Eva Serrano
En la comedia del mundo hay personajes protagonistas, personajes secundarios y personajes invisibles. De una catedral solo queda el recuerdo de sus arquitectos, no hay huella de los albañiles, los canteros, los maestros de obra. De una batalla sobreviven las gestas de los guerreros, pero nada sabemos de quienes manejaban la intendencia, proveían de armas y alimentos a los soldados, calculaban el número de caballos que debían transportar todos esos objetos tan poco guerreros como imprescindibles: ollas para cocinar, tiendas para guarecerse, vendas para curar las heridas, mapas para orientarse. La logística no es heroica pero sus cálculos sostienen las victorias y sobre sus errores recae el peso de muchas derrotas.
Editar no es ir a la guerra ni construir una iglesia para contener a Dios, pero sí tiene mucho de lucha y de cálculo. Cada libro es una apuesta y quien la hace debería saber con qué cuenta antes de iniciar el largo recorrido desde que a sus manos llega un manuscrito hasta que se convierte en un libro y, entre los miles de otros libros, conquista la mirada de un lector que lo lee y se emociona o se aburre. Un libro que cambia su vida con una revelación o se abandona porque no consigue rozarle. La tecla de ese extraño mecanismo que incita a seguir adentrándose en los mundos de otros para habitarlos como propios.
Editar no es un trabajo que requiera una titulación previa, pese a la creciente oferta de másters que ofrecen las universidades. Editar es un oficio. Y como en todo oficio, el manejo de las herramientas se aprende, pero la intuición no se enseña, se construye desde dentro con ingredientes tan dispares como la adicción desordenada a la lectura, la curiosidad por las personas y las cosas, o la pasión por las historias pasadas, presentes y futuras. Es un impulso que no obedece a la lógica de encontrar alguna respuesta en la maraña de preguntas, sin más brújula que el olfato, un ritmo interior que anticipa algo que está por ocurrir. Ese algo que pueda interesar, incluso iluminar, a personas de las que no sabe nada.
El editor, pues, trabaja a ciegas. No tiene las motivaciones que llevan al escritor a encerrarse, aislándose del mundo para contar una verdad: la suya. No necesita hacerlo o, más probablemente, no tiene el talento para conseguirlo. Sabe que su papel está detrás de la escena, es un emboscado. Alguien que mira y escucha y que nunca se llevará el aplauso del público porque no le pertenece. El editor es una sombra y cometerá un error imperdonable si aspirase a los laureles o a la fama, si buscase un protagonismo que no tiene, aunque sepa que la representación no habría sido posible sin su vigilancia silenciosa.
Una editorial, grande o pequeña, funciona como un mecanismo de relojería, unas con más medios y otras desde la precariedad, pero todas con el mismo fin. Cada una de esas piezas es imprescindible, aunque quien mire el reloj solo atienda al correcto funcionamiento de las agujas que miden el tiempo. Lo primero, y esencial, es la materia prima, la piedra de la que emerge la escultura. El autor es el barro y las manos que lo moldean, el principio de todo. Su cabeza y su imaginación constituyen el origen de cualquier obra. Pero alguien tiene que verlo sabiendo mirar, descubriendo sus posibilidades, anticipando el lugar en el que tendrá más luz o la sombra propicia que lo protegerá de las inclemencias. Alguien tiene que entender lo que el artista ha querido transmitir, lo que quiere contar. Y una vez entendido y aprehendido, defenderlo y apoyarlo como si fuera propio. Ese alguien es el editor, el actor sin voz. Después de haber tomado la decisión de quedarse con esa obra, su trabajo no ha hecho más que empezar. Las decisiones se suceden sin mucho tiempo para pensar y asumiendo siempre el margen de error en cada paso que dé a continuación. ¿Tiene que intervenir, sugerir, cambiar? ¿Debe respetar la totalidad de la obra o es posible proponer algún cambio para mejorarla? ¿Hasta dónde puede el editor adentrarse en el trabajo de su autor? No tengo la respuesta definitiva, pero sí asumo que su intervención no puede dejar huella. De nuevo, la idea no es suya, el editor solo acompaña, pero no puede cambiar su resultado. No es su potestad modificar el mapa, ni el camino ni el destino, aunque pueda y deba servir de guía. Su función es hacer preguntas, no afirmaciones.
