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El retorno del ángel de la luz

Andrés Canedo

A los pocos días de llegar a La Paz, Hipatia comenzó a sentirse inquieta. Era una inquietud que si bien la percibía, no sabía reconocer sus causas y lo que empezó a sospechar, lo negó contundentemente con la fuerza, esta vez absurda, de la razón. Porque el haber dejado a Manuel en Cochabamba, el haber roto toda posibilidad de un nexo con él, había sido, como siempre, una maniobra para su protección, para salvaguardar su presente y su futuro, que en la sabiduría imperfecta que le había dado su experiencia, debía estar hecho sólo de efímeros resplandores. Esos resplandores que, creía ella, sólo en su suma de momentos fugaces, podrían construir un aparente sendero de luz. Siempre se había dicho que los amores prolongados sufrirían el desgaste inevitable del tiempo y, lo que había sido luz, se transformaría irremediablemente, en sombras y dolor.

A pesar de todo lo que intentó, −se acostó con un tipo que ni siquiera le gustaba mucho− en procura de ratificar sus antiguas convicciones, pero el hecho fue un fracaso, y notó, sin asombro, pero con algo de desesperación, que la imagen de Manuel la avasallaba como una tropa de asalto, como una invasión sorpresiva de aves en el árbol de su vida, y que, cada vez más, se iba apoderando de ella. Trató de razonar, aunque sabía que las cuestiones de amor, no se avienen con la razón. ¿Qué tenía ese Manuel para infiltrarse así en su alma? Era guapo, sí, pero había tenido hombres más guapos que él; era dulce y tierno, sí, pero los había tenido de esas características. Por lo demás, no era ni artista ni intelectual, y ella había disfrutado de varios de ellos, sin que le dejaran otra marca que la de los momentos limitados de sus entregas. Pero ahí estaba Manuel en sus ardorosas fantasías, en sus noches enfebrecidas con las imágenes del recuerdo, ahí estaba aun en las reflexiones calmas durante el día y la lucidez. No sabía qué responderse, pero el hecho es que ahí estaba él y la inquietud que se fue transformando en desesperación, le envió un mensaje categórico: tal vez, estaba empezando a experimentar el amor de verdad. Y eso la asustó, pero también la colmó de una melancólica dulzura. Tenía que buscarlo. Pero cómo hacerlo si no tenía más datos de él que su nombre, sólo su nombre sin su apellido, y la ciudad donde vivía. En consecuencia, en cuanto pudo, partió hacia Santa Cruz.

Manuel, en cuanto llegó a Santa Cruz, estaba sumido en la desesperación. Sabía, con absoluta certidumbre, que Hipatia, era la mujer de su vida, que el destino, o los dioses, o las circunstancias, lo habían puesto frente a ella y él no había sido capaz de retenerla. Se había sentido como un vasallo que poseyó, sin merecimientos, a una diosa, y, deslumbrado con la luz casi infinita de ella, no se había dado ningún valor a sí mismo. Sabía, que aquellos dos días intensos en Cochabamba, lo habían marcado para siempre y que sólo hallaría el sosiego, encontrándola, haciéndola suya aunque sea una vez más. Pero sabía, también, que una vez más no sería suficiente, que sólo podría sostener la estructura de su vida junto a aquella mujer un poco loca que derramaba caudales de alegría, que exultaba vida como si fuera una fuente mágica que emitía el chorro luminoso del vivir, como un don para bañar de dicha fugaz a quienes la rodeaban. No sabía ni su apellido, ni su teléfono, ni nada concreto para ubicarla. Pero había algo que sí sabía, ella había terminado la carrera de letras y tal vez, en la universidad, podrían darle datos de ella. Hizo entonces dos cosas: renunció a su trabajo-cárcel y compró un pasaje a La Paz.

