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En clave de son cubano

Cristian Madrigal Arroyave

La mañana del jueves 21 de marzo comenzó clara y despejada. Aprecié desde la ventana la ciudad de Santiago de Cuba, la segunda más grande del país insular. Tomé la primera ducha del día para refrescar el cuerpo, empaqué lo que requería para la charla con los bibliotecarios y salí del hotel Las Américas, donde fuimos hospedados por la organización de la Feria del Libro. Al salir sentí cómo me invadía la atmósfera calurosa, densa y húmeda del trópico. Justo en la salida nos esperaba la guagua —que es como allí se les dice a los autobuses— a quienes esa mañana tendríamos intervenciones en el segundo día continuo de programación cultural de la Feria.

El vehículo estaba fresco, tenía aire acondicionado. Noté que varias personas lo habían abordado. Saludé a algunos invitados a quienes conocí la noche de la inauguración y a otros a quienes no conocía. Me senté al lado de la ventanilla y hojeé el contenido que llevaba preparado para la charla, mientras esperábamos a otras personas.

En un momento, se sentó a mi lado un señor amable, risueño y cordial, preguntando si yo era uno de los poetas colombianos; después habría de enterarme que era el poeta Reynaldo García Blanco. Al presentarse llamó mi atención con una anécdota sobre el poeta antioqueño Porfirio Barba Jacob durante su estancia en Guatemala. Me contó que el poeta también pasó por Cuba y, ya en movimiento, señaló la casa donde se habría hospedado en Santiago. La anécdota, contada por José Z. Tallet, trataba un viaje, en el que el poeta le pidió a la dueña de la casa el favor de regar unas plantas, pues eran de una especie que necesitaba de sumo cuidado. Ella lo hacía cada mañana cuando, un día, un señor elegante que pasaba por allí le preguntó por qué regaba aquellas plantas en su jardín y ella le refirió el cuidado especial de su inquilino, a lo cual el señor le respondió: “Pues, sepa usted, querida señora, que su inquilino se lo ha sembrado todito de mariguana.”

Esta anécdota, sin lugar a dudas, rompió el hielo y me hizo reír, dándome una grata primera chispa de la simpatía que tienen los cubanos en la conversación. En ese país que tanto he admirado por su cultura, notaba cómo afloraba su identidad en los gestos de sus habitantes. No puedo negar, sin embargo, que ir en la guagua con aire acondicionado y en sillas confortables, me hacía sentir en una situación de privilegio, pues por la ventanilla —como lo hice antes y después de esa mañana, caminando por la ciudad— podía observar los distintos cuadros de vida cotidiana, las formas de vestir, el pantalón corto y la camisa raída, los uniformes monocromos de colegio, los mototaxis, el esfuerzo de muchos en el rebusque en todas sus formas, las pieles tostadas por el sol, los rostros cansados y los ojos ávidos de oportunidades, las fachadas de las casas con estilos coloniales, más limpias y coloridas que en La Habana, los coches antiguos y descontinuados en otras partes del mundo, menos en Cuba, donde todavía funcionan muy bien y donde funcionarán por quién sabe cuánto tiempo.

Y, así como es el caso de los modelos de los carros y de las motos, los aparatos y la maquinaria en general, la industria y los recursos económicos, son escasos; por ello muchos ciudadanos se ven en la necesidad de reparar distintos daños con enmiendas e inventos de toda clase, aprovechando al máximo los materiales que se tengan disponibles. Dadas las condiciones políticas actuales, el país ha sufrido una reducción considerable en sus recursos económicos desde cuando dejó de recibir el apoyo de la Unión Soviética en los noventa y ahora debe intercambiar recursos con otros países, de manera que el abastecimiento de maquinaria de últimas generaciones ha sido impensable. Tal es el caso de las motocicletas MZ, populares en Santiago, con estilo y confiables a pesar de los años: llegó desde Alemania del este en la década del 80 y se ha convertido en el vehículo por excelencia en esta ciudad, habiendo quién repare cualquier tipo de daño que sufra este modelo.

