Andrés Canedo
Era viernes, y de pronto, aquel día decidió no ir a trabajar y juntarlo a los feriados de sábado y domingo. En doce años no había faltado ni un solo día a la oficina. Ese viernes, claro, tuvo la precaución de llamar y dar el pretexto de un resfriado fuerte, pero una vez hecho esto, salió hacia el aeropuerto y compró un pasaje a la ciudad próxima, Cochabamba. Total, era apenas algo más de media hora de viaje, unos 500 Km. Todavía no se había preguntado por qué hizo lo que hizo, pero en el avión se dio el tiempo de reflexionar. No se le ocurrió más que en realidad estaba cansado, de la oficina, de la gente de todos los días, de las rutinas asfixiantes, de su vida que carecía de exaltaciones, pues aún, el sexo casual con distintas mujeres, eso como máximo exponente de aventura superlativa, era en realidad carente de sentido, y no pasaba de la exaltación momentánea de los cuerpos, pero no le dejaba nada en el alma.
Alojado en el hotel de Cochabamba, vacilaba en el mostrador pidiendo indicaciones sobre un tour para conocer la ciudad. Estaba inquieto, no sabía ni por qué estaba allí, ni lo que debería hacer. De pronto, oyó una voz femenina junto a él.
−Perdóname, pero me gusta observar a la gente. Es un atrevimiento, ya lo sé, pero si no somos atrevidos nos perdemos montones de vida. Todo en ti, muestra a un exiliado, a una especie de extraño en el paraíso. Sucede que yo también soy de alguna manera una especie de proscripta, así que te propongo que unamos nuestras soledades y salgamos a recorrer juntos esta tierra prometida y transitoria.
La miró con asombro. Era en realidad atrevida, pero esa sensación de rechazo fue desplazada inmediatamente por su enorme simpatía, por toda esa frescura y espontaneidad, y también, por qué no, pues ella, aunque no era totalmente linda, había tenido mujeres más bellas que ella, era desesperadamente erótica. Sin embargo, el peso de su alma apagada se pegó a sus palabras y apenas pudo decir:
−De acuerdo, vamos juntos.
Ella lo tomó de la mano y lo arrastró afuera del hotel. Empezaron a caminar y mientras lo hacían él empezó a mirarla con disimulo. Era de cabello castaño y largo que hacía juego con sus ojos enormes y luminosos. La nariz no era perfecta, tal vez un poco grande, pero encajaba muy bien en la geografía completa de su rostro, el cual, ostentaba, además, una boca de labios carnosos, protuberantes y con dentadura perfecta. Hacia abajo, percibió que sus senos eran pequeños, la cintura estrecha, las caderas precisas y bamboleantes, y unas piernas perfectas enfundadas en un jean ajustado, que remataban en hermosos pies sólo vestidos por unas sandalias mínimas. De pronto, ella sonriendo le dijo:
−Me doy cuenta de que acabas de hacerme el inventario y espero que te haya gustado lo que viste. Lo que no ves, que es mi alma, pretendo que sea más bello aun, aunque sé que también puede ser terrible. Todavía no sé si estarás a la medida de ella. Y a pesar de que mi apariencia externa no sea cambiante, te aviso que soy como el río de Heráclito, siempre distinta, siempre cambiando. Claro que eso nos pasa a todos, aunque no lo sepamos. En cuanto a ti, yo ya te había hecho el inventario completo antes de acercarme a tu persona y pasaste la prueba satisfactoriamente. Claro que eso no significa que me vaya a acostar contigo, pues, entre otras cosas, primero tengo que descubrir y tú me tienes que mostrar aquello que no se ve de ti, me refiero a tu alma, por supuesto. ¿Cuántos años tienes? Yo tengo 28.
Toda esa parrafada, lo sorprendió gratamente y no pudo evitar el reír. Al mismo tiempo pensaba que aunque estaba ante una mujer posiblemente más culta que él, lo del río de Heráclito no le era extraño, pues si había logrado de alguna manera sostener su vida hasta entonces, había sido gracias a los libros que empezó a leer desde unos cinco años antes.
−Tengo 34 años. De manera que soy el mayor, pero no creo en jerarquías que no sean las espirituales, así que no debes preocuparte. ¿A qué te dedicas?
