“Los pueblos tienen los gobernantes que se merecen”, es verdad, pero tampoco es menos cierto que los pueblos están compuestos por sujetos y son éstos los que en su individualidad, imbuidos de capacidad de raciocinio y cualidades intrínsecas propias se hacen de un conjunto de derechos y obligaciones, además de una cuota variable de poder de influencia y decisión que, más allá del grupo o segmento al cual se adscriban, se mantienen por lo general incólumes y resultan ser concluyentes a la hora de determinar las inclinaciones y preferencias.
Más allá de todo, los debates públicos se dan primero entre sujetos y son estos los que tienen la posibilidad de empoderarse e influir, desde su fuero interno, en las decisiones y la acción colectiva exteriorizando sus preferencias y anhelos mediante diferentes mecanismos, siendo el del voto el más importante. Por lo tanto, sí, es verdad, los pueblos tienen evidentemente los gobernantes que se merecen, pero esto no responde a la casualidad y peor a designio celestial alguno, se origina en las decisiones que cada uno de nosotros adopta en un determinado momento, a veces de forma acelerada, sin considerar que sus efectos afectarán a un número indeterminado de personas y por un lapso de tiempo que puede extenderse incluso más allá de lo razonable.
Sin embargo, tal afirmación merece, como todo en este mundo de grises, ser relativizada, pues es evidente que en una gran parte de los procesos decisionales si suele prevalecer la identidad del grupo, de lo colectivo –conciencia de clase, grupo o etnia– con mayor frecuencia en las formas organizativas de base, con mayor frecuencia rurales y de áreas periurbanas o de transición (ethos predominante), pero en escenarios de mayor amplitud, que involucran naturalmente a grupos humanos de dimensiones considerables, un país, por ejemplo, se retoma, por necesidad y viabilidad técnica, la democracia liberal basada en la idea de “un ciudadano un voto”, reubicando al sujeto/individuo nuevamente en el centro de la decisión y reempoderándolo, así sea muy coyunturalmente, en el siempre complejo juego del poder, ahora además facilitado por la emergencia de las redes sociales como mecanismos de agregación de demandas y preferencias fuera de cualquier estructura de intermediación política tradicional (demos predominante). Sobre este punto sugiero leer: El ciber ‘demos’. Sin embargo, esta oportunidad ciudadana propia de coyunturas electorales, no adquiere la relevancia que debería, dejándose vencer por ciertas tendencias empecinadas en diluir todo atisbo de responsabilidad individual en las relaciones de poder, ahogándolas en diferentes formas de agregación colectiva, desde las más básicas (familia, clan, tribu, barrio) hasta las más amplias, configuradas generalmente bajo la forma de movimientos de orden global (medioambiente, género, etc.), pasando, claro, por niveles de agregación media (partido, región/nación, etc.), lo que termina por generar sujetos/grupo, tan perezosos y timoratos como incapaces de adoptar sus propias decisiones y apropiarse de las consecuencias, buenas y malas, optando por sacrificar una buena parte de su libertad individual para despersonalizarse en dogmas y slogans pensados por los dirigentes del grupo, todo a cambio de la comodidad de la “tribu” y la tibieza de un anonimato muy cercano a la inercia mental y la mediocridad.
Hablamos de una suerte de tribalismo que con pretensiones de modernidad, sirve muy eficientemente para que sus acólitos socapen y justifiquen su propia desidia, presionando y saturando con demandas a un sistema al que dicen odiar y del que obtienen, paradójicamente, enormes ventajas, reivindicando su derecho a “ser felices”, muchas veces sin haber hecho nada para merecerlo, sin entender que la felicidad hay que ganársela palmo a palmo y que el ser parte de una organización social, logia, partido o comparsa no es un mérito que, per se, otorgue privilegios a nadie.
Y para terminar, nada mejor que volver al principio, pues aunque concluyamos que cada pueblo tiene los gobernantes que se merece, seremos finalmente nosotros, los individuos, los encargados de determinar, sin egoísmos, el futuro. Las elecciones en ciernes nos brindan la oportunidad de decidir como ciudadanos plenos y no como militantes, comunarios, cófrades o cortesanos disueltos en la impersonalizada masa. Y sí, quizás tengamos que elegir a la menos peor de entre las dos opciones mayoritarias (Ud. elija cual es cual), pero es lo que hay, no es tiempo de ponernos exigentes, además, lo haremos en unas condiciones institucionales que ciertamente no son las óptimas, pero precisamente es eso lo que obliga a un voto serio, informado y sereno, además de un control electoral colectivo riguroso. Es mucho lo que está en juego y esto nos constriñe a actuar, aunque sea solo por esta vez, como electores plenamente responsables, más allá de nuestras tribus y sectas, de nuestras dudas y temores.
Ivan Carlos Arandia Ledezma es Doctor en gobierno y administración pública