Una vez pulido y terminado el proceso creativo, se da entrada a otros personajes tan reales como los de ficción. He calculado a ojo y, sin entrar mucho al detalle, el número de profesionales que participan en la edición de un libro. Son muchos. Tantos que me obligan a una reflexión sobre valor y precio. Los libros son caros, dicen algunos. Tal vez porque desconozcan por cuántas personas han pasado antes de llegar a las manos del lector y la aspiración de todas ellas de comer tres veces al día, a ser posible.
Primero, por supuesto, ya ha quedado dicho, está el autor que, como un dios, crea universos donde no había nada. Puede venir solo o acompañado de una agente que es algo así como una madre protectora y exigente (es esta hoy una función eminentemente femenina). Son épicas las discrepancias entre agentes y editores, siempre dentro de la discreción y guardando las formas. Al menos hasta que se cuelga el teléfono y los interlocutores no pueden oír los exabruptos del otro. También pueden convertirse en aliados, pero no es fácil que todas las partes se den por satisfechas.
Después está el editor, que desentraña las claves y ve y entiende el mensaje escondido en la combinación de veintiocho signos que construyen palabras, que hacen frases y se convierten en historias. No debe fiarse de su propio gusto literario, sino de su criterio. Debe ser fiel además a la línea de su catálogo ―cada sello tiene el suyo― que es la que reconocerá ese lector del que no sabe nada. Algunos libros tienen gran calidad literaria pero pocas posibilidades comerciales, o al revés. El catálogo de un editor es su identidad. Para mantenerla debe establecer sus propios límites y, por encima de todo, tiene que creer en lo que hace y defenderlo hasta sus últimas consecuencias.
Si la obra fue escrita en otro idioma, entra en la escena el traductor, que es también un autor. Su trabajo no es colocar sinónimos literales de las palabras y la sintaxis, sino encontrar la música y el sentido de esas palabras, que en cada lengua suena de una manera distinta.
Más tarde aparece el corrector, quien lee con ojos nuevos y ve lo que se escapó a la mirada de los anteriores. Cambia la puntuación, revisa los errores tipográficos, sugiere modificaciones que mejoren el texto y hasta comprueba las fechas, los lugares y los nombres de los personajes reales que aparecen en la narración, algo que a menudo se le escapa al autor en el fragor de la construcción de su trama.
Es el momento entonces del diseñador, el encargado de convertir un relato en una imagen, el que resume algo complejo en un impulso que atraiga a ese lector y apele a su subconsciente para que elija ese libro entre una inmensidad de cubiertas de otros que buscan el mismo efecto. También que consiga que el autor se sienta identificado con esa imagen; algo que, ya anticipo, suele ser una batalla larga y compleja. La imagen de una editorial debe ser consistente, sus libros fáciles de identificar. Conjugar esa imagen con la idea del autor no siempre es fácil.
Luego interviene el maquetador. Suya es la labor de que un manuscrito escrito en folios sueltos tome forma y se ordene dejando espacios y márgenes. Puedo asegurar que, cuando esas páginas se colocan de forma armónica, el texto adquiere otra música y se lee de otra manera; como cuando estrenas un vestido que hasta entonces solo habías visto colgado en una percha.
Hay también un fotógrafo que inmortaliza al autor, cuya imagen algo fantasmagórica aparecerá en ese libro que aún está en proceso. Este suele ser un detalle en ocasiones conflictivo. Bien porque el autor se empeñe en presentarse como el hombre o la mujer que fue hace muchos años, bien porque la imagen de sí mismo con la que se reconoce no tiene la calidad suficiente como para que pueda reproducirse con la nitidez necesaria. De mi experiencia concluyo que todos y todas quieren verse sino atractivos, al menos interesantes, sea eso lo que sea.
Una vez que todo está en su sitio, como las piezas de un puzle, el editor vuelve a supervisar las tareas realizadas por otros. Y entonces puede percatarse de que algún detalle no ha sido tenido en cuenta en el proceso de pasar por varias manos y cabezas que a menudo no se conocen, puesto que suelen ser colaboradores externos, salvo en el caso de los grandes conglomerados editoriales y, hoy en día, ya ni en esos casos. No creo que esto haya dejado de ocurrir ni una sola vez en los más de cien libros que he publicado hasta la fecha.
