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El Patio

Julio César Salamanca Veizaga

El 3 de mayo del 2023, a las seis de la mañana con treinta minutos, un cuerpo extraño fue encontrado en medio del patio de la casa de la familia Blacutt. Fortín, despabilando del adormecimiento, se dispuso a sacar a Pichica para que, como todas las mañanas, de manera puntual antes de que salga el sol, cumpliera con sus necesidades fisiológicas. Abrió el portón y esperó a que ella saliera meneando la cola para olfatear el pasto y hacer sus necesidades. Sin embargo, mientras Fortín estiraba los brazos y forzaba los ojos para salir del sopor, no tuvo conciencia de que Pichica había desaparecido. Miró a los costados, atrás, entre las piernas, debajo de la planta de flores anaranjadas que se mostraba siempre al lado derecho de la puerta, silbó, pronunció el nombre de la perra y nada. Ella solía acudir al simple pensamiento de Fortín cuando la llamaba o buscaba. Aquella mañana fue extraña. No ocurrió como se esperaba el ritual diario.

Fortín empezó a desesperarse y terminó abandonando el claustro de Morfeo. Se paró en medio de la calle, con las manos en los bolsillos del pantalón corto que se le caía por lo delgado que estaba desde hace más de un año. Miró a las esquinas, volvió a silbar y gritar el nombre del animal. Nada. Oyó un quejido, como el que se desprendía de su animal cada vez que se quedaba encerrada en el departamento y quería salir, o cuando algo la asustaba. Aún con los sentidos adormecidos y la gripe tapándole los oídos, pensó que era Pichica que se había quedado encerrada. Ahora todo cobraba sentido. No la vio bajo sus piernas, ni olfateando el pasto porque el animal se había quedado en el departamento.

Fortín subió las escaleras, entró al departamento y no la encontró. Sintió un escalofrío distinto al que le provocó la gripe toda la noche, sintió que se le erizaba la piel y se le paraban los cabellos. Quedó quieto por unos segundos y salió disparado a la calle, bajando las gradas de dos en dos y hasta de tres en tres, creyendo que Pichica necesitaba su ayuda. Ofuscado por la desesperación, corrió de un costado al otro barriendo el patio entero y sus alrededores, sin encontrar nada. Se paró bajo el umbral del techo del portón y mientras el agua acumulada por el rocío de la mañana le caía a gotas en la cara y el cabello, gritaba desesperado el nombre de su mascota. Empuñó la pretina del pantalón con la mano derecha y corrió hasta la esquina izquierda. Al no encontrar nada, se lanzó a trancos hasta la esquina opuesta. Tampoco encontró nada.

No había perros grandes alrededor, ni indicios de que algo o alguien hubiera estado merodeando la calle o la casa. Todo era silencio. Lo raro era que el silencio y la quietud de esos minutos lo ensordecía y adormecía. Ni pájaros, ni hojas empujadas por la brisa. Nada de nada.

Retornó caminando apresurado, mirando para todos lados pensando encontrar a la perra oculta en algún sitio. Se volvió a parar debajo del umbral del portón y empezaron a caer las primeras gotas de una lluvia que anunciaban sur, el viento furioso empezó a empujar las hojas de los árboles, era un viento tan fuerte que obligó a Fortín cubrirse el rostro con la parte interna del brazo, agachar la cabeza y girar hacia atrás. Cerró los ojos y arrugó la frente agudizando la vista. En medio del patio, a las 6 y 30 de la mañana, casi media hora después de haber cruzado la puerta del departamento que da a las gradas, divisó un cuerpo extraño tendido en el piso. Creyó que era un trapo o una ropa olvidada en algún tendedero caída a causa de los fuertes vientos que acompañaron la noche. Dejó de respirar un momento y se acercó lentamente al objeto que seguía siendo incomprensible. Sin embargo, mientras más se acercaba, empezaba a distinguir una cola, patas, orejas y olor a sangre tibia mezclado con el tufo penetrante del pelo animal cuando se moja. Se detuvo y con los pulgares apoyados en los pómulos y el resto de los dedos en el frontal, imaginó lo peor. «La perra ¿Qué rato desapareció? Y ahora ¿Qué les digo a Tais y a Marcela? Pero ¿Qué pasó? ‘Quién fue?»

El cielo encapotado y con amenaza de lluvia, con un chillcheo menudo, opacaban los ojos de Fortín. Llegó un momento en que su vista, a pesar del asombro, la pena y la rabia, distinguió el color del bulto en medio patio. Era gris. Pichica era una perra de tamaño mediano, de pelo rojizo fuego. Entonces recobró el aliento y sintió que el aura le volvía a dibujar. «¿Qué carajo entonces es eso?» murmuró acercándose lentamente, como rodeando de lejos al objeto.