Hipatia permaneció tres días en Santa Cruz, pero era como navegar sin instrumentos en la galaxia buscando una determinada estrella. Era un viaje infinito, derivando sin brújula en un archipiélago gigantesco. Sin embargo, hizo algunas cosas que, al principio, le parecieron lógicas pero que después se le revelaron como imposibles. Llamó por teléfono a montones de empresas pidiendo hablar con Manuel, del departamento de contabilidad, y las respuestas eran simplemente ¿Manuel qué?, o aquí no hay ningún Manuel o, en un par de ellas, la comunicaron con algún Manuel, pero que luego de pocas palabras, ella entendía que no era el suyo y, sintiéndose ridícula, debía pedir disculpas por la confusión. Fue también a un par de radios y en los programas que dedican discos, pidió que dijeran “el siguiente tema lo dedica Hipatia a Manuel. Ella está alojada en el hotel XX”. La respuesta fue no sólo el silencio, sino también que no faltó un “vivo” que llamó al hotel y le dijo que era Manuel, pero ella luego de dos o tres frases intercambiadas, supo que no era el suyo. Normalmente un incidente de esos le habría parecido divertido y hasta podría haber sido el origen de una relación con todo lo sorpresivo que podría significar, pero ahora la indignaba y entendió que, sin duda, ella estaba cambiando. Recorrió confiterías y restaurantes, buscando en cada rostro, las facciones del amado, pero todo fue inútil. En los atardeceres, solía ir a sentarse en un banco de la plaza principal y mientras el frescor de la arboleda le aliviaba los pesares, vigilaba los rostros de todo hombre que pasaba, pero nunca ese rostro se correspondía con el que ella llevaba grabado en su alma. Allí, en la plaza, la última noche también infructuosa, sintió la sensación viva y dulce, de que las raíces del árbol del amor, iban invadiendo su cuerpo y su alma. Lo percibió como una preñez creciente de la ternura, que al agrandarse se iba transformando y que esa especie de hijo que llevaba dentro, nacería como amor, como pasión, como sueño, como delirio. Anegada de melancolía, volvió al hotel y al día siguiente retornó a La Paz.

Manuel, en cuanto llegó a La Paz, se dirigió a la Universidad y buscó la carrera de literatura. Allí sobreponiéndose a la reticencia, a las normas, a la antipatía y al indisimulado abuso de poder siempre ejercido por los funcionarios, logró que una de las secretarias buscara en la computadora a Hipatia, Hipatia Alejandra Ollarguren Pérez, así era su nombre completo, y que le diera el domicilio registrado un año y medio antes. Pero no había nada más, no había teléfono registrado, ni del domicilio ni celular. Al ver la foto en la pantalla, la secretaria, añadió: “Me acuerdo de ella, le decían la loquita, ya que, entre cosas andaba repitiendo que ella no tenía teléfono, ni participaba de las redes sociales de internet, porque no quería nada que interfiriera con su libertad”. Pero tenía la dirección, y ese ya era un logro, tal vez definitivo. Llegó al edificio en el barrio de Sopocachi, piso once, departamento dos. Era un departamento habitado por estudiantes, y quien le abrió la puerta dijo no conocer a ninguna Hipatia, pero que tal vez, Lucrecia que era la más antigua de los habitantes de esa residencia, podría darle más datos, pero que Lucrecia no volvería hasta el final de la tarde, que regresara entonces. Manuel fue a almorzar y luego caminó durante horas indagando en cada rostro de mujer que veía pasar, si ese era el de la mujer amada, pero, claro, ninguno lo era. Sintió entonces, que muchos de esos muros la habrían visto pasar, que las veredas por las que caminaba también habían sido marcadas por el andar de Hipatia, y aunque apoyó las manos en las paredes de muchas casas y edificios buscando que le comunicaran algo sobre esa mujer que buscaba, se obligó a sonreír por lo absurdo de aquel tipo de búsqueda, porque él simplemente, no entendía el idioma de la piedra ni del cemento.

