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El ocaso de los Jacobinos corporativos

El presidente Luis Arce llegó a Nueva York al foro organizado por el presidente de Chile, acompañado por Lula da Silva y Pedro Sánchez, con un discurso que pretendía ensalzar las virtudes de las llamadas democracias participativas frente a las democracias liberales.
La intención, sin duda, era trazar un contraste ideológico en tiempos de incertidumbre global. Sin embargo, el resultado fue un texto por encargo, mal leído, atropellado en su forma y confuso en su fondo, que terminó exhibiendo la verdadera estrategia de los socialismos del siglo XXI; utilizar las instituciones democráticas liberales como trampolín para, una vez en el poder, imponer un nuevo autoritarismo con rostro corporativo.

No se trata ya de los viejos regímenes de izquierda del siglo XX, que con discursos de barricada intentaban emular revoluciones fallidas. La novedad de nuestros tiempos es más sutil, aunque no menos corrosiva, gobernar a través de movimientos sociales convertidos en correas de transmisión del poder. Bajo la retórica de la participación, se refugian pequeñas élites sindicales que, lejos de representar a las mayorías, se han convertido en corporaciones con intereses propios, fuente de corrupción y chantaje político.

En su discurso, Arce señaló a enemigos externos —el capital concentrado, la guerra híbrida, el colonialismo renovado—, como si el debilitamiento de los partidos y la captura del Estado por élites corporativas fueran males importados y no problemas fabricados en casa.

En su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Arce elevó el mismo argumento, pero con una escala global. Condenó el neocolonialismo desde una mirada propia de los BRICS, habló de multilateralismo y denunció lo que llamó la guerra híbrida de las potencias. Desde ese prisma defendió a Cuba del asedio persistente, a Venezuela con la insólita afirmación de que vive en plena democracia y con respaldo popular, y a Irán frente a los ataques militares. En el conflicto entre Rusia y Ucrania evitó condenar la invasión y atribuyó la responsabilidad a Ucrania por el expansionismo de la OTAN. También culpó al imperialismo norteamericano de arrebatar a China la soberanía sobre Taiwán, aunque no dijo nada sobre la autodeterminación de la isla, y dedicó un apartado a los derechos palestinos.

Era un catálogo de denuncias globales que reforzó el papel que él mismo se adjudicó de portavoz del bloque contestatario a los Estados Unidos. Lo llamativo fue que en ningún momento hubo una referencia concreta a la situación interna de Bolivia ni a las aspiraciones nacionales en el seno de Naciones Unidas. Fue más el eco de una retórica prestada que la voz de un Estado que busca afirmarse con propuestas propias.

Volviendo al foro “En defensa de la democracia, combatiendo el extremismo”, Arce acusó a la democracia liberal de exclusión, cuando es precisamente en su seno donde el voto popular permitió a estos movimientos llegar al poder. Y una vez instalados, invocar la democracia participativa para justificar el debilitamiento de los contrapesos, la judicialización de la política, la ampliación de mandatos y el vaciamiento de las garantías constitucionales. La democracia es invocada, pero como excusa; nunca como principio.
Álvaro García Linera, en su momento, se autoproclamó “el último jacobino”. La metáfora no era inocente; aquellos radicales de la Revolución francesa creyeron encarnar la voz del pueblo, pero terminaron imponiendo un régimen de terror en nombre de la virtud. Hoy, sin embargo, los “jacobinos latinoamericanos” están terminando su tiempo y parecen condenados al olvido, no por falta de ambición, sino porque la estrategia ya no pasa por guillotinas ideológicas, sino por redes corporativas de sindicatos domesticados. El resultado es menos sangriento, pero no menos corrosivo; un poder concentrado en manos de unos pocos, disfrazado de pluralidad.
Al final, lo que queda tras discursos como el de Arce en su triste despedida internacional es una lección incómoda. La democracia liberal no está siendo desplazada por revoluciones, sino por el uso torcido y abusivo de sus propias reglas. Y si la historia tiene algo de ironía, será que aquellos que se proclamaron los guardianes de la democracia participativa terminen siendo recordados solo como un capítulo menor en el camino hacia su olvido.

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