−Soy, casi, Licenciada en Letras. Casi, porque, aunque terminé la carrera, mis múltiples obligaciones, que son sobre todo las de andar de un lado a otro, conociendo gentes y paisajes, me impidieron hasta ahora completar mi tesis, de manera que mi título ante la sociedad, sigue siendo el de señorita y no, licenciada. En consecuencia, no tengo mucho para ostentar, salvo una vasta e inútil, para los fines sociales, cultura. Claro que esa cultura, hecha de libros, algunos no tan buenos como otros, es útil para mí, para mi espíritu, y eso me da una cierta jerarquía en el terreno al que, acertadamente, te referiste. Esa cultura, también, me da las posibilidades de ser terriblemente cruel, pero asimismo maravillosamente tierna. Depende de cómo me traten. Por lo tanto, el que seas seis años mayor que yo, aunque no hubieras hecho la salvedad, me importaría un carajo. Y tú, ¿qué haces en la vida, a qué se dedica el hombre que camina a mi lado, de dónde es?
−Sé que te voy a decepcionar, pero mi vida es muy chata. Soy el jefe de contabilidad de una empresa grande, en Santa Cruz, y como ya te habrás dado cuenta, soy cruceño. Tal vez, tenga a mi favor, el hecho de que leo bastante, por lo general, buenos libros.
−Lo de los libros, es excelente. Ya irán apareciendo a medida que charlemos, o no, porque tampoco son más importantes de lo que nos ayudan a soñar y a vivir que, claro, ya es mucho. En cuanto a la contabilidad, no me parece decepcionante, pues puede servir, entre otras cosas, a que contabilices la cantidad de lunares que tengo en mi espalda, eso, si yo te lo permitiera, por supuesto, cosa por ahora poco probable. Pero la esperanza es lo que nos sostiene, de manera que no te desanimes. Yo soy paceña, vengo aquí seguido, de manera que seré una excelente guía. ¿Cómo te llamas?
−Primero una cosa, y no te ofendas por favor. Aunque sos deslumbrante, aunque sos realmente distinta de las mujeres que conocí, no vine aquí buscando aventuras sexuales, vine porque quise salir de mi rutina, porque necesitaba pensar en mi vida, porque no estoy contento con ella. Me llamo Manuel.
−No me ofendo. Sé que no soy la Venus de Milo ni la de Botticelli, pero juego y me divierto. Además, creo que no estoy tan mal y los placeres de la cama son siempre una posibilidad entre un hombre y una mujer dotados de algunos atributos. Pero entre esos atributos, deben estar también los del espíritu, para que se establezca la posibilidad de un diálogo verdadero. Yo me llamo Hipatia, Hipatia Alejandra. Mis padres, que eran un poco locos, me pusieron el nombre de esa bella mujer de Alejandría, filósofa y científica, que tuvo una muy mala muerte, y de quien no se sabe si fue en realidad virgen o un poco generosa con sus partes pudendas. El hecho es que entre ambos nombres, aunque no suene muy bien, prefiero el primero. Me llamo Hipatia. Por lo demás, te entiendo, la vida suele no ser muy grata, el mundo suele ser opresivo, cada vez más. Por eso no acepto trabajos que impliquen relación de dependencia, por eso viajo, por eso vivo todo lo intensamente que puedo, por eso estoy aquí, caminando contigo.
−Siento, desde lo más hondo de mí, que tenés razón, que sos libre, cosa que yo no lo soy. Pero me alegro de haberte conocido. No sé si será duradero, pero estoy seguro de que ya me estás haciendo bien. Mirá, una de las cosas que me impulsó a viajar, fue el recuerdo de uno de los libros que leí, Demián, ¿sabés?, cuando dice que no quiere morir siendo mitad hombre y mitad pez, que quiere ser un hombre completo. Eso es lo que estoy intentando. Entonces, me alegro de estar caminando aquí, contigo.
