Guillermo Almada
Cuando comencé a escribir esta historia no tenía ni idea de lo que estaba por suceder. Solamente deseaba hacerles conocer a Simón, un hombre común, sin vueltas. Altamente social y comunicativo, al punto de estas invitado a una fiesta del consulado y salirse del salón con un plato de sándwiches para compartir con el cuidacoches del estacionamiento, y sentarse a comer, juntos, en el cordón de la vereda. Creo que ni él conocía el desenlace de esta historia.
Como les decía, Simón era capaz de conversar con cualquier extraño, en un colectivo, de mesa a mesa de un bar, en una muestra de arte tanto como en una feria, no le faltaban argumentos, ni palabras, ni conocimientos, de hecho, para muchos, era considerado un polímata. Sin embargo siempre volvía a casa solo. No se reunía con amigos, ni iba a la cancha, o al club, nada.
Gustaba solazarse en la soledad de su hogar, y a la hora del crepúsculo se sentaba en una reposera, en su balcón a disfrutar las últimas luces del día, el arrebol, y se quedaba hasta ver el cielo encapotado de estrellas. Siempre acompañado por su cuaderno de apuntes y una copa de algo, que podía ser vino, whisky o gin tonic.
Una noche en que se había quedado más de la cuenta mirando el cielo, vio un auto detenerse en la vereda de su casa. De el que bajó una mujer y, encendiendo la linterna de su teléfono móvil. Maniobraba en la cerradura de la casa vecina, que había estado, por años, desocupada.
En este punto él sintió una molestia que no sabía explicar, pero recurría a cierto sentimiento invasivo que, sabía, debía reprimir. Se trazó cientos de conjeturas, para concluir que nada resolvería hasta la concreción de los hechos, porque ese sería el único momento concreto de conocer la verdad, lo real. Igualmente, la situación comenzó a inquietarlo.
Ese fin de semana apareció la mudanza estaba en ciernes, y él abandonó el balcón para no parecer curioso, que no lo era. Pero su ansiedad lo dominaba. Y ansioso sí era.
A partir de ese momento, su vecina no sería otra que Lucia, una “modelo viva”, de arte, que acababa de comprar la propiedad, invirtiendo en ella todos sus ahorros.
Lectora voraz, afecta a ir al cine todos los jueves, después de la escuela de dibujo y pintura, que era los días de estrenos, y luego cenar sola en un bodegón de la zona oeste, siempre el mismo. Curiosamente también gozaba de la particularidad de tener una enorme facilidad para establecer diálogo con ocasionales parroquianos, pero se cuidaba de hacerlo para evitar ser mal interpretada.
Bien, la hora de la verdad había llegado y los hechos no podían estar más claros, Lucía y Simón ya eran vecinos, debía asumirlo, se cruzaban, aunque no siempre, sino a menudo, e intercambiaban saludos de índole protocolar, sin mayores atenciones.
Una noche en que Simón volvía a su casa, y mientras sacaba las llaves del bolsillo, vio a su vecina rabiar con la cerradura de su puerta de entrada. Pensó en ser indiferente, pero finalmente se conmovió y se acercó a ayudarla. Ella le dijo que hacía media hora que lidiaba con ese tema y no podía entrar a la casa.
Simón notó en los ojos de la mujer un gesto de fastidio, y se dio cuenta de que estaba a punto de darse por vencida. Tomó la llave, la miró, miró la cerradura, analizó la puerta, introdujo la llave y giró al mismo tiempo en que hacía una pequeña fuerza con el cuerpo, hacia adentro y, desde el picaporte, la levantaba con firmeza, y así el pestillo cedió.
Lucía lo miró colmada de asombro y agradecimiento. Esta cerradura es la original de cuando se construyó la casa, explicó Simón, así que ya tiene sus años, y antiguamente las cerraduras se lubricaban con grasa grafitada, para mantenerlas siempre en buen estado. Hoy se usa un elemento que viene en aerosol, que no es lo mismo pero la reemplaza.
Lucía se sintió aliviada y en deuda, le dijo que no sabía de qué manera agradecerle, y que al otro día llamaría a un cerrajero para que se encargara del tema. Simón amplió su gesto a la par de su sonrisa y le pidió que le diera cinco minutos, y le haría ahorrarse el gasto del cerrajero y fue a su casa en busca del lubricante para la cerradura. Al regresar vio que la puerta estaba entreabierta y Lucía no estaba, había entrado. Procedió a aplicar ese líquido mágico por ambos lados de la puerta y se atrevió a entrar para despedirse de Lucía y recordarle que cerrara la puerta con llave.
Al mismo momento, ella, con ropa más cómoda, había abierto una botella de vino y puesto unas minutas sobre la mesa para compartir con Simón. “Sé que recién llegas a tu casa, argumentó, y aún no debes hacer cenado, comparte esto conmigo, me sentiré mejor y podremos conocernos. Después de todo somos vecinos”. Así fue como empezaron a hablar de sus características personales, sus gustos y pareceres.
Se cayeron bien de primera instancia, congeniaron rápidamente. Libros, discos, películas. Hubo anécdotas y risas, otra botella de vino. Fotos viejas del celular. No resulta fácil determinar si las circunstancias fueron llevando las conversaciones hacia lugares más personales, secretos, íntimos. O si ambos dirigían el contenido de sus palabras hacia esos interrogantes. Y apareció la pregunta difícil de responder para cualquiera de ellos ¿Cómo es que una persona como tú está sola, sin pareja?
Una pareja es alguien con quien, se supone, compartirás el resto de tu vida, y eso es mucho tiempo, comenzó respondiendo Simón. Hay condiciones que se deben cumplir, de ida y de vuelta, hasta el último de tus días. Promesas que deben hacerse para ser cumplidas, y no resulta fácil conservar ciertas conductas durante tanto tiempo.
Lucía bebía vino y lo miraba, entregándole en ese silencio suyo, más que respeto, la posibilidad de explayarse a sus anchas, porque estaba verdaderamente interesada en lo que el muchacho decía. Es más, en ese momento, intuyo, creyó descubrir algo de Simón que a cualquiera hubiera hecho sobresaltar.
Los dos se hallaban transitando espacios de una intimidad extrema con cada palabra, como si hubiera habido una búsqueda y una confesión, de fuerzas antinómicas, estableciendo una sinergia centrípeta que los atraía, uno hacia el otro de modo inexorable.
Simón se sirvió el último trago de vino que quedaba en la botella y se sentó en el sillón ubicado frente al que estaba ocupando Lucía, que dejó su copa sobre la mesa del living. Se miraron, por primera vez, desde la curiosidad, en la necesidad de corroborar que lo interpretado era la realidad absoluta, y abrió sus piernas mirándolo fijamente a los ojos para comprobar que él la recorría con enorme placer y absoluto desenfado. “Una mujer con las piernas abiertas es una amenaza para quienes sienten temor del cuerpo, de las sensaciones, de la libertad”, había leído Simón en un libro de Mónica Soto Icaza, y él no tenía esas percepciones.
¿Te gusta mirar? Preguntó ella de manera retórica. Y a mí me gusta que me miren, aseguró y se quitó la bata de seda, que era lo único que llevaba puesto. Era la noche mágica del ensueño de ambos. El éxtasis de los cuerpos cercanos y siempre acariciados solo por el aire y el aliento de ambos.
Stanley Clarke sonaba en el ambiente. Aquí estabas, pensó ella. Por fin te encontré, se dijo él. Y desde entonces, en una casa o la otra, se encontraban, cualquier noche, todas o no, para amarse al modo de ellos, en el arte del mirar y ser mirado.