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El planeta que contiene la respiración: la amenaza nuclear

Hace días escribí un tuit que, acompañado de una imagen que cree con IA de un mono operando una bomba, decía —algo exageradamente, para provocar una reacción emocional en mis pocos lectores— que la explosión de las más de 9.600 ojivas nucleares que, según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo, existen en los nueve países que poseen armamento nuclear, podría ocasionar la extinción de la vida, tanto de los organismos pluricelulares como de los unicelulares. En verdad, no sería tan así. Según expertos, algunos seres pluricelulares, como organismos del fondo del mar, podrían salvarse, ya que las profundidades del océano les servirían como búnker. Y algunos otros nichos específicos podrían también ser pequeños búnkeres. Lo más posible es que los pocos seres humanos que por fortuna no murieran por el calor o la radiación instantáneos, terminarían pereciendo en no mucho tiempo por enfermedades por el aire contaminado, hambre o daños genéticos que, además, les dificultarían la reproducción. En todo caso, las ciudades quedarían en escombros y la biodiversidad, en un estado terminal. En algún sentido, sería como volver a la Edad de Piedra, cuando para nuestros ancestros todo sucedía por primera vez, había que poblar la Tierra y todo debía ser inventado y descubierto. El fin de mi breve tuit de 253 caracteres fue provocar a una reflexión que constituye uno de los principales temas de la filosofía: ¿a dónde se dirige el ser humano? ¿A dónde llegará este bípedo prometeico que desea dominarlo todo?

No hay que ser demasiado pesimistas. Hay que tener en cuenta que mi anterior reflexión tiene como hipótesis un caso extremo, a saber, la detonación casi simultánea de todas las ojivas nucleares que existen en el mundo. No obstante, tampoco hay que ser tan confiados, pues bastaría la detonación de 100 bombas nucleares de solo 100 kilotones cada una, en una hipotética guerra nuclear entre, por ejemplo, India y Pakistán, o la de 300 bombas en una guerra entre Washington y Moscú, para que un continente entero pueda perecer. Y una explosión de unas 1.000 ojivas ya supondría una destrucción considerable de la civilización, además de una crisis existencial humana a nivel psicológico.

Los anteriores párrafos, apocalípticos y escalofriantes, son pertinentes debido al recrudecimiento de los conflictos bélicos más importantes de la actualidad: el de India y Pakistán, el de Ucrania y Rusia, el de Israel e Irán y el de Israel y Hamás. Todos ellos suponen el potencial ingreso de otras potencias, por lo cual se puede inferir que una guerra nuclear entre esos países acarrearía el concurso de otros más con armamento nuclear. Lo que nos pone pesimistas es que aquellos países no están gobernados por personajes moderados y racionales, sino por desaforados nacionalistas de derechas como Trump o incluso por autócratas de izquierdas que pretenden expandir su dominio territorial como Putin, Netanyahu, Trump, Putin, Kim Jong-un, Alí Jamenei, entre otros, no son precisamente ejemplos de mesura y reflexividad; viven amenazándose, apuntándose con el dedo y, así, poniéndonos a todos los pelos de punta.

Considero que, igual que el movimiento por el cuidado de la naturaleza, las campañas por el desarme nuclear o por el no uso de armas nucleares no deberían recular. Expresiones amenazantes como las de Trump, que advierte que podría atacar Irán, o como las del ayatolá Alí Jamenei, que contesta que cualquier intervención militar de EEUU “tendrá como consecuencia un daño irreparable”, deberían ser masivamente rechazadas por los medios de comunicación y la opinión pública democráticos, ya que sus amagues podrían terminar en el fin de la vida de millones de personas que nada tienen que ver con sus problemas.

En el siglo XXI el ser humano sigue sin ser sabio; es solo un conocedor: la ciencia no es filosofía ni menos sabiduría. Los datos nublan la mirada. Muchos de los últimos avances de la técnica, como los drones de combate, pueden equipararse a Auschwitz. La razón trascendental sigue cautiva de la razón utilitaria; ¿cómo volverlo más sensible y hacerle entender la efímera existencia humana de un modo diferente? ¿Qué quiere este bípedo que desea dominarlo todo, sin saber que puede estar cavando su sepulcro?

Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social

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