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El tren

Irma Verolín

Los trenes no deberían atravesar las ciudades,  son demasiado pesados y hacen un ruido infernal  que se inmiscuye por las ventanas de las casas cercanas y tijeretea el aire  hasta volverlo candente. El aire se trastorna  cuando pasa un tren haciendo temblar las barreras de  los cruces que siguen siendo peligrosos aunque un guardabarrera esté allí, noche y día, con su banderita roja, con su banderita verde.

Las ciudades fueron inventadas para celebrarse a sí mismas, para orbitar alrededor de su propio eje, los trenes no, los trenes   nacieron para escapar de las ciudades, dos líneas paralelas hacia los extremos, dos extendidos ramales de color plateado que doblan aquí y allá y que la gente que vive en las ciudades no  es capaz de recorrer con sus ojos mientras espera que el tren termine su trayecto    para que así, de una buena vez, la ciudad vuelva a ser entera y única como corresponde, como se espera de ella. Los trenes dividen a las ciudades en una cantidad de partes que la desmiembran y la vuelven frágil, que  la  fuerzan a perder su voluntad de ser lo que son, ciudades con todo lo que la palabra implica. Por más excusas o merodeos que se den hay que  admitir que los trenes  no hacen otra cosa que carcomer el poder de las ciudades. Y nadie puede evitarlo. Menos que menos los guardabarreras que, al fin de cuentas, son hombres que  realizan de la mejor forma en que pueden su paciente trabajo. Podría pensarse que todos los guardabarreras se parecen y tal vez sea verdad, los que no tienen semejanza entre sí son los  pasos a nivel donde la gente  debe esperar que el tren despliegue su fuerza. Y de entre todos, el más diferente era ese que la muchacha debía utilizar de ida por la mañana y de regreso al atardecer. Quizá se veía diferente por los árboles que estaban  a los costados, por el color de las barreras de madera, por el aspecto de las casas de ese barrio, ya de por sí extraño y en especial por el hombre que  se dedicaba a vigilar el paso de los trenes, un empleado del que  casi nada se sabía en el barrio, un hombre de edad incierta, un hombre a secas.

La  muchacha a veces lo miraba cuando él extendía la banderita  verde y ella tenía  que esperar, no era conveniente adelantarse, el tren viene con violencia y es difícil  predecir el tiempo que va a tardar en acercarse,  cualquier persona puede suponer que sus  propios pasos son  ligeros,  si piensa eso, seguro se equivoca. Un tren es un tren y está conducido por un hombre que, por más que quisiera pararlo si un cuerpo se cruzara en el camino o un coche se atascara entre las vías,  no logrará hacerlo, nunca: la potencia de la velocidad es más fuerte que la decisión de cualquiera.  Los trenes al pasar sólo son torbellinos, ningún detalle queda en la memoria, nada para la persona que del otro lado de la barrera  desee mirarlo. Sólo rapidez, calor y ruido. Eso dejan los trenes en el aire, un aire estremecido que  por una ancha franja de tiempo permanece vulnerado.  Nada, ni  siquiera el aire,  vuelve a ser el de antes después del paso del tren. Los cuerpos de  quienes pretenden cruzar al otro lado vibran, se encrespan, pierden las nociones básicas, su memoria se convulsiona. Ha sucedido lo que  debía suceder, el tren ya se perdió allá, que es un adelante empedernido para el tren y sin embargo pareciera que una ráfaga invisible quedó pendiendo de una cuerda frágil, una ráfaga que ya no se irá más. Después, mansamente, la gente cruza, hacia un lado y hacia el otro. La banderita verde ha quedado plegada entre los dedos del guardabarrera y la ciudad se explaya, se redondea por un rato nada más, hasta que vuelva  a pasar el  próximo tren.

