómo, siendo como es, necesitará también del amor verdadero, eso por lo que vale la pena vivir y morir. “Ahora, critica”, casi me ordena en su perentoriedad. Al principio las palabras se me atragantan, porque pienso, más bien sé, que he leído una aventura suya, en que su sexualidad infinita se enseñorea sobre el pobre muchacho inexperto que intentó poseerla. Y claro, esos pensamientos me vuelan la cabeza, me desorientan, me hacen perder la brújula y la rosa de los vientos. Sin embargo, un poco a saltos, empiezo. “El cuento está muy bien escrito, tiene una progresión justa, y utilizas imágenes y metáforas precisas. Las palabras están bien puestas, cada una donde debe ser, y aunque es muy intenso, casi feroz en la descripción del acto sexual, en ningún momento se vuelve grosero, y el remate, la reflexión final cuando la guerrera descansa, aunque sin descansar, es, creo, el llamado y la ansiedad de su alma, en algo de difícil solución, porque el personaje femenino es una devoradora insaciable, una especie de súcubo, pero que clama sin decirlo, la ternura que crea la armonía y la delicia entre los humanos. Dejé pasar unos momentos, ella se quedó mirándome, y entonces agregué el final lógico; “Te felicito, tienes talento de sobra”. Lo dije sin seguridad, a pesar de la verdad de lo que había dicho, “Esos últimos halagos no son necesarios, pero te agradezco”, me dice, “creo que has sido justo y auténtico”.
Ella permanece sentada, no se mueve y me mira con sus ojos de fuego, y yo me voy deshaciendo en un gotear de hormonas que se diluyen y que confluyen en un río que me baja por el vientre, y me quedo ahí, aparentemente aplastado, pero como esperando algo más. Ese es mi cuerpo, claro. En mi mente, sin embargo, yo estoy verdaderamente sorprendido y admirado. Ella no sólo es ya la mujer más bella del mundo, sino que es maravillosamente creativa, integralmente artista. Ella al cabo de un tiempo empieza a hablar: “Ya lo ves, hasta ahora he experimentado con muchachitos, o con algunos hombres imbéciles. Necesito un hombre culto, sensible, mayor que yo. Creo que te necesito a ti. Ya sé que me deseas como no has deseado a nadie, eso lo veo en tus ojos, en cada movimiento de tu cuerpo, pero también necesito cariño, ternura. Tú me los podrías dar. Por sobre la tabla del escritorio le tomo la mano, se la acaricio, nuestros dedos se enredan levemente. Todas mis convicciones, todas mis excusas, todas mis razones van cediendo. Intentaré darle ternura, sí, pero mi impulso es poseer su cuerpo, si es posible en ese momento mismo, en ese lugar, aunque corramos peligro. Ella retira su mano, se pone de pie, y me dice, “Piénsalo bien. No tengo temor de que nos sorprendan en este lugar, pero tú, ahora sólo quieres gozar de mi cuerpo. La ternura está ausente. Cuando la tengas, yo lo sabré”. Y entonces se marchó. Yo quedé allí, como una gelatina palpitante de deseo y de asombro, pero sabiendo que debía pensar.
Y pensé, pensamientos torcidos que parecen rectos. O tal vez rectos que parecen torcidos, no lo sé. Pensé que podría amarla como ella lo deseaba, pensé que podría priorizar la ternura sobre el deseo. Pero me di cuenta, sin embargo, que lo importante era tener conmigo, para siempre, a ese ser mágico y hechicero. Pensé también que, para ello, debíamos escaparnos de allí. Ella dejar a su padre y madre, yo abandonar a mi mujer. Nos iríamos lejos donde no nos alcance el ayer. Al día siguiente se lo dije. Ella me miró, evaluándome, y finalmente aceptó. Huiríamos, sí. Había que prepararlo, buscar la oportunidad. Al día siguiente la vi en el patio, me miró, hizo un mohín, y yo sentí, junto con la dulzura que me invadió el abdomen, que todos mis espermatozoides en las vesículas seminales, se alineaban, formando el ejército del deseo y pugnaban por avanzar a la próstata y de allí seguir a su destino, en el cuerpo único, absoluto para el que habían sido creados: el cuerpo de Alicia, reluciente de lujuria, único receptáculo donde mi semen y yo naufragaríamos en la catástrofe más estruendosa y feliz de todos los tiempos.
Aquella tarde sus padres habían salido. Mi mujer estaba visitando a algunas amigas. La casa era nuestra. La encontré en su cuarto, me entregué a mi sometimiento, sabiendo que mi carne solamente en su carne se ennoblecería. La besé en la cara, ella lo permitió mientras se reía. Pero me hice de una voluntad que creía haber perdido, y, aunque absurdamente, la llevé al cuarto de servidumbre, que no se usaba. Allí se desnudó mirándome con más intensidad que nunca, envolviéndome en las llamas que migraban de sus ojos de maga. El aparecer de su cuerpo, de aquello que tanto había imaginado, pero no visto, me fue sumergiendo en un encantamiento de ardores inclementes. Cuando se abrieron sus muslos y me dejaron avizorar las tenues y delicadas cortinas de carne que realizando un camino serpenteante cubrían su abismo, el lugar donde se desatarían todos mis sueños, me acerqué a ella y como un hombre, besé primero todo su cuerpo. Ella, como mujer verdadera, besó todo el mío. Entonces, decidí cumplir mi destino sumergiéndome en su gruta donde se revelan todos los placeres, donde desaparecen todas las esperas, donde la muerte se une con la vida. La penetré, primero suavemente, (se percibe el dulce calor del cuerpo invadido), luego con la fuerza de un pistón, pero un orgasmo gigantesco, una eyaculación de nieves ardientes no me dio tiempo de practicar ni siquiera un movimiento adicional. Todo había acabado apenas al empezar. Yo me había ido en un mar blanco, en ese momento terriblemente insulso, absolutamente utópico, fuera de tiempo y de lugar. Ella me retiró con ira: ¡flojo de mierda!, ¡escribidorcito de porquería!, ¡maricón insoportable! Sólo tenías deseo de mí y ni para eso fuiste capaz. Vete a la mierda, hijo de puta. Y diciendo mil injurias más, se levantó y se fue.
Al día siguiente, ella y los suyos partieron. Yo no me animé ni a acercarme y simplemente miré desde atrás de una ventana, como un cobarde, como el fracasado que soy. Mi niña maléfica, mi sueño de beber juventud y éxtasis, se había ido. Sólo me quedaba la sensación mágica de aquella penetración fugaz, que fue a la vez, principio y fin de todo lo soñado. Después, únicamente fue vergüenza, universal, fatídica. Y ahora, para siempre, estoy aquí, con mi bella, madura y noble mujer, cumpliendo mi destino pequeño burgués, lejos, para siempre, de la locura engrandecedora, de la ruptura con este mundo que deberé seguir soportando.