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El cigarro mata

Gabriel Ramos / México

Mi doctor me dijo que dejara de fumar o que moriría a causa del cigarro. Elegí un día para abandonarlo y cumplí mi promesa. Cuando llevaba tres semanas de abstinencia fui a ver a Susana, mi pareja que siempre me recibe con entusiasmo en su departamento. Pasamos una tarde espléndida ya que bebimos, comimos e hicimos el amor. Más tarde, ella encendió un cigarro mientras yo me quedé dormido. Su teléfono sonó, salió de improviso y dejó caer el cigarro en la alfombra. El médico tenía razón.

La fuerza de la costumbre

Ayer fui al supermercado, tomé un carrito que fui llenando con todo aquello que hacía falta en casa. Siendo soltero, mis necesidades son pocas; fui a la sección de frutas y verduras, y al colocar en el carro el racimo de uvas me di cuenta que había un cuaderno para iluminar y unas crayolas; por supuesto que yo no necesitaba aquello, no tengo hijos. Pensé que alguien los había puesto ahí por equivocación. Llegué a la caja, pagué y salí del lugar, al llegar a mi auto y accionar el control remoto, la que abrió sus puertas fue la camioneta de al lado; subí y la eché a andar sin problema. Me dirigí a mi casa y la camioneta por alguna extraña razón tomó su propio camino. Me llevó hasta un edificio antiguo en donde automáticamente se detuvo. Sin pensarlo, subí en el elevador hasta el quinto piso, y con la llave que tenía en ese ajeno llavero, entré a un departamento en el que fui recibido por una bella pero extraña mujer que entusiasmada dijo: “Amor, qué bueno que llegaste”; y poco después con gritos de alegría, salió corriendo un niño que preguntó: “¿trajiste mi cuaderno?”.  

El otro

Me encuentro en un páramo, donde lo único que puedo ver son los  matorrales, siento las intensas y fuertes ráfagas de viento que penetran en mis ropas y me provocan un frío insoportable. Llega un hombre montado en un caballo negro con un mechón blanco en su cabeza. No puedo distinguir quién es, aunque tiene un ligero parecido a mí en la forma de la cara y el pelo canoso. Cuando se aproxima un poco más, me doy cuenta que ambos tenemos los mismos ojos: uno azul, en tanto que el otro mitad azul y mitad verde.

    Se acerca aún más y por su gesto puedo entender que está pidiendo ayuda, extiendo mi mano, la toma fuertemente, me tira hasta subirme al caballo y de manera casi instantánea yo quedo arriba, mientras él se baja.  

    Ahora soy yo quién queda perdido en el tiempo.

Génesis de un microuniverso – Gabriel Ramos

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