Y caminaron, por todo el centro de la ciudad, admiraron sus edificios coloniales, se sentaron en un banco de la plaza principal, y siguieron hablando, Hipatia siempre como una erupción volcánica, desparramando chispas y luces; Manuel, entregándose, soltándose, contándole cosas de su vida, de sus sueños que habían permanecido soterrados en el pozo de su alma. Fueron a almorzar en un restaurante de El Prado, y ella le hizo probar una de esas especialidades de la ciudad, verdadera capital gastronómica.
−El Silpancho, esta especie de milanesa cortada con micrótomo, cobra sentido, en su integridad, en la totalidad de sus ingredientes que al mezclarlos determinan su sabor. Es como las almas que, en la suma de la totalidad de sus componentes, denotan su belleza o su horror. El balance final. El Silpancho está hecho de componentes sencillos, humildes, pero que al sumarlos adquieren su grandeza. Claro, está también presente, la sabiduría ancestral de quienes unen los distintos elementos con maestría. Esta noche te haré probar otro de los exponentes de la comida cochabambina, pues, si me permites, comeremos Laping. Mañana, tal vez, Pique Macho, aunque ese plato se ha divulgado por todo el país y es posible que ya lo hayas probado. Estarás pensando, esta estúpida por qué se mete a hacer filosofía barata sobre comidas, y tendrías razón, pero al ver tu expresión al comer, entiendo que más allá de lo absurdas que puedan parecer mis palabras, que estás aseverando la síntesis de lo que digo. En esas comidas y en otras más, esté tal vez el alma de Cochabamba. Eso es lo que te estoy dando a probar. Mientras tanto, con todo lo que hablamos, estoy conociendo a través de sus integrantes sencillos, la belleza de tu alma, querido contador.
−Sí, esta comida es deliciosa y vos tenés el don de la facundia, pero, aunque me hacés reír con algunas cosas que decís, también me largás palabras que sumadas, me van abriendo caminos de luz. En cuanto a mí, yo soy muy pobre, no tengo ni tus conocimientos ni tu brillo, y no tengo, sobre todo, tu libertad.
−Henry Miller, un hoy devaluado autor norteamericano, dijo que el árbol de la vida, florece no por las lágrimas, sino por el conocimiento de que la libertad es real y es eterna. Claro, hoy, de la manera en que las cosas están armadas, la enorme mayoría de los seres humanos están sometidos a una alucinación de libertad, que en realidad es esclavitud. Pero está aquello que dijo Miller, el saber que la libertad es real y es alcanzable. Además, yo sé muy poco y tal vez lo que sé lo sé mal. Pero tengo que jugar, tengo que hacer de mi tránsito por la tierra, un juego divertido para no caer en la desesperación. Es que yo también estoy un poco mutilada, soy un poco como un payaso para mí misma y para los demás, ¿entiendes?
−Entiendo, −le respondió Manuel y le tomó una de las manos en un gesto de solidaridad.
Durante la tarde, fueron a una represa cercana, y luego hicieron una larga y minuciosa visita a Portales, la antigua casa del desaparecido magnate Simón Patiño. Ella se había desatado otra vez en sus aluviones de palabras y se lo explicaba todo, intercalando observaciones graciosas y otras irónicas a algunos detalles. Manuel se deslumbró con la sala morisca y con el gran salón principal. Allí, lo asaltaron imágenes de un pasado colmado de esplendores y, al mismo tiempo, la conciencia de que, a pesar de todo, la muerte es igualadora.
−Imagino lo que estás pensando. Los egipcios, y en general todos los pueblos, pretendían que la muerte es distinta para unos y para otros. Ellos momificaban a sus jerarcas, conservaban los cuerpos y les hacían una serie de ritos para que el muerto pudiera emprender su viaje hacia la eternidad. Pero ahí quedaban, para ser víctimas de buscadores de tesoros y ladrones, y a pesar de su perennidad artificial, estaban tan muertos como el más pobre de sus súbditos. A nuestros héroes los conservamos en imágenes de bronce o de mármol, para intentar preservar su memoria. Yo me pregunto cuántos de los habitantes de cada país saben quién era el representado en esas esculturas, bellas o repetitivas, pero también sometidas a la defecación inclemente de las aves, que no saben de glorias ni memorias, que, como todos los animales, simplemente viven sin tener la feroz conciencia de la muerte.
−Entonces, ¿nada sirve? –le preguntó Manuel.