Después de entretener la mirada por unos minutos en los vehículos que transitaban por las calles, apeamos en la calle Enramadas, pasaje peatonal reconocido por distintas celebridades del mundo. Wendy —una integrante del equipo organizador de la Feria—, me llevó a la biblioteca provincial Elvira Cape Lombart, donde me estaban esperando tres mujeres santiagueras, morenas con aguda mirada y sonrisa afable, que me llevaron como tres ángeles guardianes al salón del arzobispado de la Santa Basílica Metropolitana Iglesia Catedral de Nuestra Señora de la Asunción de Santiago de Cuba y Primada de Cuba, construida en 1522 y restaurada en 1922. Y es que, siendo la primera capital del país, en Santiago las grandes y antiguas construcciones no son pocas, de altas y robustas columnas con tendencias neoclásicas y estilo barroco, se extiende el casco histórico entre museos, bibliotecas, librerías, casas de la música y pasajes peatonales, restaurantes y hoteles, iglesias e iglesias. Pero, además de la arraigada tradición católica en la isla, no hay que olvidar sus creencias de ascendencia africana. La imponencia de la centenaria estructura de la basílica hacía sentir la aparente presencia católica y el respeto del pueblo por su credo, pero lo cierto es que la gran parte de la población cree en los dioses yorubas y en sus bondades. Me encontraba en el interior de uno de los lugares del mundo donde siempre quise estar. Podía percibir los contrastes de su cultura.

Conocí a la licenciada Odalys Díaz Martínez, presidenta de la Asociación Cubana de Bibliotecarios ASCUBI, Filial Santiago de Cuba, y directora de la Biblioteca del Centro Cultural Monseñor Pedro Claro Meurice Estiú, quien me recibió con su delegación de bibliotecarios de la ciudad y me contaron cuál sería el itinerario de la jornada: el I Encuentro Científico Bibliotecológico de la ASCUBI, en el marco de la 32 Feria del Libro.

Como le había contado a mi compañero de viaje y amigo, el poeta y editor colombiano Cristancho Duque, el lunes cuando llegamos a La Habana y el martes a Santiago, una de mis principales motivaciones de la visita a la Feria, además de presentar la revista Cosmogonía y la preedición de mi primer libro de poemas, era poder compartir con los bibliotecarios de la ciudad algunas palabras acerca de mi experiencia y de mi labor en Bibliotecas Comfama, y ya estando ad portas de la intervención, no dejaba de sentir los eternos nervios, previos a cualquier puesta en escenario. Con todo, me sentía emocionado y preparado para conversar con el público que me esperaba.

Después de compartir apretones de manos y sonrisas, comenzó el evento. En primer lugar, se hizo una intervención oral dramatizada acerca de la valentía y del valor de ser afro, que me encantó. A continuación, me dieron el espacio para intervenir y responder algunas de las preguntas que formularon los bibliotecarios hacia el final de la charla. Llevé varios libros de la colección Palabras Rodantes de la editorial Comfama y del Metro de Medellín, como un intercambio bibliográfico, con el cual cerramos con broche, no de oro, sino de tonel de ron, en la preciosa isla azul del Caribe. Intercambiamos fotografías y contactos para no perdernos de vista.

Después de mí continuaron dos charlas más, una sobre una mirada a la inteligencia artificial desde la Universidad de Oriente y, la otra, sobre una valoración científico social de las Jornadas investigativas de los bibliotecarios de la Universidad de Oriente. Como debía regresar a la sala de presentaciones José Soler Puig, ubicada en la calle Enramadas, para reunirme con los invitados y organizadores, tuve que irme sin escuchar esas dos intervenciones. Salí, atravesando la basílica, fortalecido para reafirmar mi labor en Colombia, por las experiencias compartidas y por el honor de participar en la inauguración del I Encuentro Científico Bibliotecológico de la ASCUBI.

