En el Día del Periodista Boliviano es necesario reflexionar sobre la actualidad de la prensa en un contexto en el que para ningún oficio o profesión son buenos tiempos: por la inseguridad sanitaria, prácticamente sin precedentes; por el aislamiento, favorable a la corriente individualista en detrimento de la vida en sociedad; por el determinismo tecnológico, que proporciona sensaciones de felicidad pero con el alto precio del dominio y la adicción.
En este mundo rayano con la locura, la mente se encuentra hoy en medio de un fuego cruzado de estímulos que se presentan a veces como pestañas en los navegadores o como notificaciones en el celular, dificultando la concentración y, por el contrario, fomentando la dispersión de ideas, la irresolución de problemas y la improductividad.
Esa mente está hoy más ocupada que nunca por el flujo incesante de información y, mayormente distraída, cuando no se entrega con entero placer a la procrastinación, afronta el serio conflicto de la falta de atención. Es curioso pero, con este panorama, el éxito parece no estar entre las prioridades de las personas, y a quienes todavía les importa, en un entorno distópico y de ideales trastocados, la clave para conseguirlo no estaría tanto en las capacidades técnicas propias del ámbito en el que se desenvuelven sino en aprender a mantener el equilibrio; ante todo, a lidiar con el estrés. No hay trabajo libre de la enfermedad del siglo XXI, el estrés, y una buena muestra es el periodismo, al que la pandemia agarró entrenado en crisis.
Por un lado, la irrupción de las redes en la era digital terminó de consolidar el espacio virtual —que lo ha ido acaparando todo, o casi todo— y trajo consigo el paulatino traslado de la publicidad de los medios de comunicación tradicionales a los nuevos medios sociales. Por el otro, el avance de las “verdades paralelas” —el fenómeno de la posverdad, en suma, el deterioro moral de sociedades arrastradas por los oscuros intereses del poder— movió los cimientos del periodismo al punto de que algunos han llegado a poner en duda su utilidad.
En este caótico mundo de humanos dominados por algoritmos, ya bastante despersonalizado e incluso, por lo antes dicho, resignado a ceder los derechos de la razón a la tecnología, no debería sorprender a nadie el que por fines malsanos se ponga en duda el trabajo periodístico, entendido este como la búsqueda de la verdad. Tampoco que muchos olviden aquilatar los valores del periodismo como pilar fundamental de las democracias.
Hay una tendencia de ciertas corrientes políticas a desacreditar a la prensa y no es casual. Forma parte de una estrategia —me animo a pensar— coordinada por quienes se aprovechan de otro fenómeno, la “democratización de la comunicación”, que empareja las posibilidades de informar y de informarse al mismo tiempo que todos nos arriesgamos a ser desinformados en democrática reciprocidad.
Son estas las nuevas reglas de la comunicación y de las que no escapa el periodismo. Un periodismo que, absorbido por su multicrisis (término acuñado por el conflictólogo César Rojas, aunque para describir el estado de situación global), a veces olvida sus raíces, su principal fortaleza para capear el temporal: su labor esencial de servicio, su innegociable objetivo de la búsqueda de la verdad.
Mi deseo para este día es que ningún país libre y soberano, francamente democrático, viva sin periodismo. Unos lo defienden “independiente”, otros —ciegos, fanáticos— lo prefieren “militante”. Yo me inclino por el periodismo a secas, que no necesita de adjetivos. He aprendido a sospechar de aquel al que presentan con algún apellido.
Si todavía creo en este noble oficio que naufraga pero no se hunde es, antes que nada y que nadie, por el temple sinigual de los periodistas.
Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor.