Andrés Canedo
Eran amigas en el colegio primario, en la secundaria ya eran como hermanas, en la universidad, aunque cursaron distintas carreras, eran amigas, hermanas y cómplices. Intercambiaron o se robaron algunos novios, por pura jugarreta, sin rencor, sin enconos. Hasta solían comentar, no sin hilaridad, sobre sus evaluaciones personales respecto de las habilidades amatorias de los hombres compartidos. Luego la vida y las obligaciones las fueron separando un poco, pero no había semana en que no se vieran, en que no se entregaran el alma. Avril y Alicia eran lindas, de mentes libres, que habían ido construyendo desde sus hogares acomodados y relativamente cultos, pero sobre todo en libros que, aunque esporádicos, tenían una frecuencia de uno al mes, a los que sumaban los que un buen profesor de literatura les había hecho leer en la secundaria, en el exclusivo colegio al que habían asistido. Y como una cosa, lleva a la otra, habían ampliado su espacio mental con el buen cine, no porque en su ciudad hubiera mucho para elegir (la industria norteamericana predominaba en las salas), sino en discos que se daban mañas para conseguir. El teatro, que sí era abundante y bueno donde vivían, había terminado por abrir sus mentes. Aunque políticamente eran un poco divergentes, pues Avril se decía de izquierdas, Alicia se inclinaba más a la derecha, pero ni las convicciones de las dos eran profundas, ni esta disparidad las llevaba jamás a pelear. De manera que ya mayores, aunque no sufrían requiebros muy dolorosos, se sentían un poco como dos extrañas en el paraíso y las danzas polovtzianas del Príncipe Igor de Borodín, eran como un emblema musical que expresaba sus almas. Desde chiquillas, fueron apasionadas por enamorar, y en el colegio les caían a los muchachos más guapos, generando más de una envidia entre sus compañeras, y empezaron a entregarse a besos y caricias más arriesgadas, y una vez más, como una cosa lleva a otra, perdieron la virginidad casi simultáneamente, con total naturalidad, sin el peso del remordimiento y hasta con alegría. La amistad les llevó a contarse esas primeras experiencias y las que se fueron sucediendo. Su amistad era tan diáfana que cada una conocía el espíritu de la otra, y además de vivir sus propias aventuras vivían las de la amiga como propias.
Avril era de pelo castaño con los ojos de ese mismo color, un poco rasgados; de nariz fina y con la boca de labios gruesos y luminosos. Alicia era morena, de ojos enormes que parecían dos tizones encendidos, de nariz respingada y con una boca también suculenta, también tentadora. Sus bellas cabezas, estaban asentadas sobre unos cuerpos equilibrados y ágiles, plenos de garbo, que algunas clases de danza habían ido formando hacia lo deseable y, para algunos, hacia lo insolentemente deseable. Las dos juntas, eran como un río de luz y provocaban atropellos, desenfrenos y a veces fracasos estruendosos entre la masa masculina que las asediaba. Y no es que fueran misses universo, sino que cada una de ellas había aprendido por instinto, por cultura y por inteligencia, a sumar a su belleza, el manejo de sus herramientas de seducción. Sanas, vitales, corrían por las praderas de la vida como potrancas para las cuales el horizonte no es ningún límite. Se habían enamorado sí, pero sin arriesgarse al sufrimiento. Sus enamoramientos siempre fueron lo prudentemente superficiales como para no causar dolor. Además, no competían entre ellas. Tenían la suficiente sabiduría para no lastimarse, porque primero estaba la amistad. Por ello, en alguna ocasión hasta se dieron el lujo de compartir parejas y de tomarlo como un juego más.