Salí caminando tranquilo, como en mi barrio latinoamericano, con ritmo en clave de son cubano. Por las recomendaciones de nuestro anfitrión de primerísima, el poeta, editor y amigo santiaguero Oscar Cruz, quien ya nos había visitado anteriormente en Colombia, caminé altivo y sonriente por el casco histórico de esa ciudad que ya había acariciado los pasos de tantos y tan diversos artistas de todo el mundo, observando, admirando, reconociendo la belleza cultural que es plural y se interpreta con la idiosincrasia de cada población, en especial por su música, su literatura, su cine y su teatro, su historia y, ahora, por el carisma de la gente. Di un par de vueltas por las ventas en las calles que rodean el parque de Céspedes y fui, como si nada, he dicho, a la sala de presentaciones José Soler. En las afueras vi a Cristancho y, para refrescarnos, compramos un par de cervezas importadas de Bélgica en la esquina de la calle.

Así como es cultivada la belleza cultural, la medicina y la neurociencia, el intelecto y la crítica, la danza y la oralidad, el teatro y la literatura, la edición, la educación y toda clase de profesión que ejercen o no ejercen los transeúntes, es constante la escasez de algunos alimentos y enseres, la falta de acceso a elementos de aseo personal o de higiene, la resignación por el alza del dólar y el incremento de los precios en los productos que ofrece el Estado, lo cual provoca una presencia evidente del mercado negro. A esto se suma el desorden cotidiano que producen los cortes de la corriente eléctrica por la crisis energética en las provincias de la isla, con excepción, en ocasiones, de La Habana, lo que deja en algunos cubanos una desazón por estas circunstancias. Pese a ello, Cuba se mantiene actualmente con la menor tasa de desnutrición del continente y casi todos sus habitantes mayores de edad cuentan con estudios universitarios.

La Revolución cubana establecida en 1959 se mantuvo indemne durante tres décadas hasta la desintegración de la Unión Soviética en 1991, pues dejó de recibir sus apoyos económicos. En 1992, ante el recrudecimiento del embargo por parte de los Estados Unidos, Cuba entró en una de las crisis más recientes de su historia rebelde, que Fidel Castro llamó “Periodo Especial en Tiempos de Paz”, como un eufemismo de la cruda realidad económica que vivía la población. Dadas las condiciones de tráfico y de activación del mercado negro que muchas personas tuvieron que optar, el Gobierno habilitó distintas monedas para contrarrestarlo con la circulación legal, evitando el comercio ilegal de los dólares y de los productos comprados con ellos, lo cual provocó un fuerte impacto en la economía nacional porque su moneda  no es la más fuerte. Así es como han podido coexistir en la isla el dólar, el euro, el CUP (peso cubano) y la MLC (moneda de libre cambio), y con ellas las castas y las jerarquías. Para el cubano promedio, los productos del Estado son más caros de lo que parece y prefieren recurrir a la bolsa negra. Actualmente, el banco cambia dólar a 120 CUP, mientras que en el marcado negro puede conseguirse a 310 CUP.

Cuando tomábamos la cerveza, le dije a Cristancho que el martes en la noche había visto, al lado de la Catedral, la Gran librería, lugar adonde debíamos ir a comprar tantos libros como queríamos, pues unos muchachos con credenciales del evento me habían contado hacía poco que para allá llevaban la mercancía que estaban cargando: cajas y cajas de libros nuevos, variados y con curiosas portadas. Pensando tal vez en José María Heredia, José Martí, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Eliseo Diego, Fina García Marruz, Cintio Vitier o Wichy Nogueras, nos dejamos guiar por la tentación y fuimos con Claudia Alves y Marcelo Lotufo, invitados de Brasil y ahora nuestros amigos, y el recién conocido poeta cubano, Onel Pérez Izaguirre, a comprar muchos libros, muchos, tantos que tuve que pedir una caja de la bodega —normalmente, no te dan empaque, sino que debes portar uno— para poder llevarlos, porque era inevitable que se desmoronara esa pila inabarcable.

