El famoso crítico literario británico, George Steiner, en su pequeño, pero intenso ensayo, “Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento”, no aborda el presente digital, ni la época de los algoritmos que predicen palabras, pero brinda un diagnóstico que resuena con una precisión profética en la era de la inteligencia artificial. Pensar —esa facultad que nos distingue, nos sostiene y nos atormenta— nos convierte en seres tristes y parece que hoy estamos más vulnerables que nunca, y no sólo por los límites internos del pensamiento, sino porque éste empieza a encontrar afuera un mecánico capaz de imitarlo. La “melancolía del pensar”, que Steiner desmenuza en diez facetas, se vuelve más visible cuando se refleja en la pantalla fría de la inteligencia artificial (IA).
La primera razón de tristeza identificada por Steiner, es la “infinitud incompleta del pensamiento”. La mente humana puede imaginar universos, teorías, futuros, pero no sabe si son reales o ficciones pueriles. En este intento vive su grandeza y su tristeza. En cambio, la IA parece resolver el problema produciendo respuestas instantáneas, aunque su infinitud es aún más ilusoria, pues no piensa, sino que solamente combina e imita el lenguaje humano. Al contrastarnos con ella, la IA nos recuerda que nuestro delirio especulativo es insustituible, aunque esté condenado a la incertidumbre.
A esto se suma la “falta de control absoluto sobre el pensar”. Nuestra mente fluye, divaga, se interrumpe. Los algoritmos presumen una disciplina perfecta: no se cansan, no se distraen. Pero esta inconstancia humana —ese titubeo, ese salto asociativo— es también fuente de creatividad. Pretender suprimirlo con modelos predictivos, sería asfixiar lo que Steiner veía como la condición misma del pensamiento vivo.
La tercera causa, la “singularidad y banalidad simultáneas del pensamiento”, adquiere un filo irónico con la inteligencia artificial. Cada uno de nuestros pensamientos íntimos, aunque creemos que es nuestro, se revela como un cliché procesado millones de veces por sistemas de datos. Lo que era una intuición filosófica en Steiner se convierte hoy en evidencia empírica: la mente es única y, al mismo tiempo, mercancía, un banco de patrones entrenado en servidores lejanos.
La “imposibilidad de verdad definitiva”, cuarta razón, se intensifica en la era de la IA. Los algoritmos no buscan verdad, sino probabilidad; no verifican, predicen. Esto magnifica la nostalgia humana por certezas perdidas. Cuando la máquina responde con autoridad estadística, se refuerza nuestra sed de una verdad sólida, pero también nuestra sospecha de que no existe.
El “tiempo como límite” —quinta razón— es un drama más agudo frente a los sistemas que procesan en segundos lo que a nosotros nos tomaría vidas. Cada generación humana vuelve a aprender desde cero, mientras la IA acumula datos casi sin olvido. Esta asimetría podría fomentar pereza intelectual, pero también recordarnos que el aprendizaje humano, hecho de experiencia vivida, no es un mero almacenamiento.
En la sexta razón, la “distancia entre palabra y realidad”, Steiner señala la insatisfacción de todo lenguaje. Los modelos lingüísticos artificiales exacerban la paradoja: perfeccionan la frase, pero no eliminan el vacío entre signo y mundo. Producen textos fluidos, a menudo bellos, sin haber entendido nada. Esa perfección vacía es un espejo cruel de nuestra propia impotencia expresiva.
La “vulnerabilidad del pensamiento” —séptima razón— ya no es sólo biológica, ligada a una enfermedad, trauma o vejez, sino también cultural. Si delegamos la reflexión en máquinas, corremos el riesgo de atrofiar nuestra lucidez como un músculo no ejercitado. La tristeza de Steiner se vuelve advertencia: no hay sustituto para el pensar que se ejercita a sí mismo.
La octava razón, la “destrucción por violencia y censura”, también se transforma. Antes era el fuego de las bibliotecas; hoy puede ser el filtro algorítmico que invisibiliza ideas, el sesgo de los datos que modela qué se piensa y qué se olvida. La violencia contra el pensamiento ya no necesita policías: basta con plataformas y métricas de visibilidad.
La “autodestrucción del pensamiento” —novena razón— es quizás la más contemporánea. Steiner veía en el escepticismo extremo una forma de suicidio intelectual. La IA podría acelerar este proceso: cuanto más dependemos de sistemas automáticos para razonar, más tentador es renunciar a la incomodidad de pensar, instalarnos en la comodidad del clic de la Tablet o la computadora. La máquina no necesita nihilismo; nosotros sí.
Finalmente, la décima razón: “el pensar no nos salva de la muerte”. Por más que avancemos en conocimiento y tecnología, seguimos siendo mortales. La IA no resuelve esta frontera; cuando mucho, acumula rastros de nuestro lenguaje después de nuestra desaparición. Steiner intuía que la tristeza última del pensamiento es saber que será interrumpido. La inteligencia artificial no elimina esa certeza: la administra, la vuelve estadística, la hace archivo.
En esta perspectiva, la melancolía del pensamiento que Steiner describió, no es un lastre, sino la huella de su dignidad. La inteligencia artificial no la sustituye ni la cancela; la hace más evidente. Nos muestra qué parte del pensar es cálculo y qué parte es experiencia, riesgo, vulnerabilidad y asombro. Si algo está en riesgo con la IA, no es el pensamiento mismo —que sobrevive incluso en su tristeza—, sino nuestra disposición a ejercerlo. La verdadera amenaza no es que las máquinas piensen, sino que nosotros dejemos de hacerlo, olvidando que la tristeza que Steiner diagnosticó es, en realidad, la señal más alta de nuestra libertad.
La inteligencia artificial no va a matar al pensamiento humano. No puede hacerlo. Puede imitarlo, amplificarlo, acelerarlo, incluso distraerlo; pero no podrá reemplazar la chispa invisible que lo hace posible: la conciencia de sí, la fragilidad, la muerte, la imaginación radical. Esa tristeza que Steiner diagnosticó no puede ser “digitalizada”, porque no es un algoritmo, es una “experiencia”. La IA es una prótesis, una herramienta, mientras que el pensamiento seguirá siendo nuestro, con su melancolía y su grandeza intactas. Si renunciamos a pensar, no será porque la IA lo mató, sino porque las personas han decidido abdicar. La IA puede ser la coartada del olvido o la excusa para no pensar, pero también puede ser un desafío, un detonante, una biblioteca que devuelve preguntas interesantes y, en algunos casos, profundas. La decisión —el acto irreductible del pensamiento vivo— sigue estando en nosotros, en los tristes seres humanos.