Andrés Canedo / Bolivia
Ninguno de los dos recordaba por qué se odiaban desde niños. Pero la cosa es que veinte años después se seguían odiando. Rara vez se dirigían la palabra, sólo para decir cosas insustanciales o que expresaban una urgencia imperiosa, a las que el otro, podía ayudar, pero la respuesta era sólo acción, no verbal. El silencio, el verdadero, el que acallaba las emociones, era la norma. Eso que llaman el destino, sin embargo, los había juntado desde niños. Primero porque desde su árida infancia, habían sido vecinos hasta la alta adolescencia, en que él, por fin abandonó la casa paterna, con el propósito de vivir su vida, la que se resumió a un trabajo miserable que le permitía apenas sobrevivir y sufrir hondas olas de soledad en el cuarto pobre que alquilaba, donde solía leer algunos libros intensos, que solo ahondaban su desprecio por el mundo y la gente. Muy rara vez, alguna puta barata aliviaba sus necesidades de hombre y lo dejaba con una sensación mayor de vacío. Ella, salió de la pobre casa que alquilaban, todavía adolescente, cuando sus padres murieron en un accidente, poco tiempo después de la partida de él. Entonces debió enfrentarse con la vida, que descubrió era más dura que lo que le enseñaba la poesía que leía en algunos libros que conseguía en la biblioteca del barrio.
Ella consiguió trabajo de camarera, miserablemente pagado, en un restaurante barato de las afueras, donde el dueño, como era bonita, una noche a la hora de cerrar el local, la violó. Le dolió, claro, su indefensión; le dolió también la pérdida, aunque nunca había jugueteado con los sueños de la princesa impoluta y el príncipe. La vida, desde pequeña, le había sido demasiado dura, demasiado oscura. Ella, desde luego, abandonó el trabajo y ni siquiera denunció el hecho a la policía, porque sabía, más de una mujer se lo había dicho, de la inutilidad de la gestión, de la humillación adicional que eso incluía. Pero siguió compartiendo una mísera habitación con una muchacha con la que casi no se hablaban, porque ambas eran retraídas, sumergidas en la visión de sus propias desgracias. A veces ese silencio mutuo, generaba tensiones, insultos, gritos, que duraban el tiempo breve de la ira. Ella consiguió trabajo en una zapatería, en la que el jefe era un anciano ya no lúbrico, del cual, no obstante, se cuidaba. Del que no se cuidó, y hasta creyó enamorarse, con el transcurrir de los meses, fue del otro vendedor joven al que una noche se entregó y lo repitió algunas veces, hasta que una tarde aparecieron por la zapatería, la mujer y la hija del fulano, y dicha esposa sacó a su hombre a los empujones de la tienda, diciéndole “Aquí no trabajás más”, pero antes se dio tiempo de acercarse a ella y decirle, en voz baja pero tensa, como la lámina de un cuchillo, “¡puta de mierda!”. El hombre no volvió más, y ella, por cierta buenaventura impulsada por la ausencia de escándalo, permaneció en el trabajo. A ella le quedó el nuevo dolor, se le sumó la decepción, y al cabo de los días, decidió dejar el cuarto compartido con la otra desgraciada, pues pensó que necesitaba limpiar, en lo posible, su alma. Como ganaba un poco más, pensó que podría alquilar una habitación independiente, aunque barata.
Encontró un cuarto mínimo, en un barrio proletario, y allí se trasladó con sus penas a cuestas. Su nueva vivienda era desangelada, aunque tenía una ventana que daba a la calle, cuya luz diurna le aplacaba la angustia los fines de semana. Al día siguiente de llegar, se levantó muy temprano, ya que debía tomar dos ómnibus para llegar hasta la zapatería. Al salir de la habitación, se abrió simultáneamente la puerta vecina, de la cual salió él, que se dirigía al taller mecánico donde trabajaba. Se vieron, se reconocieron, pero no se saludaron. Casi cada mañana, se repetía el encuentro con iguales características, hasta que un día él le dijo “hola”, y ella respondió, “hola”. Ese día, él pensó en ella, ¿qué carajos haría por ahí, la odiosa de siempre? Ella también pensó en él, ¿qué mierda haría allí ese hijo de puta? Ambos, en el aburrimiento del ómnibus, pensaron y no pudieron recordar, por qué se odiaban. Pero eso era una verdad establecida, y supieron, aceptaron como se aceptan tantas cosas que no entendemos, que así seguiría. Se siguieron encontrando día a día, pero a veces ni siquiera se decían “hola”, haciendo la práctica de ese silencio que se había apoderado de sus vidas, pero que se transformaba en elocuencia cuando en las noches, solos, se entregaban a los efímeros sueños a los que todavía tenían acceso.
