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El cazador de poetas

La revisa Inmediaciones tiene el agrado de publicar el cuento El cazador de poetas del escritor boliviano Homero Carvalho y un análisis crítico de la escritora hondureña Karla I. Herrera.

Homero Carvalho Oliva

Mientras el joven abogado caminaba entre los árboles frutales del sanatorio, para visitar a una interna y hacerle saber que sería su abogado defensor, miraba las flores, las plantas y los patos que correteaban altaneros por los jardines. Más allá, observó a un grupo de personas que, bajo unos gigantescos mangos, se refugiaban del inclemente sol. Algunos conversaban animadamente, otros permanecían en silencio. Al verlo, alguien del grupo levantó la mano y lo saludó; el abogado le sonrió sin saber quién era.

            Nunca había visitado una de estas instituciones y no sabía qué esperar en su interior, los temores que abrigaba respecto al psiquiátrico iban desapareciendo a medida que caminaba por el patio buscando el pabellón donde le informaron que estaba la persona que buscaba; se respiraba un aire de paz y tranquilidad. Toda esa sensación se desvaneció cuando, detrás de los árboles y arbustos, vio los torpes y altos muros de ladrillo que rodeaban el lugar y no pudo dejar de pensar en el encierro. Sus pensamientos cambiaron de rumbo y se imaginó la cantidad de seres trastornados que caminaban por la ciudad, que uno podía encontrar en las oficinas, en los bares, en cualquier lugar… Una voz interrumpió sus pensamientos.

            —Buenos días, soy el doctor Espinoza, médico psiquiatra de este centro, ¿puedo ayudarlo? —lo saludó alguien, distrayéndolo de sus pesimistas cavilaciones. El abogado vio a un hombre moreno, ligeramente achinado, gordo, de cabellos grasosos y bigotito escaso, vestido enteramente de blanco: camisa guayabera, pantalón, calcetines y zapatos deportivos.

            —¿Disculpe? —atinó a responder el joven visitante; la intervención del hombre lo devolvió al medio del jardín del Centro de Salud Mental.

            —Le digo que soy el doctor Espinoza, si lo puedo ayudar.

            —Buen día, gracias, busco a Daniela Jurado —contestó el abogado, reponiéndose de la sorpresa.

            — ¡Ah! Daniela, todos la buscan, todos quieren saber algo de ella. No hay día que no aparezca alguien tratando de comerse un pedazo de esa pobre joven; si pudieran hacerlo, se la repartirían como una torta. Un brazo para ti, una pierna para mí, una cabeza para aquél… En fin, veamos si puedo ayudarlo, aunque la cosa no es tan sencilla, no es nomás venir y hablar de la gente; existe el secreto profesional. Nosotros somos como los curas, lo que nos dicen los pacientes no podemos divulgarlo así por así; no, de ninguna manera —afirmó Espinoza sin soltarle la mano, que ya lo incomodaba por la copiosa transpiración que la cubría.

            —Lo entiendo. Mire, yo trabajo eventualmente en un bufete de abogados; hemos sido contratados por la Oficina Permanente de Derechos Humanos para colaborar en la campaña por la libertad de Daniela, que ha sido acusada injustamente de narcotráfico y ha sufrido una crisis psicótica —aclaró el joven, desprendiendo su mano.

            —Eso es otra cosa, me parece muy loable y con gusto lo voy a ayudar, esa pobre joven fue engañada por su novio; pero antes dígame, por si acaso, ¿es usted poeta? —preguntó el hombrecito mirándolo con picardía.

            —No, no lo soy —respondió el abogado, intrigado por semejante pregunta sin motivo aparente, tan fuera de lugar.

            —Bueno, pero supongo que le gusta la poesía y seguramente alguna vez ha tenido la idea o la intención de escribir algo, simplemente porque se sentía triste, solo o desdichado. No me diga que no le han dado ganas de cantar a las flores o a la belleza femenina, de escribirle un par de versos a su primera enamorada. —Vamos, sea sincero conmigo, recuerde que soy psiquiatra —insistió Espinoza, mirándolo de arriba a abajo y caminando en círculos alrededor del abrumado joven.

