Márcia Batista Ramos
Las paredes eran tan blancas que dolían. No había reloj, aun así, parecía que el tiempo, allí dentro, se estiraba como una masa mojada. Clara abría los ojos con dificultad, como si el aire estuviera espeso, como si lo real no fuese más que una versión torpe de sus sueños.
Ella no estaba enferma, pero tampoco sana. Tenía el corazón hecho una brújula rota: marcaba todos los rumbos a la vez y ninguno con certeza. Por eso llegó a la sala del Dr. Anselmo, un médico que también era herbolario, y también sacerdote del dios del entretiempo —ese que reina en los segundos suspendidos antes del amanecer.
Clara se detuvo a pensar en la blancura de las paredes y concluyó que, las paredes eran hechas de leche de nubes secas, traídas de un país donde las montañas flotan. En una ciudad que Clara no conocía donde las calles eran ríos de vidrios rotos. Donde todo era extraño, pero no hostil. A lo lejos, se divisaba un caballo sin jinete que pasaba al trote, dejando una estela de ceniza dorada. Entonces, Clara observó que no había reloj y dedujo que el tiempo se medía por el vuelo de un colibrí que entraba por la ventana, daba tres círculos y se posaba junto al frasco.
—No te curaremos, Clara —dijo Anselmo con voz de ramaje—. Pero te prestaremos otra forma de mirar el mundo.
Le insertó una mariposa de cristal en el brazo. El colibrí batió sus alas y del frasco brotó una gota de luz líquida. Era ketamina, aunque nadie la llamaba así. Allí le decían “la lágrima del tercer ojo”.
Una enfermera, vestida de sombra, flotaba alrededor de su camilla. No hablaba, pero sus gestos eran de una precisión quirúrgica, casi coreográficos. El pequeño frasco, de cristal azulado, titilaba entre sus dedos. Una gota descendía, lenta, hacia la vena de Clara. El mundo giró una vez, y luego se deshizo.
Clara cerró los párpados y descendió.
Se encontró con su abuela muerta, que tejía una bufanda con los hilos del viento. Caminó por un bosque de espejos y no se reconoció en ninguno. Tocó un piano que hablaba y le pidió que no dejara de soñar. La luna le ofreció un mango verde, que al morderlo sabía a infancia. Y vio, sobre un lago negro, su dolor convertido en pájaro. Estaba quieto, como si esperara que ella lo soltara.
—No lo mates —le dijo una voz sin cuerpo—. Solo cámbiale las alas.
Recordó entonces su cuerpo. Y con él, el dolor. No físico, sino el otro, el que no se nombra. El que no se ve en las radiografías. El que pesa más que los huesos.
Pero allí, en ese espacio sin gravedad, ese dolor no gobernaba. Era apenas una figura lejana, como un retrato mal colgado en una galería vacía.
Cuando despertó la enfermera ya no estaba. Solo una hoja en la mesa, con su nombre y un número de referencia. Fuera, el sol caía vertical, como si también dudara de su papel en el mundo. El colibrí ya no estaba. El doctor le ofreció un vaso de agua que sabía a tierra húmeda.
Clara sabía que no estaba curada. También sabía que algo había cambiado. Que tuvo un respiro. Como abrir una ventana en medio del incendio.
Clara se fue caminando con paso de raíz. Nada en su vida era distinto, pero todo se había transformado. Y aunque a veces el dolor regresaba, ella lo escuchaba cantar antes de dormir.
Como quien entiende, por fin, el idioma del colibrí.