A esa sensación de ráfaga que quedaba flotando en el aire no bien  la locomotora y su seguidilla de vagones habían pasado, la muchacha estaba muy acostumbrada, vivir  tan cerca del paso nivel fue desde el principio una oportunidad  que le permitió habituarse. Desde la cocina de su casa podía oírse primero el silbato que anunciaba la  cercanía del tren y después ese  inmenso desacuerdo que  trastornaba el aire. Sin embargo no era lo mismo estar ahí, apenas a unos centímetros, percibiendo el rugido, la voracidad de la máquina y enseguida ese deslizamiento que la velocidad convertía en una suerte de desaparición inmediata. Pero los trenes no desaparecían, eran lo único que  dentro de la ciudad   se podía anticipar verdaderamente. La  muchacha caminaba unos cuantos pasos desde la puerta de su casa ubicada a en una esquina, lo cierto es que muy pocas veces encontraba la barrera en alto, por alguna misteriosa razón tenía que esperar frente a la barrera baja,  al lado del  hombre que extendía su banderita verde señalando el pase libre al maquinista del tren. Entonces el movimiento de la banderita movilizaba el aire convirtiéndose en un preludio del gran desbarajuste que el tren iba a hacer al deslizarse delante de ella hasta desvanecerse mágicamente. La desaparición en este caso se  hacía más impactante, porque justamente a  escasos metros de la barrera las vías se torcían en una pronunciada curva.  Por este y otros motivos, la  muchacha nunca   logró entender por qué las madres sacaban a sus hijos a la calle para ver el paso del tren como un divertimento o distracción. Ella, lamentablemente, estaba obligada a verlo, no tenía  una opción menos turbulenta. Su trabajo quedaba al otro lado, de manera que por lo menos dos veces por día el tren y la muchacha tenían que encontrarse. Y aunque ella sabía que eran muchos trenes, todos a distintos horarios, siempre sintió que se trataba del mismo tren como si eso que ocurría a pocos metros de su casa fuese un hecho fantasmal o extraordinario.

Si bien  no se alcanzaba a distinguir qué había detrás de las ventanillas, quien más quien menos sabía que eran pasajeros. La  muchacha solía imaginarse durante aquel lapso increíblemente fugaz a mujeres de rostros  demacrados y hombres de portafolios, algunos de pie, con los cuerpos apretujados unos contra otros. Un pantallazo de imágenes tan breves,  casi un abrir y cerrar de ojos.

De tanto en tanto pasaba un tren diferente, un tren de carga,  notablemente lento e interminable.  Tenía vagones sin techo con cajas de metal a la vista o rollos laminados que parecían sólidos y de un peso fenomenal.  Fue en una de esas ocasiones que la muchacha se dio cuenta de que con el paso del tren, del otro, del que apenas se podía distinguirse su silueta en medio del batifondo y del aura fantasmal, nunca le había prestado atención al guardabarrera, que ahora le estaba haciendo una sonrisa amigable mientras enrollaba la banderita verde.

-Largo ¿vio?- dijo el guardabarrera queriendo entrar en conversación.

 Ella asintió con la cabeza sin sonreír completamente pero  esbozando un gesto de simpatía. Se ve que el gesto le dio ánimos al guardabarrera que sumó un comentario:

– Y… cuando pasa este tren de carga, hay que aguantarse, yo la hubiera dejado  cruzar, pero ¿vio? ya estaba casi encima…

-Claro, claro, es mejor así.- dijo la muchacha.

Qué raro resultó el movimiento lento y monótono. El tiempo mismo se recompuso a regañadientes  en aquel   sitio  perturbado tan próximo al paso a nivel. La muchacha se preguntó qué sentiría  ella después cuando de nuevo el tren de costumbre arreciara frente a sus ojos, si sería  igual que antes, si añoraría este andar lento que le apaciguaba el ánimo. Daba la sensación de que los vagones no terminarían jamás, la curva no le permitía a la  muchacha ver el último de todos. El guardabarrera, señalando una de las cajas que iban apoyadas, con un tono entre orgulloso y tímido, dijo:

           -Van  al puerto.

