Márcia Batista Ramos
Seguro que hubo amor antes del amanecer, antes que las campanas repiquen llamando para la misa dominical en los tiempos en que la esperanza brillaba como un campo de trigo a lo lejos. En aquellos tiempos, los buenos temían hacer ataques genocidas. Tal vez, porque vieron en el útero de sus madres y abuelas un número tatuado y desde el vientre, se prometieron no causar el mal que les causaron.
Pero, las horas trajeron nuevos días, con el pasar de los días el almanaque trajo al siglo de la paz que nos prometieron de niños e inmediatamente algo pasó: alguien quiso hacernos migajas para después escupirnos y volver a amasarnos como barro.
La mirada indiscreta de una cámara, de a poco, corroyó la sensibilidad de la gente que, acostumbrada a su soledad, al extremo individualismo y a la indiferencia, mira todo como si se tratara de la nada. De la nada vacía, grande como el cielo que, en su infinitud, no permite la comprensión de cosa ninguna. Lo único que la gente tiene certeza, de vez en cuando, es de que el dolor es ajeno.
Las horas deshabitadas se consumen frente al celular y con ellas la vida de los que miran todo, sin hacer ni sentir nada. No importa que en Burundi un hombre no tenga qué llevar a la boca o en Afganistán otra niña sea destruida antes de aprender a leer. Es la miseria de unos frente a la indiferencia de otros. Mientras coros suenan con estruendos de bombas. El miedo extremo se queda en el aire y nadie sueña algún día volver a esos lugares para quedarse dónde todos los niños, como en el poema de Haim Gouri, nacen con un cuchillo en el corazón.
Ya va un cuarto del nuevo siglo, la paz que nos prometieron de niños, ahora sabemos que era mentira. Todo está pasando en la tierra bajo la mirada indiscreta de una cámara. Ya nada importa para nadie: la vida de los niños en Líbano o los girasoles de Ucrania que arden bajo el fuego enemigo. No existen lágrimas que detengan la ira, pero, la publicidad, como el viento que disminuye por la noche y vuelve con más fuerza por la mañana, se repite incansablemente. Nadie sabe que los infantes no son soldados, tampoco, si sus almas van al cielo…
Frente a la muerte y a la destrucción, los burócratas diseñan planes y calculan el costo para sacar los escombros y para construir un nuevo lugar, con un nuevo nombre mismo antes de que se haga trizas al instante en que explote la próxima bomba. Dicen que después, la ciudad antigua de Saná juntará los añicos de sus viejos adobes en un día asoleado cualquiera, para tratar de levantarse; llegarán miles de máquinas para limpiar los campos de golf de la Franja Gaza y un viejo decrépito con una mirada pérfida y sonrisa amarga, caminará lentamente sobre el pasto que se nutrirá de la sangre inocente que están derramando ahora mismo, bajo la mirada indiferente de una cámara, en el año del señor de 2025.