El abordaje del tema debe partir de los elementos esenciales del marxismo clásico que son –a riesgo de caer en criticables simplificaciones–– los siguientes: a) Una visión confrontacional del mundo y las relaciones que en él se desarrollan, sustentada filosóficamente en la noción hegeliana de la lucha de contrarios, adoptada y adaptada bajo las premisas del determinismo económico, la lucha de clases, clivaje central (motor de la historia) que informa y explica a todos los demás, lo que implica el análisis de la infraestructura económica, la forma en la que se genera la riqueza (excedente o plusvalía) y los mecanismos políticamente establecidos para su redistribución; b) El materialismo histórico, intento científico para lograr una descripción ideológicamente aséptica del desarrollo cronológico de las sociedades y sus formas organizativas, no como producto de la libre acción de los sujetos en tanto individuos, sino como fruto de su conflictiva interrelación y de los constreñimientos que el mundo material les impone; y c) Producto de lo anterior, la idea de que el decurso de la historia puede ser cambiado, que las sociedades pueden ser reconstruidas a partir de una imagen ideal, de ahí su carácter en el fondo, utópico y su superioridad moral al reivindicar a los explotados, en un juego de malos contra buenos donde el ganador se lo lleva todo.
Si bien este marxismo primigenio se presenta como un interesante esquema interpretativo de la realidad, sus principales dificultades en tanto proyecto de poder devienen de un planteamiento político esencialmente constructivista, de reingeniería social (de ahí su carácter esencialmente violento), que pretende un cambio esencial, disruptivo, pero al margen de la realidad de la naturaleza humana, esbozando un molde ideal para esculpir a sangre y fuego a ese tan necesario «hombre nuevo», leal, acrítico y sumiso, funcional al proyecto revolucionario y dispuesto a dar su vida por él sin mayores cuestionamientos. Una utopía deseable, sin duda, pero inviable en las condiciones humanas actuales, pues donde pretendió ser impuesta (gobiernos del llamado socialismo real) corrió sangre, quizás demasiada, para luego disiparse sin rastro duradero, salvo, claro, en la memoria de algunos nostálgicos. Para mayor detalle se sugiere leer La izquierda
Pero “no solo de pan vive el hombre” y estos aspectos fueron en su momento cuestionados desde dentro para dar lugar a críticas renovadoras, vertidas primero desde la Escuela de Frankfurt, asentada en el Instituto de Investigación Social de la universidad del mismo nombre, y después por la amplia gama de neomarxismos posteriores y actuales, transitando desde el clásico determinismo económico hacia enfoques centrados más en la supraestructura ideológica y cultural de las sociedades, acaso como respuesta al conductismo estadounidense, añadiendo a la vieja «lucha de clases» (inaplicable en los países que carecieron de una revolución industrial en toda regla) otros clivajes sociales básicamente identitarios existentes desde siempre en los colectivos humanos (de género, étnicos, culturales, religiosos, etc.).
Se trata, indudablemente, de una variante que en sus rasgos más generales sigue una matriz de análisis propiamente marxista, no siendo en este sentido atendibles las críticas que desde las vertientes clásicas se descargan sobre ella, negándole toda relación con las ideas del filósofo alemán por el solo hecho de haber desplazado de la centralidad del discurso el tótem del determinismo económico o, como señala muy superficialmente Zizek, porque no existe un conjunto identificable de autores que se haya dado a la tarea de sistematizar rigurosamente la idea, sin considerar que se trata por el momento de una simple categoría conceptual, ciertamente compleja, no una escuela o línea de pensamiento plenamente desarrollada y formalmente reconocida.
Es a esto a lo que en líneas generales se suele denominar como neomarxismo, marxismo postmoderno, marxismo supraestructuralista o, simplemente, “marxismo cultural”, una acepción en la que se concentra a un buen número de corrientes distintas, pero que comparten un rasgo esencial común, la sustitución del clivaje económico estructural por constructos supraestructurales en situación de contradicción a los que Althusser denominaría aparatos ideológicos del Estado, noción que se extendería a todos aquellos dispositivos ideológicos o dispositivos culturales de amplio espectro, sobre los que se enraizarían el funcionamiento y la organización de la sociedad en su conjunto.
En el plano de la proposición política y la praxis de gobierno, este planteamiento presenta, al igual que su clásica predecesora, problemas insalvables, internalizando una multiplicidad de intereses débilmente cohesionados y que a la larga fragmentan su base material de sustentación, tornándola inestable, razón que lleva a sus propugnadores a identificar enemigos internos y externos, inventar nuevas contradicciones o acentuar artificialmente las ya existentes, todo bajo la idea de un enemigo en constante acecho que al Estado de vigilancia en el marco de la revolución permanente, o rindiéndose ante los cantos de sirena del populismo, pues no descarta la prebenda como mecanismo para el mantenimiento de las lealtades ni la explotación descarnada de posturas reivindicacionistas que gozan de una carga emotiva potente, origen de la supuesta superioridad moral de su discurso y razón por la que en su momento son bien recibidas por grandes segmentos de la población, esto hasta que sus intereses entren en conflicto con los de colectivos mayores o más poderosos.
En conclusión, el “marxismo cultural” existe, quizás no de la forma esperada, pero existe, y se constituye, más allá de sus detractores y propugnadores, en una categoría conceptual de cierta utilidad para un análisis crítico de la realidad social y política actual, razón por la que no sería prudente descartarlo a priori o negar su presencia únicamente por intereses coyunturales o conveniencias ideológicas y peor partidarias.
El autor es doctor en gobierno y administración pública