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Mi roble y yo

Aquél que brotó y el tiempo pasó...
mitad de mi vida con él se quedó...
hoy bajo su sombra, que tanto creció
tenemos recuerdos... mi árbol y yo.
(Alberto Cortez)

De dónde es este niño travieso? Me preguntaba el abuelo. -Tana, tana- dice él que respondía yo con una sonrisa ingenua. En realidad fue la tía Josefina quien me dijo, muchos años después, que al llegar a la casa alquilada de mi abuelo, ella me preguntaba que si era santaneco, a lo que yo balbuceaba: Santaneco, neco, neco, neco. Imprecisa es ya mi memoria, pero esa fue la imagen primera que retrató mi retentiva de la estampa de mi abuelo José Luis, ahora un perdurable roble resistente al tiempo y despiadado lector; no habré visto hasta ahora ni creo que veré a un anciano que lea con la frescura y persistencia que mi abuelo, ni siquiera lo imagino. Debo decir que la edad de mi abuelo –noventa y cuatro años- es comparable con la del personaje principal de “Memoria de mis putas tristes” de García Márquez, salvo en lo relativo a aquel deseo pecaminoso del venerable anciano, amigo-cómplice de la trotaconventos Rosa Cabarcas: “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen”.

Mi llegada inesperada a aquella casa, que colindaba con una quebrada seca, bordeada de árboles frutales, palmeras y murallas de bugambilias rosadas, blancas y amarillas obedecía básicamente a la inteligente separación repentina del vínculo matrimonial entre los hacedores de mis días y mis deudas. Eran aquellos días de guerra de fútbol, días aciagos de cuando una caravana exódica proveniente de Honduras, inundaba el terruño con la más profunda angustia que ustedes no podrían imaginar. Parte de mi niñez transcurrió allí en esa casa vetusta construida de adobe y teja.

Mi abuelo, es un hombre curtido, sabio y un símbolo de fortaleza, poder y resistencia como aquel viejo roble frondoso del pueblo, fue un campesino que desfloró con ahínco mortal todos los montes, cerros, laderas y vaguadas de la zona; claro, no era un terrateniente, trabajaba para su familia y pagar religiosamente el censo a los dueños de la tierra. Nuestra gran familia era una marimba, un pelotón, que digo pelotón…un ejército de niños, diez en total, entre ellos dos niñas: Silvia Elena y Ana María; además, la tía Josefina, mamá Paulita nuestra abuela y él. Hasta hoy me pregunto cómo pudo un hombre sencillo y dócil lidiar con total responsabilidad la manutención de tanta boca y a expensas de su aletargado alcoholismo. Recuerdo que a la llegada de la escuela, la abuela preguntaba si no habíamos visto al borracho del abuelo; acontecía que cuando andaba perturbado por el trago, le daba por despilfarrar el dinero; en una ocasión, según la abuela, subió al atrio de la Iglesia del pueblo y empezó a tirar billetes a la “garduña”, lo cual encabronaba insignemente a mamá Paulita. Usaba una expresión muy peculiar en él: “Le gusta mi modo, verdad que le gusta mi modo” le preguntaba a todo parroquiano que se cruzara en su camino.

Los años habían pasado, su vicio ya era un recuerdo difuso y abyecto para él; pero ejemplarizante para nosotros, algo como “Así se templó el acero” de Nikolai Ostrovsky, una novela que relata el coraje y espíritu abnegado de Pavel Korchaguin, un muchacho ucraniano, hijo de una familia obrera y luchadora. Abandonó su desenfreno alcoholístico producto de un acto milagroso: Resulta que el tío Armando (tío Sandy), su hijo menor, le pegó una reprendida de hijo y señor mío, imprecándole el porqué del vicio y asegurándole que si no dejaba esa impureza del cuerpo que se olvidara de que tenía un hijo. Santo remedio. Desde ese día, mi abuelo fue y es un abstemio converso. Se convirtió en nuestro ejemplo, en nuestro héroe sempiterno y en nuestro roble protector.

