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El viaje de las palabras

Los jóvenes sentados en la desnuda pared son todos hijos de inmigrantes, Mustafá es originario de Marrakech, Saddam es argelino, de un pueblito cerca de Orán, él me hizo recordar a El extranjero de Camus, el último, él que fuma como un turco, es un egipcio que nunca conoció su pueblo de origen. Cartago y Aníbal, la Nubia, miles de años de Historia y luego el olvido. Con ellos una lengua: el árabe. Con ellos muchas lenguas: la de los dominios, el francés y el inglés, la lengua de la gran odisea, el español, luego la lengua del destino final, el italiano, dulcemente mezclado con un acento “venessiano”. Los viajes del hombre y de las lenguas corren juntos. Las palabras que se cruzan, encontrándose con otras palabras, intentando una explicación al viaje, un mensaje oculto, una expiación al ras de la tierra recorrida. Encontrando el sonido primordial, la voz que se quedó extasiada, su silencio.

En Millau, sud de la Francia, corazón de la Languedoc, que en occitano es Lengadòc-Rosselhon, el trovador inició a cantar, parecía un texto con buenas rimas en catalán, acercando el oído parecía más a un francés mezclado con alguno patois del lugar. Cuando decidí entender en que idioma estaba cantando ya era tarde, al oído entraba el castellano y el francés, un poco de italiano, el catalán y cuantos patois desconocidos. La señora a mi lado riéndose se acercó un poco más y, acertada mi confusión, me dijo: “está cantando en Occitano”. Hay la raíz de nuestro idioma, encasillado en esta lengua romance que no pudo con las fronteras, con las cicatrices de la historia y se fue por aquí y por allá, intentando conservarse como lo intenta hacer este noble trovador de Millau. Al cierre del concierto le compré el casete y lo felicité. Toda la noche silbaba en mis orejas el fabuloso mejunje de este idioma que sigue vivo en toda esta lengua de tierra que va desde la Cataluña hasta la Liguria, cruzando todo el sur de Francia. Camino de los occitanos que de repente se traslada forzosamente a casi mil kilómetros de distancia, en la Calabria profunda. Entre el 1265 y el 1273 una operación cirujana permite a muchos miembros de la religión valdense, escaparse de las persecuciones y instalarse en Calabria, un festival de música occitana, en Guardia Piemontese reúne una cultura, muchas tradiciones y un idioma con aun el sabor a poesía del amor cortés.

El patois va y vuelve, como las colinas y los cerros de la Val de Aosta, en algunos valles siguen hablando solo el patois, nunca se doblegaron al francés o al italiano. En las escuelas se vieron obligados en aprenderlos pero en sus casas vuelve a la lengua madre. Mientras esquían o van recolectado leñas para el duro invierno vas oyendo esta dura dulzura del patois, hecho del material local, roca y árboles, miradas hacia el Gran Paraiso, el paso del imperio romano y la cruda soledad de la montaña.

Un dialecto vale cuanto una lengua. Todo leguaje nace dialectal. En el vientre y en la teta de una madre, sigue fluyendo el alimento y el lenguaje. Todo es maternal. Y cuanta belleza en descifrar los acentos que a cada curva mutan, tomando el carácter del viento o del flujo de un rio, el aire salado del mar, violando la maternidad desplazándose con el poder de turno, por las diásporas, las guerras y las reconstrucciones. 

Y es una de las muchas variantes del venessiano, el dialecto que oí hablar en toda el área del Agro Pontino, donde fluyeron miles de vénetos y friulanos antes y después de la segunda guerra mundial, cuando el sueño del Sol dell’avvenire estaba por enfrentarse con el fascismo y muchas eran las bocas que necesitaban de un pan. Casi toda la provincia de Latina – nomen omen – sigue hablando véneto, con un toque de friulano, este sí que es un idioma fuerte, poético y duro, hijo de una tierra que el poeta reconoció esculpida entre temporales y prímulas. Son dialectos que viajaron por todo el mundo, los encontrarás en Sidney como en Caracas, en Toronto como en Porto Alegre.    