Se sabe, la vida suele tender sus trampas y para ellas esa trampa se llamó Jorge. Un día, mientras cursaban el último año de universidad (Avril, arquitectura; Alicia, ciencias de la comunicación), en una fiesta apareció Jorge. Y Jorge no era precisamente un Adonis, pero emanaba masculinidad por todos los poros y tenía una mirada insolente que hacía saber a cada mujer que la estaba desnudando con los ojos. No era tonto ni inculto hasta el paroxismo, pero más que nada irradiaba una seguridad absoluta de sí mismo. Para ambas fue como una epifanía, a ambas les gustó, ambas lo codiciaron, ambas se asombraron al sentir, secretamente, que su admiración era inédita, que su interés era más intenso, que el amor, al que siempre le habían escapado, empezaba a arañar sus puertas. Y las del amor, claro, suelen ser las trampas más letales. Aquella noche, bajo su apariencia de seriedad y desinterés, Jorge coqueteó con las dos, les liberó la compuerta de los sueños escondidos y al día siguiente se acostó con Avril. Avril, gozosa, se lo contó a Alicia quien también había acumulado ilusiones con el mismo hombre, y ella por primera vez sintió rencor que se movilizó en decisión. Entonces, llamó por teléfono a Jorge y se fue a la cama con él. No obstante, a pesar de los placeres de la carne, sintió que no había llegado más lejos de aquella superficie deleitosa, que ese hombre no le pertenecía. Asimismo, por primera vez, Alicia no le contó a Avril su aventura, pues advertía que la amiga de siempre ahora no sólo era su rival, sino también su enemiga. Jorge siguió acostándose con ambas, con absoluta impunidad y felicidad, mientras el tiempo se lo permitió, pues la perspicacia de Avril notó cierta vacilación, una ligera incomodidad en Jorge cuando ella le mencionaba a su amiga, ahora un tanto distante, Alicia. De manera que Jorge, acorralado por la dialéctica feroz de Avril, no tuvo más remedio que confesar. Alicia, con la que Avril desde un tiempo atrás se veía poco y sus encuentros ya no estaban colmados de cariño ni de confianza, no le había contado nada. Avril, enamorada como estaba, insegura como empezaba a estarlo, lo consideró una horrible traición.
– Dime, Alicia. Sé que te has estado acostando con mi novio. ¿Qué tienes que decir?
Alicia que estaba igualmente enamorada de Jorge, que también sufría, de manera inédita, de inseguridad, que procuraba con desesperación desde la magia ahora insuficiente de su cuerpo, desde todas las pulsiones de su espíritu, apropiarse de ese ser inabarcable que no le pertenecía, respondió desde el rencor.
– Sí, me lo he estado cogiendo. ¿Y qué?
– ¡Eres una puta de mierda! Eso es el qué.
– ¡Y tú una reputa! Lo has sido desde siempre.
Esas palabras fueron más que suficientes: se separaron, no se volvieron a hablar. Avril, todavía a fuerza de inteligencia, de retórica, de proezas en la cama, logró arrinconar a Jorge y finalmente convencerlo de que se fuera a vivir con ella. Victoria pírrica, pero victoria al fin. Victoria que fue pagando durante el desgranarse de los meses con sesiones de sexo que iban declinando en intensidad y en verdad, con discusiones amargas, con gritos, con platos y objetos rotos en ataques de furia. En esos momentos de horror, una voz secreta, escondida en los repliegues de su alma, le decía: “Si estuviera Alicia conmigo, ella podría consolarme”. Pero ella ahogaba de inmediato ese clamor y terminaba en el páramo del llanto escondido, del dolor inconfesable. Por su parte, Alicia se fue sumiendo en la tristeza. Del dolor, del arrepentimiento, del abismo en que se había sumido por la separación con su amiga, intentaba consolarse en experimentos cada vez más insuficientes de sexo que la iban vaciando en vez colmarla. Al principio, todavía codiciaba al hombre de Avril, pero también ese sentimiento se le fue esfumando y sumida en la melancolía, oía a la voz arcana de su corazón musitar: “Si Avril estuviera conmigo, ella podría consolarme. Pero yo la traicioné, yo, soñando con un espejismo, tal vez soñando con el sueño del amor verdadero que nunca tuve o no quise tener”. Era esa consciencia, ese sueño del amor verdadero que ella imaginó en aquel Jorge que no era suyo, el que la atenazaba en noches de pesadillas, en el hierro que le desgarraba el cuerpo en esas jornadas en que estrenaba la soledad real. Alicia también acallaba esas voces e intentaba reemplazarlas con el odio que podría mantenerla en pie, porque el odio, quería creer, cohesiona más que la alegría, más que la amistad. Y ella, necesitaba mantenerse cohesionada, por lo que fuera, no importaba lo que fuera.