Queríamos aprovechar los libros que en Colombia eran difíciles de conseguir. Era imposible decir que no a tan buen precio y de tan buena calidad en su contenido, aunque no tanto en los tipos de papel. Con todo, no imaginábamos en esa primera compra que, días más adelante, compraríamos más libros y sería difícil organizar su salida del país, especialmente con la revisión de la Aduanas a los viajeros que llevan consigo pilas de libros, buscando libros patrimoniales, los cuales han sido los publicados hace más de 40 años y libros prohibidos, cuyos títulos se persiguen sin cesar por toda la isla, una isla que, a su vez, contiene en las manos de sus apasionados, increíbles y asombrosos libreros, títulos imposibles de encontrar en otras partes del mundo en ediciones y con detalles inenarrables: Cuba es un verdadero paraíso para los bibliómanos.

Durante los siguientes días de la Feria conocería en persona a destacados autores de las letras y de la música cubanas. Compartiría grata y sincera amistad con los amigos y propiciaríamos largos y profundos diálogos en el intercambio de quehaceres, de experiencias y de propuestas para futuros proyectos.

Con los paquetes de libros nos aproximamos a la guagua y esperamos a que llegaran los demás para ir a almorzar. Me detuve un momento a pensar en lo que había conversado con los bibliotecarios, en sus esfuerzos por la promoción de la lectura, en su vocación y en su voluntad, en su persistencia y en su amor por la cultura, en los avances tecnológicos que, pese a todo, han implementado en sus labores. Nos subimos y, todos dentro de la guagua (casi 30 personas), fuimos a La Casa de los Abuelos, lugar musical, tal era el plan de cada día: almorzar en los lugares tradicionales de la música en Santiago.

Como en otros lugares, sirvieron arroz blanco con frijoles negros, ensalada con vinagreta, pollo grillé y ñame cocido, acompañado de una refrescante cerveza Cristal, cuyo menú, en un restaurante turístico pero barato, podría costar alrededor de 1500 CUP. Recuerdo que, caminando por la calle en otras ocasiones, llamaron mi atención los transeúntes que llevaban un balde de metal, cuyos bordes tocaban con una varilla en cierto ritmo atractivo. Un día, sin pena al caso, me acerqué y le pregunté a un chico por su contenido: abrió la tapa y vi que adentro había unos conos de papel con el diámetro de una moneda y la longitud de un esfero, “¿qué tiene adentro?”, le pregunté y, mirándome persuasivo, vendiendo su producto, respondió: “Maní con caramelo. A diez pesos”. Es lo que muchas veces tiene que comer el cubano de a pie durante el día, y otras cosas, me dijo un poeta.

Para algunos cubanos, la isla es el ejemplo de una sociedad libre e indomable, pero, para otros, es una cárcel. Para algunos, Cuba es un paraíso cultural donde no existe la violencia, ni las drogas, ni el capitalismo despiadado, pero, para otros, es un país que, detenido en el tiempo, se aferra con esperanza al turismo. Para algunos ciudadanos, el diario vivir es una constante batalla que no se abandona y en la cual se mantienen de pie con mayor malicia y con fuerza cada día, mientras que para otros, de distintas castas, consiste en disfrutar privilegios. Existen desigualdades. Así lo pude comprobar durante los días que estuvimos en la isla, desde el lunes 18 al martes 26 de marzo. Fue sorprendente, por ejemplo, el episodio vivido el primer día en La Habana con un radiólogo que quería ofrecernos, a toda costa, su ayuda a cambio de algunos pesos o, mucho después, fue asombroso percibir la pobreza y la apariencia sombría de las personas habitantes del Cobre, donde se encuentra la Basílica Menor Santuario Nacional de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, la sagrada virgen y patrona de la isla, lugar adonde iríamos el lunes 25; pues, como es costumbre donde se cimienta una iglesia, abundan los tesoros sagrados y también abundan las almas en pena o, es decir, los creyentes pobres.