“La palabra, las palabras, la diferencia no está solo en el plural”, escribió Vitaliano Trevisan, escritor italiano que no amaba particularmente escribir en dialecto, lo hacía solo cuando era estrictamente necesario. Temía, escribiéndola, de matarla. Y hubo poetas que solo con esta su lengua madre podían comunicarse. Una poesía dialectal de Albino Pierro logra arañar cualquier material, frena el viento, cancela el grito, ablanda la piedra, desnuda la piel.

No hay dialecto que no conserve una palabra que es solo suya, intraducible, inexplicable, única. La palabra freschin che ofrece el dialecto véneto no puede ser traducida. Por lo que representa, en su alma y en su casa de este dialecto, siendo mí lengua madre, hablaré más que de los otros, que amo de igual manera. Lambicar que viene de alambique, esfuerzo que se exprime gota a gota, como el destilarse de una buena grappa, de lo que solo el tiempo sabe seleccionar entre la cabeza y la cola, dejando solo lo mejor, el corazón.

Viajando en tren los dialectos entran y salen. Los oía nuevos a cada estación. El vendedor de sándwiches siciliano en la estación de Bologna, el acento calabrés del contralor, el napolitano que nos ofrecía el falso Rolex y la estudiante milanesa que buscaba el tren para Florencia en el binario equivocado. Una Babel criolla que resumía la inquietud nacional. Los trenes que desde el sur no se cansaban en llevar mano de obra en fuga desde lo más profundo de la península hasta el triángulo industrial o la locomotora del nordest. “Andiamo a faticá”, decían los que subían en aquellos trenes, sembrando esperanza e ilusión, en una sola palabra. La fatiga de dejar una tierra – con ella la lengua madre que los nutrió –  y la fatiga del trabajo que vendrá, cambiando la biología del ser.    

Siguen idiomas más o menos vivos, distribuidos a mancha de leopardo no sabemos cómo y por qué. El albanés que sigue resistiendo en algunos pueblitos del Molise, el griego antiguo, o grecaniko, hablado en los siete municipios de la provincia de Lecce, en el Salento profundo.

En las casbah sicilianas, en Trapani, Mazara del Valle, en Palermo a las tres de la tarde se oye el murmullo árabe de las mujeres que llevan nuevas mercaderías en sus puestos de ventas. Cuando la modorra deja al dilúculo su pertinente turno, en los puertos desembarcan musculosos los pescadores, el árabe cancela cualquier dialecto siciliano. En las Mercados generales de Milán el acento es netamente calabrés. Me contó un tío que había trabajado varios años a la FIAT de Mirafiori, en Turín, que ahí en los años sesenta y setenta se reunían casi todos los dialectos del sur de Italia y muchos de los del norte. Y sin traductor, las cadenas de montaje de los tiempos modernos, lograron fundir lo que en complicidad con la televisión, ninguna escuela pudo hacer: “en los años 60-70 el dialecto está en evolución, hacia la lengua nacional, y quien hablaba para hacerse entender mejor, si sabía, “s’impiducchiava” (se llenaba de piojos) de italiano”. Esta era la realidad. No sé si lo logró, pero según Francesco De Sanctis, que lo escribió mucho antes de esta profunda transformación, el dialecto está destinado a convertirse en el nuevo semillero de las lenguas literarias. Siempre el significante pasa y los significados quedan.

Siguiendo el viaje de las palabras, de los signos y de los símbolos que la crearon, de toda esta alquimia desvelada solo por la necesidad en comunicarnos, descubriremos siempre algo nuevo. Las feromonas y el étimo que la generó. Un camino larguísimo. Y a un cierto momento nos acercamos a la palabra de la campesina de Pomerania y a Kant, ellos pudieron encontrar en las palabras y con las palabras un terreno común de entendimiento, los materiales para construir un discurso común. Lo que el poeta, y no menos filósofo, Giacomo Leopardi, enseño: “Incluso cuando el sentido a expresar es oscuro e incierto para nosotros y para todos, podemos encontrar palabras claras para expresar la oscuridad y la incertidumbre que acompañan a gran parte de nuestra existencia”.

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