Avril, que poco a poco lo fue perdiendo todo, desde el desierto en el que se hundieron sus emociones, un día en que Jorge cegado por la rabia ante los ataques de ella que él consideraba injustos, superándose a sí mismo, le gritó, fuera de sí: “Tu amiga tiraba mejor que vos”. En ese momento el odio se instaló entre ellos y no los abandonó hasta que una cachetada que Jorge le dio a Avril en medio de una discusión, determinó que Avril, apelando a los restos de su dignidad, lo expulsara de su casa y de su vida. Ella empezó a vivir sus noches sola, y el peso de la soledad le desgarraba el vientre donde antes, el cuerpo de Jorge había generado paraísos efímeros. Su alma, nunca había comulgado con la de ella, y ese era el peso mayor en sus noches de desamparo. Entonces, Avril sola, creyó encontrar otro caudal para el odio unificador y ese caudal conducía hasta las playas de Alicia.
No pocas veces, Alicia y Avril coincidieron en algunos lugares. Se reconocían desde lejos, cambiaban de vereda, no se miraban. “Ahí viene la puta esa”, se decía Avril. “Ahí está la perra que me robó la posibilidad de ser feliz”, se decía Alicia. Sin embargo, unos pasos después, una sensación de nostalgia hacía presa de ellas, pero ambas enterraban ese sentimiento con la arena abundante y siempre presta de los malos recuerdos. Alicia se enteró, claro, de que la relación de Avril y Jorge había terminado, y aunque al principio sintió una íntima felicidad, la misma al cabo de pocos días se transformó en tristeza que se sumaba a todas las que ya tenía acumuladas. Un día encontró a Jorge en la calle. Cuando lo vio venir, Alicia observó al hombre guapo que tanto había soñado, pero aunque buscó en su interior el viejo fuego, el instinto, el sueño de amor, nada de eso apareció. Él se le acercó e intercambiaron palabras de fórmula. No hablaron para nada de la fracasada relación con Avril. Jorge, que aunque había sentido como una liberación su separación de Avril, andaba igualmente perdido de sí mismo, en un estado cercano a la nostalgia, alejado de su vocación de galán impenitente, dijo, porque le salió automáticamente, porque era algo que seguía pegado a su ser como si fuera una cicatriz, dijo sin intención real, “¿Quieres ir a tomar unos tragos esta noche?”, y soportó la respuesta inmediata y contundente de Alicia, “¡Por qué no te vas a la mierda, cojudo!”. Con una nobleza que lo dignificó, él le respondió mientras se marchaba, “Tienes razón. Es el lugar donde debería estar”.
Fue en la inauguración de una exposición de pintura, cuando ambas escapaban de la multitud amontonada en los pasillos de la galería, que se encontraron de frente, a menos de un metro de distancia. Es que ambas, cargando con sus soledades, con sus voluntarias castidades, encontraban en el arte ese poco de consuelo, ese vislumbre de paz y de esperanza. Se miraron a los ojos, primero con un destello de furor, pero al reconocerse en los ojos de la otra, sus miradas empezaron a alumbrar la ternura. “Hola”, le dijo Alicia; “hola”, le contestó Avril. Sólo eso, y cada una siguió caminando hacia el lado opuesto. Pero cada una cargaba la nube refrescante de una emoción creciente, que aunque intentaron disipar, fue cubriendo el cielo de sus seres y que, paradójicamente, lo fue llenando de luz. Avril, alumbrada por chisporroteos del amor renaciente, tomó la decisión, desbloqueó a Alicia en su teléfono y la llamó. Alicia que, entre dudas y deseos había estado en similares quehaceres, contestó la llamada.