Desde muy chicos trabajamos en la tierra, debo decir que el cultivo de la tierra es un trabajo muy arduo y extenuante; según mi abuelo, yo no era muy dado para eso, decía que yo era un gandul de marca mayor; no obstante, siempre lo acompañábamos desde las cinco de la mañana mi hermano Carlos Enrique, mi primo Luis Roberto, el tío Sandy y yo; rondábamos los diez y doce años…El resto del pelotón eran demasiado chicos. Laborábamos como cualquier adulto, con la alegría de un niño y la incertidumbre de un futuro; eso fue una gran escuela en términos de disciplina, responsabilidad y exigencia. En fila india íbamos por los caminos del campesino vestidos con nuestros trapos, sombreros, caites, cumas, tecomates; el abuelo como observador “A”, quien además garantizaba nuestro atuendo.

La evocación alza el vuelo al pasado y desde las alturas infinitas oteo a las campanillas moradas y rosadas que se enredaban entre las matas secas de maíz, que al horizonte, formaban alfombras bicolores inmensas. Era la época de la tapiscada. Era noviembre, lo esperábamos con afán; ya que podríamos conseguir algunas monedas con la recolecta del maíz y frijol, y no precisamente porque nosotros venderíamos la cosecha sino porque era la oportunidad de esconder algunas mazorcas entre las matas, matorrales y algún agujero provisto para ello; volvíamos con sigilo, días después, a “recuperar” nuestro botín…El abuelo nunca supo de esa fechoría piadosa; era la mísera pobreza. Al secar los frijoles quedaban granos en el suelo que recogíamos para completar una que otra libra para que corriera la misma suerte: la venta. A decir verdad nos rebuscábamos. Es ineludible decir que para nosotros se convertía en una epopeya y hazaña poseer al menos diez centavos, mi abuelo no ganaba un salario, cultivábamos no más para comer durante todo el año: Tortilla y frijol, frijol y tortilla.

Aunque casi todo era un mar tortuoso de calamidad, siempre hubo optimismo y alegría entre nosotros…Era nuestra infancia, una infancia labrada con amor, respeto y cariño. Hay muchos recuerdos resguardados en los recovecos de mi añoranza impúber. De cuando la milpa daba su fruto, ya maduro, solíamos acompañar al abuelo a cuidarla de la voracidad de los mapaches. Un ranchito en la cota de un pequeño cerro nos esperaba con un calor patriarcal, un calor impulsado por las flamas azuladas y rojizas de una fogata deslumbrante; alrededor de ella, conversábamos con el abuelo, narraba sus historias y chistes. El cuentacuentos se posaba entre nosotros y el suspenso mostraba su misterio y sus colmillos; los fantasmas y los duendes allanaban la atmósfera, el espanto y el miedo hacían de las suyas y nuestros corazones saltaban del susto. Unos elotes bien asados estaban en su matiz dorado, la sal y el limón servían de aderezo; una jarrilla humeante con olor a café complementaba el cuadro y en la lejanía, un mapache le gruñía al enemigo.

Eran tiempos difíciles para la prole del abuelo, dado que la sobrevivencia se había convertido en nuestra amiga fiel, se ensañaba la muy pútrida. La pobreza vista desde “Libras de amor” es una caricatura odiosa y engañosa, un chiste; vista desde nuestras entrañas estomacales, no tiene nombre ni precio; menos cuando para el pelotón de infantes de mi abuelo y no de la Marina, solo había caldo de frijol negro y tortilla de maíz nuevo. La receta nuestra de un platillo exquisito y sin nombre consistía en una tortilla grande bañada o embadurnada de sopa de frijol, sal y limón; picábamos la tortilla con cualquier arma cortochuzuda a modo que absorbiera el caldo, ya en su punto, pasaba por las armas del fuego lento, tostadita, crujiente…Una delicia, un banquete, comida de dioses de la pobreza, maná caído de las nubes. Qué decir de los pedazos de tortilla con baño de manteca “Nieve”, refritos con sal. Otro manjar, otro invento del hombre o del hambre.