 A la muchacha la palabra “puerto” dicha en ese momento y en ese lugar le sonó exótica y también triste, quizá por la lejana idea del mar, por los barcos que dan la impresión de rozar un horizonte, vaya a saber. Desde aquel día, la muchacha y el guardabarrera comenzaron a saludarse. El hombre decía buenos días o buenas tardes moviendo los brazos  e inclinando la cara exageradamente. La  muchacha también saludaba  entre disimulos y bajando los ojos,  aunque con la voz nítida, esa voz de telefonista que había sido adiestrada para que la entendiera cualquiera. Además de saludarla, el guardabarrera buscaba entrar en conversación con  ella  durante el breve espacio  que tardaba el tren al pasar,  mientras bamboleaba la banderita verde  despeinando a quien estuviera cerca. Poco alcanzaba a decirle.  Las frases eran cortas y por lo general protocolares. Qué buen tiempo hace. Parece que va a llover. Noto que hoy anda apurada. Y  comentarios así. Ella  a veces respondía con palabras y otras con algún gesto, un asentimiento con la cabeza, una sonrisa, un entre dientes, hasta que una tarde, de regreso,  la muchacha dijo una oración bastante  extensa que a él lo emocionó, incluso ella se paró a un costado de la casilla, lo que no era necesario porque las barreras estaban levantadas. Esa tarde el hombre se puso realmente contento y se animó a ofrecerle un mate.  Le resultó bastante incómodo a  la muchacha a decir verdad. Ella notó que desde la puerta del costado hasta el sitio donde el hombre estaba  parado había un trecho  considerable y no  llegó a imaginarse si el hombre iba a caminar con el mate en la mano  para llegar a ella o si era ella la que debía aventurarse a meterse en la casilla. La muchacha movió la cabeza diciendo no, aún así la alegría del guardabarrera siguió estampada en su cara.

  A medida que  transcurrieron los días, cada cruce de la muchacha  fue una oportunidad de acercamiento que el guardabarrera no desaprovechó. Los trenes al pasar se parecían a relampagueos del tiempo que iban abriendo brechas en alguna parte y, sin querer,  propiciaron un encuentro entre el hombre y ella. Quizá más adelante la reiteración de saludos lograría  estrechar esos lazos enclenques, permitiéndoles una proximidad más real, más prolongada.  A veces  la muchacha se preguntaba cómo era vivir metido en un lugar  tan estrecho y solitario, otras, se le daba por pensar que qué tendría en la cabeza el guardabarrera de tanto estar ahí, sometido a la ráfaga, al ruido, a lo instantáneo del acontecimiento: el paso repetido, renovado, casi único del tren. Para ella era significativo ese  estremecimiento al final y al inicio del día. Pero ¿y para él? Tuvo ganas de preguntárselo.  No se atrevió, sintió que podía resultar atrevida, confianzuda, además la situación se reducía  sólo a un saludo y cuando había que esperar que el tren pasara, lo culminante y lo breve tampoco le daban pie a hacer ninguna clase de preguntas. En esos momentos, el guardabarrera la miraba mientras ella  ingresaba en el vértigo, en la nada, eso que apenas era un  estruendoso punto brillante, hecho que la curva pronunciada terminaba por consolidar.

 En los días de lluvia el intercambio de saludos entre la muchacha y el guardabarrera se volvía  bastante engorroso. La muchacha, casi oculta bajo el paraguas, el hombre  engullido por un impermeable que le suministraba la municipalidad del mismo color con que habían sido pintadas las barreras, un piloto largo y holgado. De modo que cuando el guardabarrera se paraba en su sitio, la barrera y su cuerpo amorfo dentro del piloto creaban una imagen confusa. En medio de la lluvia y la oscuridad los gestos o los cabezazos perdían eficacia.  Esto sin contar el sonido de la lluvia que jamás lograba apagar el rugido del tren, al contrario, daba la impresión de acentuarlo. La lluvia, por lo visto, formaba una gran campana que todo lo amplificaba. Llovió con frecuencia durante  semanas y fue en aquellos días en los que el hombre y la  muchacha se sintieron  distantes el uno del otro. Por eso cuando una mañana ella tuvo que esperar mucho  el paso del tren, de ese tren distinto, el lento, el de carga, el hombre se apresuró a comenzar un diálogo. Esa mañana no llovía, esa mañana  la muchacha se había pintado los labios con un rouge recién comprado, esa mañana los dos, por primera vez se dijeron su nombre. El de ella era un nombre corto y circular, el de él uno de esos nombres pretenciosos que le ponen a la gente en el campo.  Aquella misma noche él se animó a salir de la casilla cuando la  muchacha estaba cruzando.  Las barreras se encontraban levantadas y él le dijo así, directamente, sin el menor merodeo,  si no lo quería acompañar. El hombre había entrado en el terreno ajeno, en el sitio por donde pasaba el tren. Fue raro verlo ahí de pie. Encima el hombre caminaba como pisando huevos,  con la cabeza inclinada hacia abajo, levantando exageradamente las dos piernas, dando pasos con un cuidado cargado de temor. Ella miró hacia los dos lados como si esperase que el tren la sorprendiera en mitad de un cruce, desamparada. Fue un movimiento instintivo. Y sin pensarlo demasiado le  contestó que sí.