A las siete de la tarde, Manuel estuvo de nuevo en el departamento y pudo ver a Lucrecia y esta le dijo que no tenía idea de dónde podría haberse trasladado Hipatia, que ella tenía el don de desaparecer. Pero Lucrecia, estudiante de Física era una muchacha tierna y quiso darle un poco de consuelo a Manuel. Le contó que ella e Hipatia, además de compañeras de vivienda habían sido relativamente amigas. “Es una loquita hermosa”, le dijo, “que aparenta ser dura, pero es llena de sensibilidad y de cariño, capaz de emocionarse no sólo con la gente, con la buena literatura, con la música, sino, por ejemplo, con una puerta bella en alguna casa colonial. Pero tiene un sentido muy propio y especial de la libertad, de su libertad personal. Se entrega, mientras crea que puede durar el esplendor, pero tiene terror al deterioro de la luz y, por lo tanto, de las relaciones. Yo no concordaba con ella, pero entendía que esa era su forma de protegerse. Alguna vez, insinuó, que cuando era más joven, se entregó a un amor que le pagó mal o que, simplemente, se fue averiando con el tiempo. Eso le dejó mucho dolor. Pero, créame Manuel, que estoy segura de que cuando se le presente el amor ansiado, se entregará sin vacilaciones. Usted me ha contado del encuentro que tuvieron en Cochabamba y entiendo que eso lo haya marcado. Es cierto que ella vivía teniendo encuentros fugaces, pero imagino, que a pesar de que se fue y lo dejó, no debe de haber dejado de percibir los sentimientos que despertó en usted. Aunque no puedo decir que la conozca mucho, me atrevería a pensar que ahora, ella también lo está buscando a usted. Así que no desfallezca, no deje de intentar. Para la gente, puede haber muchas verdades, distintas dependiendo de cada quien, para nosotros en la Física, sólo hay una y es demostrable, aunque también su duración pueda ser transitoria. Encuéntrela y descubra su verdad, que puede ser sí o no. Pero no afloje hasta saberla”. Lucrecia le dio además, indicaciones de algunos cafés y peñas folklóricas a los que Hipatia solía concurrir. Manuel, salió de allí, casi alegre, encendido como un asteroide surcando la noche. La esperanza se le enganchaba como una grampa de sol en el alma.

Manuel estuvo en los cafés y en las peñas, durante los tres siguientes días y noches. Y aunque no la encontró, ya llevaba encendida la luz de la ilusión, de la confianza de que si no era entonces, que luego la encontraría. Volvió a Santa Cruz, y aunque sabía que había fracasado en ese su primer intento, estaba como colgado, suspendido de un barrilete indócil que le transmitía su alegría. En esos primeros días, invadido por la confianza, siguió pensando formas de encontrar a Hipatia y aprovechó para fundar su propia empresa de Contabilidad.

Hipatia, cuando llegó a La Paz, advirtió que había dos maneras de averiguar sobre su ignoto amor: el hotel en el que se habían alojado en Cochabamba y, aunque eso significaría romper sus anteriores convicciones, intentarlo a través de las redes sociales por la Internet. A los dos días partió hacia Cochabamba en ómnibus y se dirigió al hotel que había hospedado la pasión de ambos. Las imágenes de aquellos episodios de exaltación le disputaban a la realidad la atención de su alma. Allí, esforzándose, ganándose al empleado de turno, un hombre serio y viejo, pero a fuerza de simpatía, con la irradiación mágica de sus ovarios encendidos por el recuerdo de Manuel, y con el pretexto de que había quedado con ella un objeto que le pertenecía a él y que quería devolvérselo, consiguió ver el registro. El nombre completo estaba, también el número de su documento de identidad y asimismo decía, procedencia Santa Cruz, pero no figuraba ningún teléfono ni otro dato que le pudiera servir. El funcionario que la ayudó, cuando ella salió, se preguntó por qué lo había hecho, por qué había violado esa norma de la institución, y sólo pudo entrever que un resplandor hechizante emanaba de aquella joven y que, tal vez, él, viejo cojudo, había sido víctima de ese hechizo. Hipatia ya tenía el nombre: Manuel Pedro Yrigoyen Loayza. Y con eso, esa misma tarde antes de retornar, se hizo ayudar en un café internet, y colocó un mensaje que decía: “Desde la luz de la esperanza, te busco Manuel Pedro Yrigoyen L. Tu Hipatia”. Lo rastrearon también en el Messenger, pero no aparecía nadie con ese nombre completo. Hipatia no sabía, que Manuel, más por dejadez que por descreimiento, no participaba de ninguna de las redes sociales, y que ni siquiera tenía un correo electrónico. Pero allí, en la pantalla del aparato electrónico, el mensaje estaba vivo y comenzaba a navegar los océanos infinitos, en busca del extraviado. Con el sueño instalado de encontrar a Manuel, al salir a la calle se tropezó con un hombre con el que también había mantenido una relación fugaz. Este la invitó a salir y ella le respondió que no. El tipo insistió, y ella, cordialmente, le dijo otra vez que no. Entonces él, le largó ríspidamente estas palabras: “Vamos, putita. Ya te gocé y me gozaste, ¿y ahora te haces la estrecha?”. Ella, controlando la ira, le respondió: “Lo de putita, guárdatelo para tu novia o tu hermana. En cuanto a que me gozaste, sí, es posible, pero no es cierto que te gocé. Precisamente por eso te digo que no quiero salir contigo, pues, aunque no te lo dije antes, ahora me obligas a comunicarte que tiras muy mal, que tuve que fingir el orgasmo por un poco de solidaridad contigo. Así que no vengas a hacerte el galán conmigo. Mejor anda a masturbarte, que posiblemente eso lo haces bien”. Así lo dejó mudo, así lo alejó, así pudo seguir su camino.