            —Pues, para ser sincero, alguna vez tuve ganas de escribir unos versos…

            —Ahí está, lo sabía, yo lo sabía —exclamó Espinoza, volviéndose hacia su inesperado interlocutor, agitando nerviosamente las manos; luego repitió: Lo sabía, Dios lo puso en mi camino.

            —No, espere, nunca lo hice —aclaró inmediatamente el profesional del Derecho—. Siempre me pareció que escribiría cursilerías, así que nunca escribí un solo verso.

            —Menos mal —respiró aliviado Espinoza—, usted me parece una persona seria y quiero aprovechar nuestra conversación para contarle algo que guardo muy en reserva. Le voy a contar la verdad sin tapujos. —Espinoza lo tomó del brazo y lo guió por un sendero de ladrillos que serpenteaba por el jardín. —El aún inexperto abogado se dejó llevar a regañadientes mientras buscaba con la mirada a alguien con uniforme de la institución.  Estoy  en una cruzada sagrada, creo que Dios me ha elegido para salvar a esta ciudad de esa especie irritable que son los poetas, esa maldición del infierno de Dante. —Espinoza se acercó a su accidental víctima, se puso de puntillas, pegó su boca en la oreja y le susurró: Estoy librando a la sociedad de esa maligna enfermedad, ese cáncer de la comunidad, temible mal que nos acecha desde las palabras: la poesía, una verdadera maldición que se apodera de las mentes débiles. —Elevando el tono de voz, Espinoza sentenció solemnemente:

            —Como lo dijo el sabio San Agustín: “La poesía es el vino del Diablo”. Luego se alejó del atónito joven, tomó aire, lo miró y continuó: imagínese la cantidad de locos que andan por ahí escribiendo cosas que nadie entiende, ni siquiera ellos, soñando con la inmortalidad del cangrejo y esas cosas absurdas, gente que anda de metáfora en metáfora para decirlo en “lenguaje poético”, enfermos de palabras. ¡Ja! ¡Ociosos! En vez de convertirse en seres útiles a la sociedad. Hace un par de años tomé la determinación de librar a nuestra ciudad de todos esos vagos y cumplo sin desmayar esta misión que me he impuesto llevar hasta el fin; no tengo ni siquiera tiempo para mí mismo, porque el problema crece cada día y hay que ir arrancando la maleza, no hay que dejar que crezca y ahogue las flores de nuestro jardín. ¿Sabe lo que hago? El sistema que empleo es muy simple: Busco a los contaminados en las presentaciones de libros, en las inauguraciones de exposiciones de artes plásticas, durante las temporadas de danza y teatro, en los museos y en esos tugurios que se les ha dado por llamar café-bar, biblio-bar o libro-bar y que estos enfermos usan como pretexto para reunirse a “leer poemas”, cuando sabemos que la verdadera razón es la de emborracharse y olvidarse de sus obligaciones sociales. ¿Frecuenta usted esos lugares? —preguntó aviesamente Espinoza.

            —No, nunca he ido. —Ni siquiera sé dónde están —afirmó el abogado, categóricamente, intentando dar por concluida la conversación para seguir su camino y encontrar a quien buscaba.

            —Ya ve, no me equivoqué, es usted una persona bien criada, estoy seguro de que es de buena familia, un tipo decente; deje que le siga contando.

            —Sí, claro, para mí es un gusto escucharlo —declaró el joven abogado, sin convicción, y apresuró el paso.