—¡Papá! —gritó la niña desde el dormitorio.

—Hijita —respondió Fortín, mirando el objeto en medio del patio—Ya despertaste.

—¿Qué estás haciendo? ¿Dónde estás? —preguntó la niña, con la voz temblorosa.

—Estoy abajo, con la Pichica —respondió el padre, ocultando la verdad. —Ya subo.

—Pero papi, la Pichica está aquí, está echadota durmiendo.

Fortín subió la cabeza y dirigió la mirada a la ventana, mientras cerraba los ojos imaginando a la perra acurrucada en los pies de su hija, “y yo buscándola como un tonto».

—¿La bajo papi? —Preguntó la niña.

—No hijita, déjala nomás, en un ratito subo —respondió Fortín.

No podía dejar que la pequeña viera semejante escena. Quedaría impactada. Decidió convertirse en cómplice del asesino y enterrar lo antes posible el cuerpo, ya que empezaba a desprenderse el olor nauseabundo de la osamenta. Tomó una rama de árbol que encontró en el patio y movió el cuerpo del animal. Tenía el hocico abierto, las extremidades extendidas y tiesas, el pelo todo mojado y señales de haber sido agredido por un animal más grande. Los colmillos en el cuello del animal delataban la acción. La parte del pecho teñido de rojo púrpura y el rastro del mismo color en el piso indicaba que el cuerpo fue arrastrado.

Fortín tomó una pala robusta para cavar postes, caminó hasta el final del patio y en medio de los dos paltos sin frutos hundió el artefacto, repitió la acción un par de veces, hasta tener el espacio necesario para enterrar el cuerpo del animal ya en proceso de descomposición. Sacó de su bolsillo una bolsa de tamaño regular mientras volvía a la escena del crimen, se puso de cuclillas, se tapó la nariz con la mano izquierda y con la mano derecha dentro de la bolsa se dispuso a coger el cadáver. Justo el momento que empezó a levantar al animal de una de las patas se oyó un grito:

—¡Mamá, la Tomasa! ¿Papi, qué pasó con la Tomasa? —Gritaba desesperada la niña, colgada de la ventana.

—No sé qué pasó hijita —respondió el padre— La encontré así hace un momento.

—No fue la Pichica, ella estaba aquí, no salió —Aseguró la pequeña— seguro fue el Coco.

—No sé mi amor —replicó Fortín— pero alguien tuvo que ser.

El sollozo de la niña se escuchó hasta el patio y el padre apresuró la tarea de entierro. No quería que su hija viera así al animal. Una vez que tapó el hueco con tierra y le dio unos cuantos pisotones a modo de compactar el sitio, sacudió sus chinelas y subió al departamento. Encontró a Tais llorando en el pecho de su madre, desconsolada.

—¿Quién fue papi? La pichica no fue ¿verdad mamá? —Preguntó la niña.

—No hijita, no fue la perrita —respondió la madre.

—Era la Tomasa ¿verdad papá? —Siguió preguntando.

—¿De qué color es la Tomasa? —Insistió el padre.

—Era —increpó la madre— prieta prieta.

—Entonces no —apresuró a responder Fortín— esta era gris.

—¡Esperanza! —gritó la niña y volvió al llanto desconsolado.

—¿Ya la enterraste? —fue la última pregunta de la madre antes de correr a consolar a su hija.

—Bajo todos los rituales —respondió Fortín.

Tais no dejó de llorar durante todos los minutos que le llevó alistarse para ir a la escuela, mojó la camisa, la falda y hasta los calzados. Los párpados doblaron en grosor y se inflamaron tanto que el enrojecimiento se le podía atribuir a una conjuntivitis o una alergia.

—Abuelitos, tengo una mala noticia —manifestó la pequeña antes de ir a la escuela— La esperanza ha muerto.

—¡Carajo, mierda, los conejos! — exclamó el abuelo— ¡voy a matar a ese perro!

—Con razón no hubo ladridos en la madrugada —manifestó apenada la abuela— ¡Ese patio! Ahora solo queda una.

En memoria de Chocolata, quien parió a Tomasa, Esperanza y las que partieron antes.

Biografía

Julio Cesar Salamanca Veizaga, nacido el 14 de abril de 1984 en Potosí, Bolivia, es un apasionado por la lectura, la música y el arte escénico. A través de sus relatos y presentaciones, ha compartido su amor por las historias y la cultura. Su creatividad y dedicación a las artes lo llevan a conectar con diversas audiencias.

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