– ¿Cómo estás?, preguntó Avril.
– Bien, ¿y tú?
– Bien por haberte visto.
– Yo también. Estoy alegre por nuestro encuentro. ¿Que te parece si nos juntamos para hablar? Creo que lo que tenemos que decirnos, debe ser mirándonos a los ojos.
– Yo también, sobre todo si tengo que decirte que te quiero.
– Lo mismo yo, Avril, que aunque te lo repetiré, empiezo a decírtelo ya: te quiero.
– ¡Te quiero, Alicia! ¡Te quiero!
Se encontraron en un café. Se miraron a los ojos, se tomaron de las manos y se fueron diciendo las cosas, duras pero dulces, dolorosas pero renovadoras, y el perdón que no requirió de solicitudes, las fue cubriendo de paz y de luz. La conversación no fue puntual. Tal vez por pudor o por temor a herir, no hablaron específicamente de Jorge, de la traición de Alicia ni de la soledad de Avril, ya sin él. Conversaron sí de su amistad de toda la vida, del cariño mutuo, de la ceguera en que habían vivido, de que nada, o casi nada, debería sacrificar el quererse entre las dos, ya que ese sentimiento las sostenía para no precipitarse en las tinieblas. Desde sus manos tomadas, desde los mensajes de sus ojos, fueron reencontrando el alivio que sólo la ternura puede producir sobre las heridas del sentir. Sintieron, de pronto, que habían crecido y que desde esta nueva estatura, podrían enfrentar la vida con más armas. Sintieron también, que el solo hecho de su apego les entregaba un refugio cálido contra las penas y los desengaños. Desde entonces, se vieron un par de veces en la misma semana, siempre cariñosas, aunque todavía cargando una congoja que poco a poco aminoraba. En esos días llegó la pandemia.
Con la pandemia vino el aislamiento y durante los cuatro primeros meses se comunicaron por internet. Cuando aflojaron las restricciones se reencontraron en una plaza, con barbijos y sentadas cada una en el extremo opuesto de un banco. Allí, los ojos de ambas comunicaron tanto como las palabras puntuales que habían madurado para ser dichas.
– Sé que me porté mal, sé que no debí haberme acostado con el que tú elegiste como tu hombre. Es que me creí con derecho a intentar el amor de verdad, a sepultar mi vacío, y no vi el egoísmo de ese intento porque creo que tú perseguías lo mismo. Perdóname, –dijo Alicia.
– Sí, yo perseguía lo mismo y creí encontrarlo. El tiempo se encargó de demostrarme que me equivoqué. El esplender de la cama no es suficiente para eso que llamamos amor. Flaquezas, caprichos, empecinamientos, fueron horadando lo que estaba, al menos para mí, cubierto y protegido por la esperanza. Porque creí ver, en él, el amor, ese que seguramente venía persiguiendo desde mucho antes. Puse todo de mí. Pero al no encontrar resonancias en él, me fui enojando conmigo misma, me fui agriando, y entonces comenzaron las peleas. Hasta que una vez, él, al que había logrado exasperar, me dijo que tú cogías mejor que yo. Me enceguecí, entonces. No necesitas pedirme perdón, hace mucho que ya te había perdonado, porque cuando pude reflexionar un poco entendí, porque te conozco, porque siento casi como tú sientes, que también estabas persiguiendo el amor. Yo también te pido perdón por haber sido tan torpe.
– Siempre fuiste generosa. Yo fui egoísta, porque no pude ver que también estabas buscando lo que se supone es el verdadero sostén de la vida, el tan ensalzado y vilipendiado amor. Ya nos llegará, supongo. Pero si a ti te llega, yo lo celebraré y nada podrá quebrar este cariño que nos tenemos. Sé que tú actuarías de igual forma que yo, si fuera a mí a quien le sucediera el amor.
