Este martes 7 de septiembre, el Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR) recordó, casi extinguido o disperso, medio siglo de su fundación; hecho sucedido en aquel 1971 de la clandestinidad, dentro de una casa de la calle Jaimes Freire de La Paz, en la zona de Alto Sopocachi.
Los concurrentes al minuto inaugural fueron diez hombres y una mujer. Según “Testimonio y Legado” (2018), libro escrito por Alfonso Camacho, Fredy Camacho y Hans Moeller, aquella reunión también tuvo lugar un día martes y cobró solemnidad con la presencia de Jaime Paz Zamora, Óscar Eid, Antonio Araníbar, Alfonso Camacho, Ricardo Navarro, Marcel Ramírez, María Esther Ballerstaedt, Dulfredo Rúa y Carlos Guzmán. Dos extranjeros completaban esta casi docena de apóstoles del mirismo: Alain y Sebas (solo se revelan sus nombres de guerra).
Si los “Marqueses”, el grupo de agentes de seguridad de la dictadura de Banzer, hubieran logrado cercar, a solo dos cuadras de la parroquia de Cristo Rey, a estos conjurados, el recién posesionado gobierno civil-militar hubiese engrosado sus listas de detenidos, pero no evitado que aquella corriente política, que se habría paso entre la clase media boliviana, asumiera un rol central en la vida pública del país.
Si bien la resistencia al septenio banzerista le entregó al MIR mística y admiradores, recién en 1977 este joven partido adquirió sus armas para alcanzar predominio, cuando se congregó en el seminario interno de Achocalla. Allí, los miristas descubrieron la fórmula para enamorar a un país que ya empezaba a medirse los pantalones largos de la democracia. En la casa de campo de Ramón Rada, los ya citados Paz Zamora, Araníbar, Eid y Camacho, además de Alfonso Ferrufino, Guillermo Capobianco y Ernesto Araníbar, el hermano de Toño, se alinearon a la llamada izquierda nacional. Este salto es poco valorado por los observadores.
No es que el MIR archivara el marxismo de sus primeros pasos, sino que empezaba a estudiar en serio la Historia de Bolivia. En su balance, los miristas entendieron la profundidad de la Revolución Nacional de 1952 y con ella decidieron entroncarse, aunque nunca de forma indiscriminada, es decir, no con cualquier rama. De Achocalla salió la orden de pactar con un ala de izquierda del MNR, es decir, con Lechín, Siles Zuazo o ambos. En enero de 1978, Antonio Araníbar, enviado del partido a suscribir la alianza, firmaba en Caracas el pacto que dio lugar a la UDP. Siles se convertía así en el candidato con más opciones electorales de la etapa siguiente.
La teoría del entronque histórico es la admisión modesta por parte de unos recién llegados de que el camino ya fue desbrozado antes por sus mayores. Solo queda entonces seguir la senda trazada y profundizar el avance. El MIR fue quizás algo así como la juventud del MNR, aunque organizada fuera del partido. Los miristas entendieron en Achocalla que en el pueblo latía un corazón movimientista y que solo sobre ese cimiento era posible construir la renovación. Cinco años más tarde, eran recompensados al ingresar al Palacio provistos de seis ministerios y la vicepresidencia.
Sin embargo, en 1985, el partido que había entendido el meollo de la política boliviana se hacía trizas. De su fuerte musculatura salían tres destacamentos de militantes enojados. El entronque histórico le había servido para ganar elecciones y hacerse visible, pero fue funesto a la hora de gobernar.
Los acomodos de los tres MIRes resultaron todos equivocados. Paz Zamora se entroncó con el neoliberalismo, aduciendo un apego instrumental a la democracia; Araníbar hizo algo similar, aunque bajo la promesa de ligarse al katarismo liberal; mientras Del Granado, profundizando esa misma vía, dio impulso al ascenso de Evo Morales, a quien acompañó hasta la Asamblea Constituyente de 2006. Al final, los aliados con los que el MIR, separado en sus tres versiones, buscó recuperar hegemonía, terminaron por enterrarlo. Tras la primera daga de 1985, la agonía estuvo a cargo de tres verdugos: Banzer, Goni y Evo. Atrajeron a los miristas del mismo modo macabro en que el fuego de las velas seduce a las polillas.
Sí, el legado del MIR es la democracia, pero hay algo también valioso y poco apreciado: la teoría del entronque histórico. En Achocalla, los miristas dejaron de refunfuñar contra el mal llamado “populismo”, que se había ganado el favor de la gente y salieron a cortejarlo. El que se haya caído del caballo en el intento por domarlo, no permite colegir que el MIR haya errado de cabalgadura.
Rafael Archondo es periodista.