            —Le decía: ya he librado a la ciudad de cientos de enfermos, los he curado de la poesía; ahora son hombres cuerdos, responsables y cariñosos. Lo hago por la salud mental de la población. Escuche bien, es mejor que no pierda detalle, porque voy a confesarle mi método. ¿Está preparado para escuchar la verdad? Muy bien, atienda porque no pienso repetirlo: alguien puede estar espiándonos y después va a querer copiar mi sistema. Nunca se sabe, estamos llenos de espías. Los soplones pululan por todas partes —el hombrecito tomó aire, se alzó sobre la puntilla de sus pies, volvió a mirar repetidamente a todos lados buscando espías, cerciorándose de que nadie lo estuviera observando, metió la mano al bolsillo trasero de su pantalón, sacó la billetera, la abrió, tomó una tarjeta de presentación, se la alcanzó y le reveló: soy un cazador de poetas, ahí está mi número de celular, tengo WhatsApp.

            El abogado tomó la tarjeta; le había ganado la curiosidad.

            —Yo fui Boy Scout —continúo Espinoza— así que siempre estoy listo para enfrentar el mal en todo momento. Bueno, la verdad es que me ha llevado muchos años desarrollar un método efectivo para atraparlos y, después de reiterados fracasos, me di cuenta de que tenía que cazarlos en sus propios territorios. Así que preparo los anzuelos y voy a esos lugares que ya le mencioné, esas cantinas dizque culturales; llevo bajo el brazo un par de libros de poesía, de tanto en tanto los abro y hago como que leo unos versos. Al rato, motivado por los títulos, se acerca la presa y entablamos conversación acerca de los autores y de sus estilos. Caen como ratones en las trampas. La mejor carnada de los últimos años es un poeta paceño ya fallecido; el tipo era un caso digno de estudio psiquiátrico, se creía un ser de la noche, un iluminado de las tinieblas, era adicto a las drogas, al peyote, a la ayahuasca, a la cocaína y al alcohol. ¿Imagínese? ¿Entiende lo que quiero decir?

            — Bueno, no sé si… —Titubeó el letrado, sin saber qué hacer para escapar del hombrecito, vaciló, dudó: ¿cómo y qué responderle? Se sintió más incómodo aun cuando detrás de él escuchó una risa femenina; intuyó que alguien se estaba mofando de su situación. Volteó para descubrir quién era y solamente vio una delgada silueta perdiéndose entre los arbustos del jardín. Volvió a mirar a Espinoza y le pareció una caricatura de Virgilio guiando a un confundido Dante por los jardines del centro psiquiátrico y se imaginó a sí mismo transformado en una parodia del poeta Alighieri buscando a Beatriz.

            — Veamos otro caso aquí mismo, en Santa Cruz, el de Raúl Otero Reiche, un buen hombre, maestro de escuela; incluso llegó a ser diputado nacional, pero como ya estaba contaminado, desde niño, con el mal de la poesía, prefirió seguir escribiendo versos y Santa Cruz perdió a alguien que pudo ser un buen servidor público, cuyos discursos en el parlamento hubiesen quedado grabados en las páginas de la historia nacional. Sin embargo, de él solamente quedan una Casa de la Cultura que lleva su nombre y una gran cantidad de libros de poemas que nadie lee, pero que sirven para que alguien justifique su existencia realizando estudios sobre su obra. ¿A quién le importan esos estudios? ¿Casa de la Cultura? “Casa de la locura” debería llamarse por la cantidad de locos que allí se dan cita. —Espinoza respiró profundamente y arremetió con nuevas fuerzas—. ¿Sabe cómo doy con el mal? —El abogado negó con la cabeza—. Por supuesto que no lo sabe si nos estamos conociendo. —Espinoza enfrentó al joven y novato licenciado, luego miró a un lado, al otro y continuó—: He escrito un detalle de los síntomas de los más reputados y renombrados enfermos para ayudarme a identificar el grado de enfermedad de los incautos. He elaborado una tabla al respecto. Oiga, escuche bien y no se vaya a asustar porque es un método revolucionario: los que gustan de Neruda tienen el mal todavía incipiente, son ingenuos, lo hacen porque se sienten románticos; algo similar sucede con aquellos que prefieren a Mario Benedetti, con la diferencia de que éstos creen tener mayor sensibilidad social. Ambas categorías son las más fáciles de curar. A estos ilusos los asusto con un texto de un pintor y poeta, de cuyo nombre tampoco quiero acordarme, tan vicioso al alcohol que, un día, desesperado por un trago, se equivocó de botella y, en vez de tomar la de licor, vació en su estómago la de ácido muriático. Imagínese nomás los dolores que sufrió el pobre infeliz antes de morir. Morirse de esa manera cuando pudo haberse quedado de gobernador del Panóptico de San Pedro, allá en la ciudad de La Paz, cargo que las autoridades le habían confiado y que este orate despreció por la poesía. ¡Hay que estar loco!

