“Tenemos que aprender a vivir la vida; y, en este sentido, el cultivo de la poesía o el de cualquier otro arte en general, nos ayudarán a un recogimiento íntimo que nos permitirá reconocernos y abrirnos a los demás”.
Necesitamos reanimarnos y restablecernos, llenar el santuario íntimo de nuestro espíritu con vocablos comprensivos, más positivos que negativos, clementes y placenteros. Por desgracia, la atmósfera actual no suele acompañarnos en ninguna parte del planeta. Proliferan los conflictos, las catástrofes diversas, los actos violentos, los abusos de todo tipo, así como una fuerte carga de sensación de aislamiento y abandono, que ciertamente pueden generar conductas suicidas. A este desorden, hay que sumarle los grupos vulnerables y discriminados, como son los refugiados y migrantes.
Desde luego, tenemos que aprender a vivir la vida; y, en este sentido, el cultivo de la poesía o el de cualquier otro arte en general, nos ayudarán a un recogimiento íntimo que nos permitirá reconocernos y abrirnos a los demás. Sin duda, para sacudirnos de estos tiempos turbulentos, tan frívolos como irresponsables, se agradecen otros aires que nos eleven, transformando el más simple de los poemas en un eficaz fermento para el diálogo con lo armónico. Por cierto, para despertar a esta cadencia hemos de trabajarla a diario. Será nuestra mayor riqueza.
Justamente, en la lírica o en el cultivo de cualquier autentico quehacer plástico, todo se orienta hacia la verdad que no tiene ocaso. Hoy más que nunca, necesitamos de esa espiritualidad y goce estético, para no enfermar y volvernos piedras. Tenemos que batallar por los valores, reconquistar indefinidamente el acorde de los sonidos melódicos, para motivar otra realidad más resplandeciente, que no esté ofuscada por la mentira o por la banalidad.
Indudablemente, aquello que nos embellece y entusiasma jamás puede desfallecer, como las tradiciones orales de los recitales de lírica, o cualquier otra energía creativa, que sirva para unirnos y reunirnos alrededor de un nuevo orbe, en el que todo debe tender hacia la concordia. Por ello, la apuesta por aumentar la visibilidad de la inspiración en los medios de comunicación tiene que hacerse evidente, pues en lo verídico es donde hemos de reencontrarnos para poder florecer y dar fruto. El género humano no tiene otro razonamiento para sí, que aprender a conducirse por la cognición, un criterio que nos lleva a juzgarnos a la luz de las normas naturales; y, a reconducirse de las caídas, por el sueño de la contemplativa vital.
Sea como fuere, necesitamos sorprendernos, sentir el placer del hálito que penetra en la naturaleza y descubrir que todo lleva consigo un alma, que requiere dar cuerpo a la esencia profunda de las cosas, lo que contradice esa absurda mentalidad del descarte y la exclusión; según la cual, solo se suele prestar mayor atención y cuidado a quienes pueden aportar ventajas productivas a la sociedad, olvidando que aquellos que sufren son también ciudadanos con idéntica dignidad.
Seguramente, tengamos que circundarnos de quietud para verter dulzura y poder encender el fuego del amor, al menos para crear unidad donde habita la división, antes de que los perversos huracanes nos lleven a la destrucción del propio poeta que todos llevamos consigo. Ahora bien, jamás perdamos la calma de la pasión, esa que germina de un santuario familiar puro, y que no es otra que la práctica del corazón entre linajes, por la que todo el mundo se torna cantor. En este caso, no es una ambición más, sino una manera de estar en guardia para ofrecer ayuda, embelleciendo los caminos existenciales.
Hemos de tomar conciencia, pues, de que no existe sobre la tierra nadie que permanezca insensible al real afecto, ese que todo lo hermosea con un donarse a quererse y a querer perdonar, conciliando lenguajes y reconciliándose, detrás de ese abecedario entrañable que llama a la amistad. Además, permanezcamos con los ojos bien abiertos y el oído en disposición de escucha, si en verdad nos queremos liberar de toda pretensión mundana y retomar el soplo poético más allá de uno mismo.
Nuestro recóndito santuario, precisamente, suele estar escaso de humildad. Nos pensamos dioses, también nos creemos supremos y hasta nos endiosamos de pedestales corruptos a más no poder; en lugar de poner los pasos en reencontrarse humildemente. Hagámoslo, con la sencillez, que es lo que da sentido a la existencia.
Luego, recordemos que el mejor antídoto para no caer en el vacío, desmembrando vínculos y empedrando parentesco, radica en restablecerse como musa, estableciéndose como cantautor de autenticidades en lugar de autor de chismes. Las habladurías nos dejan fuera, regresemos al interior. En los adentros del ser y en el saber estar, está la sanación y la evidencia por montera. Abracémonos corazón a corazón, por algo se empieza.