  La casilla era pequeña. Había un calentador eléctrico, un ventilador antiguo,  un teléfono, dos sillas y una mesa. Con el primer mate ofrecido el hombre le contó su vida resumida de cabo a rabo. Él hablaba sin parar, pretendía presentar sus credenciales midiendo el tiempo, un tiempo sujeto a los intervalos de la llegada del tren o acaso un tiempo apretado por el miedo a que la muchacha fuera llevada al lado opuesto, pero en la casilla no había lado opuesto, era un cuadrado perfecto. Un cuadrado con dos sillas. Con eso bastaba. La muchacha se dejó estar, incluso esperó paciente que el guardabarrera saliera, ahora tan entrada la noche con una linterna de luz verde y la hiciera flamear y aceptó el estremecimiento que hizo retumbar por un instante la construcción precaria  en la que  se encontraba metida. Al regresar el hombre siguió hablando con esa actitud desaforada de la primera y la última vez. Entonces,  más que para impresionar a la mujer, a lo mejor movido por ese afán de que las palabras no se le cortaran, dijo:

     -Le voy a contar un secreto. Es un secreto que conocemos sólo los que trabajamos en esto- y al decir la frase hizo un movimiento amplio con el brazo señalando la pequeña habitación y sus alrededores- Cuando hicimos el curso  de ingreso para el trabajo nos lo contaron, pero nadie lo tiene que saber- la mujer abrió los ojos en el mismo  instante en que él los bajaba- ¿Sabe? Hay un minuto, sólo un minuto en el día, uno solo en medio de las veinticuatro horas que esas vías dejan pasar una corriente eléctrica. Si alguna persona al cruzar pisa las vías, muere de repente.

      La mujer abrió más grandes sus ojos. Y los dos se quedaron mirando algo que no estaba allí, quietos, porfiados en su estupefacción. Lejos se escuchó un ruido de sirenas  quizá mezclado con el viento. El hombre se arrepintió enseguida de haber dicho lo que dijo.  Sintió que él mismo se había robado un objeto valioso que ya no iba a recobrar.  Y no quiso hablar más, ya nada tenía para decir. Su fastidio fue creciendo dentro  de él y se le escapó por los ojos. La muchacha, confundida y asombrada, pensó que era conveniente que agregara algún comentario,  cualquier frase que disipara la tensión. Por eso se atrevió a decir:

      -¿A usted le parece? Me suena un poco fantasioso, digo.

      Secamente el guardabarrera añadió:

      -Me lo contaron en el curso. Y ahí no se bromea. Este es un trabajo serio.

      Algo se había quebrado. No  se supo muy bien si fue por el tono sin contrastes con que el hombre hizo sonar su voz, o por su arrepentimiento callado, o porque ese no era el mejor momento ni el sitio  más adecuado para citar a la muerte o quizá porque ya se había hecho tarde y a la  muchacha le dolían las piernas y estaba cansada de escuchar. La cuestión es que ella consideró que  era prudente retirarse. El hombre dijo que sí, que  le parecía bien que ella se fuera.

     Después de aquella vez la muchacha no volvió a cruzar por ese paso a nivel. Caminaba en dirección opuesta, doblaba la manzana  y luego se vio forzada a caminar  cinco cuadras más hasta el próximo cruce. El tren no  volvió a ser el mismo, ni su sonido, ni su incomparable velocidad, para ninguno de los dos.

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