−No lo sé, pero aunque las fórmulas no sean eficaces, creo que es valioso seguir intentándolas. Mira por ejemplo a Homero, o a los trágicos griegos, o a Shakespeare o Lope de Vega, y tantos narradores que leemos y aprendemos a amar desde el asombro, desde la conmoción interna. Ellos permanecen, no por sus monumentos funerarios sino por lo que con sus palabras y emoción aportaron a nuestras vidas. Entonces sí, se genera un verdadero homenaje porque ellos viven en nuestro corazón, porque le hablan en su mismo idioma.
−Es muy lindo lo que dices, Hipatia. Me conmueve y me acerca a ti, porque, aunque no sabía expresarlo, yo también siento así frente a algunos libros.
−Y hay también quienes, desde orígenes misteriosos, perviven o se apoderan de nosotros. La reina egipcia Nefertiti, por ejemplo, de la cual casi nada sabemos y que murió hace más de 3.300 años, siento a ratos que vive en mí. Sólo conozco fotos de su maravilloso busto que está en algún museo de Alemania, pero me impresionan su belleza y su intensidad. Y me enloquece el pensar en el amor que secretamente debió sentir por ella, el artista sin nombre que lo realizó. Son las tareas del amor las que permanecen, ese amor tan devaluado hoy. Me has dicho que conoces a Botticelli y yo te voy a contar algo que posiblemente no conozcas. Él tenía como modelo a Simonetta Vespuci, la del Nacimiento de Venus. La pintó, desde su amor de imposible consumación, pues ella era casada con un noble, en numerosos de sus cuadros y nos transmitió mucho más que su belleza física. Ella murió muy joven. Cuando Botticelli moría, pidió que lo enterraran junto a la tumba de la mujer amada. Y así fue, descansan lado a lado. Entre mis sueños locos, yo quisiera que me suceda algo así, que me amen con esa intensidad. Claro que yo he amado a ratos, y también he sufrido de amor, pero parece que, al menos en mi caso, el amor es incompatible con los tiempos prolongados porque se va contaminando de rutina. Es importante tener pasiones, por el amor, por el arte, por muchas cosas, pero pasiones nuevas, siempre renovadas. Pero, sobre todo en el amor, amor de mujer y hombre, yo he aprendido que no puedo someterme ni someterlo al desgaste del tiempo. La magia efímera, esa brevedad es la que hace que lo mágico permanezca en el recuerdo. Bueno, es suficiente, no hablemos de cosas tristes.
−Yo sólo sé, que tú, Hipatia, podrías ser digna de esos amores…
−¡No sigas, Manuel! Mejor vámonos a cenar el Laping que te prometí, que el alma sin un cuerpo fuerte, no tendría de dónde sujetarse.
Cenaron, volvieron al hotel a higienizarse, y salieron a un recorrido por discotecas. Hipatia bailaba y reía como si todos los númenes de la música vivieran en su cuerpo, joven, hermoso y fragante, que emanaba un erotismo avasallador. Manuel, aunque la seguía bien, estaba como hipnotizado por ese ser que lo iba atrapando sin tocarlo. De pronto le preguntó, lo que durante muchas horas anteriores no se había animado.
−¿Tenés cortejo, novio?
−No, ya te dije que no sirvo para las cosas duraderas. ¿Y tú?
−No, porque nunca, hasta ahora, encontré los motivos para ponerles a esos encuentros, voluntad o pasión, como decís.
−¡Baila, Manuel! ¡Baila, no hables por favor!
Ya, casi a la hora del cierre, la música se había enlentecido. Bailaban con los cuerpos casi pegados. Entonces, ella le dijo:
−Todo en ti, me dice que quieres besarme. Puedes hacerlo.