– Claro que sí, –respondió Avril–. ¡Tengo tantas ganas de abrazarte! pero está esta maldita plaga que nos obliga a la distancia. Pienso, sin embargo, que en nuestros ojos podemos ver ese abrazo, que no es lo mismo porque no están nuestros cuerpos unidos, nuestros corazones galopando el uno sobre el otro, pero es abrazo, al fin.
– Ahí estoy, Avril, abrazada a ti para siempre.
Era un día de viento, los cabellos de ambas flotaban como la luz entre los árboles. El viento benefactor se llevó por fin todos los pesos que habían anclado sus espíritus en un largo desvalimiento. Quedaron en volver a encontrarse en una semana, a la misma hora, en el mismo lugar. Pero, la mañana del día esperado, Alicia llamó por teléfono a Avril y le dijo: “Estoy con un poco de fiebre y dolor de cabeza. Tengo que ser precavida, de manera que mis padres me llevarán esta tarde a la clínica para que me hagan un test. Lo siento porque no podré verte y si diera positivo, mis viejos y yo tendremos que aislarnos. Temo un poco por ellos, que aunque no son muy viejos, corren más riesgos. Para mí, con 24 años, como sabemos, será un poco más que un resfrío y en diez días más podremos encontrarnos”.
Los siguientes fueron mensajes de texto, el Covid había sido positivo. Ella en su apartamento y sus padres en su casa, estaban aislados. El próximo, dos días después, estoy en la clínica, parece que he empeorado. Papá y mamá bien. Avril empezó a sufrir, empezó a imaginar, empezó a ver imágenes aterradoras. Hizo todos los ejercicios para que la razón se impusiera sobre esas visiones. Todo fue en vano. En las noches de insomnio que siguieron, no podía arrancarse la imagen deteriorada de la amiga, su imagen sufriente. Al cabo de tres días llegó a su teléfono una fotografía de su amiga y un corto texto: “Como podrás ver, estoy hecha mierda. Dentro de un rato me llevarán a cuidados intensivos, por seguridad, dicen”. Avril se horrorizó al ver en la foto, la constatación de los fantasmas a los que había querido espantar. Pero la realidad era más intensa, más terrible. Aquel rostro bello de Alicia parecía tejido con las telarañas del mal, todo demolido, todo fragmentado. Sólo sus ojos de fuego, permanecían bellos aunque aterrorizantes. “Aguanta Alicia, no te me vayas. La felicidad vendrá, el amor llegará. Ya lo verás. Aguanta hermana de mi alma”. A partir de entonces, Avril vivió días y noches desesperados, encajonados entre el ruego y el llanto. Sintió que se le desgarraba el crisol de todos sus sentimientos, sintió que iba cayendo en un abismo deletéreo cuyas fuerzas aciagas la arrastraban hacia la negrura insondable. No era posible ir a verla, las respuestas del personal de la clínica consultado por teléfono, eran más insondables que los misterios eleusinos. Estaba absolutamente impotente, condenada a sus pensamientos que sólo la llenaban de terror. Cuatro días después recibió un mensaje de texto del papá de Alicia que apenas decía: “Sé cuánto se querían. Lamento comunicarte que Alicia ha muerto”. Para Avril el pozo de su caída, se ahondó hasta el infinito. Supo, de pronto, que a partir de ese momento debería confrontarse con la ausencia definitiva, con el vacío, en el que el dolor cabe, pero que nunca se acaba de llenar. Los vientos de agosto soplaban fuerte ese día, esos mismos vientos que pocos días antes parecían haberse llevado los pesares, ahora le hacían entender que el viento no se lleva todo. Que la vida, la muerte, el destino o vaya a saber qué, guardan siempre un as bajo la manga y que ese naipe malicioso puede encerrar la clave de tu tragedia. Que aunque el tiempo traiga sus pociones de olvido y de consuelo, que aunque el amor verdadero llegara nuevamente a su vida, quedaría siempre un espacio hueco, eso que aparentemente es la nada, pero que a la vez es un todo absoluto, y que ningún viento lo puede llevar.