La miseria que vivimos en esos años comparsas de la dictadura militar solo es una penumbra que mutiló nuestros sueños y acuchilló nuestras cometas y piscuchas; La puta miseria que nos hizo sacar fuerzas de flaqueza para emerger de ese abismo fantasmal, espurio y nefasto; la putrefacta miseria que paradójicamente se transmuta en revulsivo necesario para todos aquellos que todavía creemos en la utopía y que creemos que con esfuerzo y osadía, otra condición humana es posible. Muchos de nuestra generación le tocamos las nalgas a la miseria y jugamos con ellas, se las apretujamos y le disparamos ráfagas de silbadores, buscaniguas y tepezcuintlazos. Columnas de años después, nos reímos con la simpleza del recuerdo y la alegría limpia de nuestra infancia. Pobres, pero felices, como decía San Caralampio el hijuelmais. Al recordarla, con alegría, nunca como tragedia, me lleva a la conclusión de que esos días eran una especie de país del Nunca Jamás, solo que había fantasía en demasía, quizá felicidad pero no encantamiento ni el polvo milagroso para describir un mundo distinto, descubrir el paraíso perdido o llegar a la tierra prometida de los hebreo-cristianos.

En nuestra casa no hubo televisión, quizá porque no había energía eléctrica, digo. La luz de un desvencijado candil alumbraba nuestra alegría y angustias. A la luz de ese candil supe de la necesidad de estudiar, claro, por la presión e interés del abuelo y el látigo de cuerdas ahuladas de color morado con nudos al que hacía llamar “La morada”; también me introduje por primera vez en el mundo de los cuentos y relatos orales que el abuelo contaba con un dramatismo extraordinario; supe de ese cuento lleno de humanismo y fantasía: “La flor del olivar”; leí la historia de dos niños a quienes su padre les pidió sembrar un árbol, que los cuidaran y regaran; el final de la historia es que uno de ellos descuidó su árbol y se marchitó, el árbol del otro chico creció frondoso y dio frutos. Infiera culto lector la moraleja si su mollera lo admite. De esa historia no sé su nombre, pero estaba escrita en un librito amarillo con letras color rojo llamado “Mantilla” que por alguna razón aún inexplicada guardaba mi abuelo en una vieja valija de cuero color café. Debo aclarar, que nosotros, los de la marimba de mi abuelo fuimos esculpidos con las lecciones del Silabario Hispanoamericano del pedagogo chileno Adrián Dufflocq Galdames, con sus historias: El lobo pastor, El gigante, El pan, La codicia, La desobediencia y el poema El tren.

Mi abuelo, mi roble, nuestro roble…Tenía la certeza de que todo ese batallón saldría victorioso en la batalla angustiosa contra los demonios de la adversidad, siempre estuvo convencido de que su tropa tenía que prepararse para los días venideros. Recuerdo que después de las once y treinta de la mañana nos decía: “Ya es hora…a la escuela, no quiero que terminen como yo, las letras les harán distintos”. Ay de aquél que no quería ir a la escuela, allí mismo entre los matorrales, cortaba un varejón de “Pie de venado”, un arbusto que abundaba en las cercanías del lugar. Los azotes surgían como ráfagas escalonadas dispuestos a enderezar al futuro árbol torcido. Era exigente mi viejo, mi entrañable viejo. Hoy ya ha perdido su brío, le falta temple, agilidad y destreza; pero su imperecedero amor por las letras está allí, intacto; su carácter, convicción y firmeza siguen con él como retando al tiempo, a la vida; su sueño de habernos guiado por las veredas imaginarias del amor por la humanidad se realizó según sus cuentas. Su viejo bastón lo acompaña con ternura silente, aferrado a su silueta menuda y frágil como un testigo mudo de sus años y su invaluable y maravilloso ejemplo.

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