Y luego de aquel beso intenso, indagador de sabores y de mensajes escondidos, se siguieron besando en el taxi de regreso, y lo repitieron en la puerta del hotel y luego, al entrar en la habitación de ella, y mientras se desnudaban mutuamente. Hicieron el amor casi en silencio, primero conducidos por los impulsos, pero también guiados por las pulsiones más profundas de sus psiquis, buscando revelar no sólo la ya evidencia de sus cuerpos, sino también, los misterios ocultos de sus almas. Y lo repitieron una y otra vez, en una entrega total, absoluta. Más para Manuel que para Hipatia, fue algo totalmente nuevo, una epifanía que le mostraba un camino de luz a su espíritu que había permanecido largamente en la penumbra. Hipatia, como siempre, se entregaba con plenitud, aunque tuviera consciencia de que la misma era efímera, que no podría durar para siempre. El amanecer ardía en arreboles y sus cuerpos incandescentes continuaban la tarea del amor, con intuida precisión, con inesperados desbordamientos. El sueño de los cuerpos se sujetaba a las erupciones de las almas que, de esa manera, se iban expresando. Así, entre el chisporreteo y las crepitaciones que parecían partes de un hecho mágico, se lanzaron a vivir la mañana, sintiendo que se habían hecho dueños del tiempo. Pidieron que les lleven el desayuno y luego el almuerzo, pues no debían permitir que el tiempo se les enajenara, se escapara y se volviera a hacer amo de sí mismo. Mientras fuera posible, debían conservarlo para ellos. A mediados de la tarde, ya agotados, aunque todavía colmados de deseo, Hipatia le dijo a Manuel:
−Ya lo ves, mi querido Manuel. Tal vez todo lo que hacemos en la vida, no es sólo por el sexo, como creo que decía Freud, sino para sentirnos amados, que es, finalmente, nuestra esperanza suprema. Normalmente ya me habría ido, pero me he quedado porque en estos momentos me siento de verdad amada, porque eres, milagrosamente, tú. De todas maneras, esto no podrá ser eterno. Nada lo es.
−Quedate conmigo, Hipatia. Dejemos todo de lado, los compromisos, los viejos trabajos, las viejas ciudades. Yo te construiré un mundo pleno, entre ambos lo lograremos. Quedate conmigo, yo haré que cada nuevo día sea una maravillosa revelación, te llenaré de luz, de música, de poesía. ¡Quedate conmigo, Hipatia!
−¡Amorcito, que te abres con inocencia a la vida! No puedo hacerlo, no debo hacerlo. Poco a poco, subrepticiamente, irá apareciendo la inevitable rutina. Un gesto, una palabra extraviada, un tono levemente distinto, aparecerán y nos irán borrando la alegría. Prefiero recordarte así, en plenitud, en exaltación total. Sé que hay quienes lo logran, sé que quizá me equivoque y que mañana me arrepienta, pero por hoy, no puedo hacerlo. Déjame ser libre y llevarme la luz de estos momentos, no la posible opacidad de un mañana.
−¡No sos libre, Hipatia! No sos libre si no podés concebir que la verdadera libertad sólo es posible en el amor, que no debe estar hecho de instantes. No sos libre, si no sos capaz de amar de verdad.
Pero Hipatia, que tenía su vuelo de retorno para el amanecer siguiente, se fue. Lo dejó permanecer esa noche junto a ella, pero ya no se le entregó. En la mañana temprano, lo abrazó fuertemente, desgarradoramente, pero se fue. El avión de retorno para él, era al anochecer de ese domingo. Manuel, vivió las horas más amargas de su vida, desde que Hipatia salió de la habitación del hotel, más duras aun que las de la infinita noche anterior junto al cuerpo ya ausente de ella. Durante el viaje de regreso, la conciencia de la ausencia lo hacía sentir como un huérfano repentino, que acaba de perder a sus dos padres, a sus hermanos, a toda su familia. Se dio cuenta de que no tenía el número de teléfono de ella y que tampoco sabía su apellido. En consecuencia, la pérdida tal vez era para siempre. Pero también entendió que algo muy importante había aprendido, que tendría que reencauzar su vida, que tendría que procurar su libertad, si la misma fuera posible. Todavía los rastros del perfume de Hipatia, emanaban desde su cuerpo. Sabía, que en algunas horas más también eso desaparecería y que la única posibilidad de conservarlo era registrarlo en su alma. Se olió las manos con intensidad y ternura. Afuera, a través de la ventanilla, se observaban las estrellas en medio de la negrura de la noche. Manuel sintió de pronto que, a pesar de su disposición de hombre, una lágrima rodaba por su mejilla.