Con el constructo en que se ha convertido lo que hasta hace no mucho tiempo era solo un proyecto, llega el momento de pasar a la imprenta. Toca elegir el papel, determinar el gramaje de las cubiertas, ajustar los colores del Pantone, decidir si el futuro libro irá cosido o pegado, si la impresión se hará en offset o en digital y controlar que todas estas instrucciones se cumplan. Cualquier error en este momento es irreparable. Por eso el imprentero manda algo llamado «ferros», que vienen a ser como el embrión del libro antes de apretar el botón de la máquina. En el último momento puede haber algún cambio surgido de la inseguridad del autor, del consejo de su pareja o de un amigo que cree saber más que todos los otros juntos.
Editor y autor esperan con impaciencia dos semanas hasta que el transportista ―otro actor, que aunque menor resulta también esencial― anuncia la llegada de las cajas. Es el momento de mayor tensión: abrir esas cajas y comprobar que todo es como esperábamos. Como si nos entregaran en las manos a un niño recién nacido, confirmamos, con temor, que la criatura tiene todo lo que tiene que tener y en su sitio. Respiramos aliviados si es así, o nos llevamos las manos a la cabeza ante cualquier error, aunque nadie más fuera capaz de encontrarlo.
Esa criatura, aun palpitante, y encerrada en cajas de cartón, llega a los almacenes del distribuidor, donde se quedará solo, perdido entre otros cientos de cajas que también esperan su ración de oxígeno y de luz. Los comerciales se esforzarán entonces en describir sus bondades ante un librero sobrecargado de trabajo, incapaz de hacer frente a la ingente cantidad de novedades que llegan cada semana a su pequeño local, sin apenas espacio para almacenar los libros de fondo que debe mantener para cuidar su prestigio y su oficio.
El librero, o más bien la librera, porque las mujeres hace tiempo que ocuparon ese espacio, lo colocará, lo recomendará si ha tenido tiempo de leerlo, decidirá si lo pone en el escaparate, en la mesa de novedades, o si su destino queda relegado a las baldas de sus ya atestadas estanterías. A partir de entonces, el libro ya no es del autor, ni del editor, ni del librero. El libro es ya del lector, ese ente que es como un magma del que se ignora casi todo. Es también del azar; de que no haya una final de alguno de tantísimos torneos de fútbol, una crisis, una nevada, una epidemia o, simplemente una moda que haga que solo se hable de literatura femenina, o de relatos de autoficción, de novela histórica o de apocalipsis milenaristas.
Un libro apenas puede sobrevivir si no se da a conocer en medios de comunicación escritos o hablados y, ahora ya, además, en redes sociales. Contar los libros para que encuentren un eco es un trabajo duro. Exige paciencia, organización y capacidad de resistencia. Su interlocutor es un redactor de cultura que tiene que apartar los libros de su mesa y hasta de su silla para poder sentarse a escribir sobre ellos. Me resulta increíble que estos esforzados profesionales, críticos literarios o trémulos becarios en muchas ocasiones, no abominen del acto de leer.
No cito los procesos administrativos y burocráticos que asfixian a cualquier pequeño empresario: liquidaciones de derechos, contratos de edición, pago de impuestos y demás asuntos que roban mucho tiempo, pero que no pueden descuidarse si el editor no quiere acabar en la ruina más absoluta.
Llegamos al acto final, antes de que se cierre el telón, donde todo acaba o todo empieza: un lector elige ese libro, se decanta por ese título, por esa portada, por aquella editorial. Y lo coge y lo paga y se lo lleva a su casa y lo abre y lo lee. Pero eso sería el comienzo de otra historia. Porque cada uno de ellos encierra muchas, y eso es lo que provoca que se siga escribiendo, se siga editando y, por encima de cualquier otra cosa, se siga leyendo. Porque, al fin y al cabo, todos los que hemos intervenido en este proceso alquímico que es un libro seguimos creyendo en los milagros. Que así sea.
Eva Serrano es editora y fundadora de Círculo de Tiza.