En otros momentos en medio del almuerzo, charlábamos en pequeños grupos, se escuchaban chistes y risas. El aliento trascendía aún el ron de la noche anterior, así que le pedí a mi amigo Oscar que me indicara cómo llegar al hotel para dormir, por lo menos, media hora. Cuento con esa capacidad inusitada para descansar unos minutos tras un largo período de trabajo y de vigilia y despertar luego con grandes energías, así que no retrocedí ante la idea. Oscar, entonces, me acompañó a tomar un mototaxi y me pidió que no hablase antes ni durante el recorrido para que el conductor no escuchase mi acento extranjero. Le dijo al tipo: “Al hotel Las Américas. ¿200?”, y este respondió que sí. Me cobró, entonces, el módico precio de 200 CUP. Llegué, me quité la ropa que ensuciaba más a menudo por el sudor que producía la temperatura, y me acosté a dormir, exactamente 35 minutos. Para la lectura de ese día, en la Galería de Arte, ubicada en el parque de Céspedes, necesitaba de unos minutos de descanso, cerrar los ojos después de transitar bajo el inclemente calor del sol santiaguero. Al despertar, era necesario ducharse y salir de nuevo, pues a las 4:30 tendríamos la lectura. Como ya eran las 3:55, apliqué lo aprendido y en las afueras del hotel paré un mototaxi y le dije: “Al parque de Céspedes, ¿200?”, y respondió que sí.

Después de la lectura de poemas en la Galería de Arte fui con mi amigo Oscar a tomar un par de rones a su casa. Charlamos, reímos e incitamos el rumor de los nuevos proyectos mientras el cielo, cubierto por una inabarcable nube gris, aún permitía iluminar con delgados rayos de luz los techos de los barrios populares y, poco a poco, palabra a palabra, ron a ron, llegó la noche y emprendí el regreso al hotel para dar encuentro a la cena con mi compañero de viaje y con los dos amigos de Brasil. Recorriendo la Avenida Garzón, una llovizna amenazaba con mojar los libros que llevaba bajo el brazo —¡nuevos libros todos los días!—, así que aceleré el paso mientras imaginaba qué sucedería durante el viaje: ¿A quién conocería?, ¿encontraría alguno de los libros de Wichy?, ¿cómo sería la noche del viernes en la terraza del Meliá?, ¿cómo sería la presentación de la revista Cosmogonía?, ¿con cuáles autores hablaría para conformar el próximo número de la revista? Seguramente, los ecos del encuentro con los bibliotecarios de Santiago me darían palabras para nombrar esa experiencia. Después de la grata y altiva jornada el cuerpo entraba en relajación nocturna, sensitiva y atenta. Me disponía entonces a vivir intensamente cada momento del viaje; por fortuna, en tierras cubanas, mi espíritu, alimentándose y fortaleciéndose, ya comenzaba a extenderse y a vibrar por cada parte de mi cuerpo. Había transcurrido un día memorable. Los demás días de la Feria no serían menos aventurados, ni menos asombrosos. Sería, cada día en la isla en medio del Caribe, un oasis de sensaciones y de experiencias para no olvidar.

Cristian Madrigal Arroyave es editor, tallerista y gestor cultural, integrante del colectivo revista Cosmogonía. Ha publicado poesía y textos en revistas y antologías nacionales e internacionales desde 2015 hasta 2025, incluyendo medios de Colombia, Bulgaria y Cuba. Ha sido tallerista en instituciones educativas y proyectos de fomento lector, y actualmente trabaja como facilitador en Bibliotecas Comfama y como coordinador comercial y director de comunicaciones en Ediciones Letra Dorada.

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