Al cabo de algunos días, fue tal vez la fuerza de ambas mentes, de ambos espíritus, que hizo que Manuel pensara en la misma solución. Se unió a varias redes y en todas ellas, colocó este mensaje: “Desde la desesperación y la certeza de mi amor, te busco Hipatia Alejandra Ollarguren Pérez. Siempre para ti, Manuel Pedro Yrigoyen”.

Habían transcurrido quince o veinte en medio de las insinuaciones del desasosiego, e Hipatia empezó a temer otro fracaso y pensó: “¿A dónde fueron las palabras que puse? Que ellas, nacidas de la claridad, no caigan y se pierdan en las sombras, porque entonces me perderé yo también”. Manuel, por su parte, empezó a perder seguridad en el resultado del mensaje colocado y se dijo: “Tengo la certeza de mi amor por ti, pero la fe empieza a decaer y no quiero que predomine la desesperación, porque con ella vendrá la desesperanza”. Sin embargo, de pronto un día, él vio aparecer el nombre de ella. Casi simultáneamente, ella vio aparecer el nombre de él. Y a partir de eso ya fue fácil. Y a partir de allí se abrió el sol, a partir de entonces las sinfonías matinal y vespertina de las aves, alegraron sus jornadas. Hipatia le dijo a Manuel que la esperara, que ella iría a encontrarlo, que lo haría muy pronto, que lo haría inmediatamente, pero que no le avisaría ni el medio ni el horario de su llegada, porque quería que fuera una sorpresa. Ambos vivieron las horas enormes de la espera con desesperación y sobresaltos, pero afirmados en la confianza de que al fin se daría el reencuentro y de que, a partir de allí, empezarían a construir el edificio de sus vidas.

Anochecía y Manuel en su casa, cada instante más ansioso, no sabía si pedir o no algo de comer. Entonces el timbre de la casa sonó, entonces se precipitó a la puerta, entonces abrió, entonces la vio y notó que infinidad de arcoíris emigraban de los ojos de Hipatia y se integraban a los últimos rojos del cielo, y escuchó que ella, además, se dio el tiempo de decirle: “Hola contador. Vine porque la vez anterior no lo hiciste y tienes que hacer la contabilidad de algunas pecas que tengo en rostro”. Entonces él la besó con la desesperación de todos los días y sueños acumulados, y ella le correspondió afirmándose en el sentimiento que le había ido creciendo a través del tiempo. Cuando él le soltó la boca, ella alcanzó a agregar: “Mis pecas varían en cantidad según los días, de manera que tendrás una tarea larga y difícil, pero por suerte disponemos de todo el tiempo del mundo, y ahora sabemos que el amor puede ser eterno, al menos mientras dure, y yo quiero que dure mucho”. Eso es lo que ella alcanzó a agregar antes de que él se prendiera nuevamente a su boca, a su cuerpo entero, a su alma desnuda y entregada.

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