            —Sí, lo recuerdo, he visto algunas de sus pinturas y me parecen geniales. Y sé que ha escrito una obra denominada El Loco, pero nunca he visto un ejemplar —replicó el abogado, temeroso de molestar a su interlocutor y tratando de apurar el desenlace de la charla.

            — Qué bien, qué bien, ni siquiera vaya a leerlo, ¡por favor!, no vale nada, es la obra de un desquiciado; más de tres tomos de puro zonceras, palabras, palabras y más palabras. sin ton ni son, sin ninguna enseñanza, sin ningún mensaje sublime —comentó Espinoza dando un saltito y caminando hacia atrás. Pero, fíjese qué paradoja, justamente uso un texto de él para curar a los contaminados. Lo sé de memoria, escuche: “Mi alma tiene la absorción insaciable y fatal de los abismos: es la celosa tracción del caos y de los antros: es negra, traidora, infinita y profunda. En ella, al fragor de todas las más locas tormentas, hay danzas ingentes de espíritus malditos; más tiene también el silencio de los grandes amores y la serena calma de la muerte. —Espinoza hizo otra pausa y cambió la expresión de su rostro, transformándolo en una máscara de desesperación—. ¡Huid, pues, de mí, oh gentes! —gritó a voz en cuello— porque mi alma es el invisible sorbete de los tuétanos, sorbete de los nervios y de la sangre. Toda carne llega a mí tambaleando a vaciarse en mi pasión. —Se detuvo en seco y saltó sobre un banco del jardín, respiró profundamente y siguió: —¡Huid de mi oh gentes, porque soy el secreto viviente de los misterios profundos, fermento de las tinieblas eternas y hay en mí esplendores aún no intuidos, ¡Huid; soy el loco! —y Espinoza explotó en una abominable carcajada— ¡Ja, ja, ja, ja…! Se calmó, su rostro volvió a la normalidad y, mirando de frente al abogado, le preguntó:

            —¿No le parece un reverendo disparate? —Solamente una mente enferma pudo escribir algo semejante; este texto es santo remedio para los jóvenes, lo escuchan y ya saben lo que les espera —concluyó satisfecho. El jurista lo miró sin pronunciar palabra alguna y dejó que prosiguiera.

            — El tratamiento empieza a complicarse cuando el potencial paciente se refiere apasionadamente a poemas de Huidobro, Vallejo, Whitman o a ese Girondo, mondo y lirondo. Estos ya son crónicos y están en tal grado de abstracción de la realidad que solamente piensan en el poema exquisito, en el verso perfecto; hay un poeta que ha tenido el atrevimiento de inventar algo llamado poesía concreta. ¿Sabe lo que es eso?

            —No, nunca lo había escuchado —respondió el abogado, ensayando una salida decorosa para escapar del infierno de Espinoza.

