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El sueño del zopilote: cruzar la frontera

Viviana Gonzales

Una historia en lengua meꞌphaahabla de un hombre que pidió a los dioses convertirse en zopilote para así poder llegar a los Estados Unidos.

Cruzar al otro lado significa el sueño de toda una vida. ¿Qué buscan esos hombres y mujeres en otros mundos?, ¿qué dolor los embarga para dejarlo todo y animarse a vivir una realidad que no es la suya? Miles de historias de latinoamericanos que no alcanzaron nunca el sueño americano, miles de africanos que divisaron una Europa imposible, carente de humanidad y de oportunidades para ellos.

Encuentro en las historias de los migrantes un pedazo de mi historia porque siempre hay un hilo de dolor al dejar lo tuyo. Dice Miguel Ángel Asturias en su poema “Letanías del desterrado”: Estar de paso, siempre de paso, contemplar cielos que no son nuestros, vivir con gente que no es la nuestra, cantar canciones que no son nuestras, reír con risa que no es la nuestra, estrechar manos que no son nuestras, llorar con llanto que no es el nuestro, tener amores que no son nuestros, probar comida que no es la nuestra, rezar a dioses que no son nuestros, oír un nombre que no es el nuestro, pensar en cosas que no son nuestras.

Llevo fuera de mi país quince años y he escuchado, en primera persona, historias de ecuatorianos, bolivianos, marroquís, polacos o rumanos. Una vez, a las afueras de Santa Maria Maggiore me senté al lado de dos bolivianas que hablaban en italiano (tengo la capacidad de identificar la nacionalidad de la gente, incluso la región del país del que vienen), mi hijo corría en la explanada del templo y cuando se cayó una dijo, “cuidado, la guagua”, luego me hablaron en español sin darse cuenta que yo también era boliviana (como ellas), señora, me dijeron, cuidado, creo que el niño se lastimó. Sonreí.  En realidad no era un niño, era una guagüita como la que seguro dejaron ellas en Bolivia para cuidar a algún bambino italiano.

Siempre hay una lágrima que atraviesa el corazón de los migrantes donde sea que estén. Encontrar a otro como tú supone un festejo mayúsculo, quitarte una máscara, hablar en tu lengua, tomar de la mano la humanidad del otro, de tu hermano y mirar lo lejos que está aquello realmente es suyo.

México es un país de paso, por aquí cruzan los centroamericanos que intentan llegar a los Estados Unidos, también supone un espacio del terror, aquí encuentran la muerte salvadoreños, hondureños o guatemaltecos. México también es el país que deja marchar a sus hijos, en junio de este año vimos a niños mexicanos indocumentados enjaulados en Texas.

Intento hablar de ese dolor porque es mi manera de gritarlo. Hay muertes que tienen nombre, como la de Aylan Kurdi, el niño sirio que murió junto a su padre al intentar llegar a una Europa que claramente no los quería. Uno ve la fotografía del diminuto cuerpo a orillas del mar. ¿Qué hago desde la soledad de mi escritorio?, ¿cómo se llora el llanto que no pudieron llorar ellos? Uno se siente desencantado, abrumado.

Hace unos cuantos meses escribí una obra de teatro titulada “Yawarmanta” (mi sangre), la historia de un hombre que sale de su tierra para vivir un sueño y en el trayecto advierte que casi nada es como lo había imaginado. Es testigo que antes sus ojos se abre ese “mundo civilizado”, pero ¿a qué precio?. “Yawarmanta” es el viaje del desencanto de cualquiera al ver lo que, tristemente, el mundo tiene para dar a la mayoría.  Un pequeño fragmento de la obra es una clara crítica al actual gobierno mexicano y a su política de militarizar la frontera sur para que los centroamericanos no pisen estas tierras y, por tanto, tampoco los Estados Unidos (nuestro hermano mayor).

Muy emocionada con mi primer monólogo lo presenté a un actor y director de teatro (de izquierdas, dizque) y su silencio de días me hizo caer en la duda de mi calidad como dramaturga. La respuesta no fue que mi trabajo era malo, sino que mi lectura de la realidad era “incorrecta”. No hacía un verdadero análisis de la situación mexicana, además, señaló, “no hay bolivianos que la pasen tan mal en México”. Ahí me di cuenta  de que el error no fue mío, sino de él. Yo no hablaba de los migrantes bolivianos, hablaba del dolor humano de salir de tu país. Luego caí en cuenta que aquél director, lastimosamente, buscaba una propaganda política a favor del gobierno en turno. Pienso en el zopilote que intenta llegar a los Estados Unidos, pienso en el cóndor que atraviesa Los Andes para cruzar el mundo, en la chita que corre el África…pienso en eso que intenté hablar y no me dejaron.

Todavía hay que callar cuando se habla de migración porque no es que la gente o los gobiernos no quieran a los migrantes, lo que no quieren es ver la pobreza. No hay ideologías que valgan, la dura realidad es que a todos les jode la fea cara de la pobreza que ensucia y contamina las calles. Por eso corren los negros africanos cuando aparece la policía en Madrid o Barcelona.

Acaban de morir hace unos días en Lampedusa una joven subsahariana y su hija abrazadas en el fondo del mar. Nunca vieron la Europa moderna y llena de oportunidades a la que iban. Seguro murieron con miedo sin divisar, al igual que Aylan Kurdi, el viejo continente. Y ahora ¿cuál es la “supuesta lectura correcta de esto”? El zopilote nunca alzó vuelo. Ahí se queda el brillo de la riqueza de Europa. Abajo del mar el cementerio de zopilotes a los que “la civilización” les corta las alas.

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