Una noche, a través de la frágil pared que los separaba, él la oyó gritar, “Mierda, es lo que me faltaba”, a la vez que escuchaba un ruido de metales y de agua. Luego la sintió llorar. Entonces, se levantó y abrió la puerta del dormitorio de ella que estaba sin llave, y la encontró sentada, acuclillada en la cama, mientras el piso del cuarto empezaba a llenarse de agua que provenía del grifo del lavaplatos que además de estar trancado, se le sumaba la pérdida del líquido elemento al no poder cerrarse. Ella lo miró sin poder evitar el rencor, mientras él simplemente le decía, “Yo te lo arreglaré”. No le respondió, pero él regresó con algunas herramientas, y al cabo de un tiempo solucionó el problema. Ella se puso a secar el suelo, descalza, mientras le decía a él, “gracias” y él abandonaba la habitación. Una mañana, cuando descendían las escaleras para ir al trabajo, él que iba por delante, se mareó, cayó y rodó algunas gradas. Ella se apresuró a ayudarlo, le tocó la frente que estaba caliente, era fiebre, sin duda. Lo acomodó en el descanso de la escalera y llamó a una ambulancia, a la que esperó hasta que llegara y entonces partió, tarde, hacia su trabajo, y descubrió en los ojos enfebrecidos de él, una luz de agradecimiento. Él regresó algunos días después, y en la mañana cuando se encontraron, “tifoidea”, le dijo. Ella respondió, “¡ah!” y continuaron el camino en silencio. Y así, el silencio mantuvo su vigencia, reemplazando un poco, aquello que había sido odio.
Días después, oyeron una gritería muy fuerte en una de las habitaciones próximas. Ambos salieron de sus cuartos alarmados y curiosos. De dicha habitación surgieron dos individuos con pistolas en las manos y respondieron el fuego del arrendatario de la misma, y con muchos disparos lo dejaron muerto en el pasillo. Un par de balas se incrustaron en la pared, cerca de donde ella estaba parada y le produjeron pánico. Los criminales escaparon y ella lloraba espasmódicamente. Él la abrazo y la cobijó en su hombro. Ella también se abrazó a él y le transmitió desde su pecho los latidos como pedradas de su corazón asustado. Ese abrazo intenso, les abrió el derrotero del consuelo, y también la visión, aunque la cegaron inmediatamente, de que el acompañarse podría ser el origen de la esperanza. La policía llegó y pidió declaraciones de todos los habitantes del pequeño edificio de alquiler. Cuando los liberaron, ella y él retornaron a sus cuartos. Frente a la pieza de él, se miraron y descubrieron una llama diferente en los ojos de ambos. Entonces, él la besó en la boca, la introdujo en el cuarto, se desnudaron con desesperación y se hicieron el amor con un fervor, con una pasión arrebatadora, sin decirse palabras, y ella se quedó a dormir en la cama de él. La experiencia erótica, había sido más intensa, más honda de las que habían conocido antes. A la mañana siguiente ella, en silencio regresó a su vivienda, para prepararse para ir al trabajo. Al salir, se encontró una vez más con él, y siendo fieles a la costumbre, partieron en silencio que era como el lenguaje del rencor. Silencio como siempre, aunque ambos intuían, que ya no debía ser igual. Uno de esos días, refiriéndose al hecho del amor, sin nombrarlo, como si fuera algo que jamás sucedió, ella le dijo a él: “Vos, para mí, no sos nada, no significás nada”. A eso él le respondió: “A mí me pasa exactamente lo mismo, respecto a vos”, a pesar de que, en algún momento, había intuido, pero se empeñó en borrarlo, que algo cambiaba, cobraba luz, en el mapa oscuro de su alma. Ambos sabían que mentían, pero se les impuso la voz de la alimaña venenosa que anidaba en sus almas desde la infancia.
Así pasaron los meses, en los que algunas veces se dirigían pocas palabras e incluso, un par de veces, en las que la enorme tristeza los llevó el uno al otro, hicieron el amor sin intercambiar vocablos, pero diciéndose cosas muy profundas que expresaban sus espíritus a través de sus cuerpos. Luego, volvieron a su rutina de silencio, aunque sus ojos revelaban cierta ternura. Un domingo a media mañana, ella oyó golpes imperativos a la puerta de él. “Abrí, es la policía”, dijo una voz. Ella salió y desde la puerta abierta de él, vio cómo lo esposaban. La policía, le ordenó a ella que se retirara, que no tenía nada que hacer allí. Minutos después, desde su ventana, vio cómo lo introducían en el coche policial, vio que él miro hacia su ventana y sus ojos se cruzaron. Sintió, (siente), que su corazón era capaz de derrotar al silencio. Podía gritarle desde allí, podría simplemente gritar su nombre; sin embargo, permaneció callada. Cuando el auto de la policía partió, ella percibió resbalar una lágrima pesada por su mejilla.