            —¡Ah! ¡Qué bien! Pues le cuento que el fundador de ese bodrio dizque poético es un boliviano, Eugen Gomringer. Menos mal que solamente es boliviano de nacimiento y que se crió en Europa. Imagine lo que nos hubiese sucedido si ese perturbado hubiera vivido en nuestro país y se hacía de una tropa de seguidores lunáticos, iguales a los que tiene ese tal Jaime Delgado o Felipe Sáenz en La Paz, unos locos que lo hubiesen considerado como un maestro, un iluminado, un hacedor de luz en las tinieblas de nuestra ignorancia y lo venerasen hasta el fanatismo. Estaríamos listos para la foto. Ese gringo boliviano es de los peores, hay que estar chiflado para escribir las burreras que él escribe, —dijo Espinoza haciendo el gesto del destornillador en su sien derecha— Pero, volvamos al tratamiento. Una vez que los atrapo, les hago ver dentro de sí mismos, obligándolos a hurgar entre la basura de sus recuerdos hasta dar con lo podrido. Les voy demostrando cómo sus actitudes fueron atravesando por varias etapas: perturbaciones en el comportamiento, incongruencia en sus conversaciones, delirios conscientes y un notable complejo de inferioridad que se manifiesta aparentando superioridad. Algunos se consideran marginados de la sociedad, se sienten incomprendidos hasta por sus propias familias y otros anhelan la grandeza de los escritores inmortales, de Homero, de Dante, de Miguel de Cervantes. ¡Imagínese lo que piden!, ¡Como si este paisito de mierda se pudiera comparar con Grecia, con Italia o con España! Lo que sucede después es que pasan de una supuesta melancolía a un estado maníaco-depresivo inducido por la búsqueda de palabras imprescindibles, según ellos, para sus versos. De ahí, del poema a la demencia ya no hay ninguna distancia, la frontera es imperceptible, no se dan cuenta cuando la cruzan. Yo he comprobado, a lo largo de mis investigaciones, que no existen los poetas consumados, sino los locos consumidos. —¿Quiere que le dé un buen ejemplo? —preguntó Espinoza, el abogado asintió con la cabeza—. Usted parece un hombre culto, asumo que sabe de la existencia de un poeta portugués llamado Fernando Pessoa. Este individuo es el mejor ejemplo, su estado esquizofrénico era tal que lo hizo desarrollar un montón de personalidades, cada una de ellas con sus propias características. —Su mente era un baúl lleno de gente, para decirlo en verso —dijo y esbozó una sonrisa mordaz—. ¿Se da cuenta de lo que estoy hablando? —preguntó luego.

            —Creo que sí —respondió el joven, intentando establecer cierta complicidad con su interlocutor para despistarlo, mientras miraba por los alrededores buscando cómo zafarse del supuesto doctor.

            — ¡Ajá!, pero no todos son atacados por la locura. Algunos se quedan en el limbo, todas sus vidas no sabrán si ser poetas o ser zapateros; ése es el caso de la muchacha que usted busca. La he estado investigando desde que llegó aquí; su caso será la prueba de que existe el virus que produce la epidemia de la locura. La peste se transmite a través de las palabras escritas, leídas, pronunciadas o escuchadas. Daniela contrajo el mal en una de sus visitas a la Casa de la Cultura; allí alguien le dijo que ella era un poema y que tenía que dejar que su sangre se derramara sobre el papel estampando imágenes. La tonta se lo creyó y el virus le penetró el cerebro; se creyó artista, se volvió soñadora y cayó en la trampa del vividor que la enamoró. Sin embargo, Daniela tiene salvación porque todavía está en la frontera de la razón; a veces cruza la línea y se recupera, vuelve a ser una persona normal, quiere volver a las pasarelas, imagina que sale en las portadas de las revistas más famosas y ambiciona ganar un montón de dólares; vuelve a ser normal, así como usted o como yo. Ella no es como otros que se pierden irremediablemente en la poesía; con ellos es imposible entablar una conversación normal, así como lo hacemos nosotros. Viven citando a autores famosos, pretendiendo dar credibilidad a sus comentarios. Son obsesivos, solamente quieren hablar de sus poemas, sueñan con editoriales extranjeras y viven presintiendo la gloria; con ellos no hay nada que hacer, ya están perdidos y, casi inconscientemente, han pasado a formar parte de una logia de intrusos cuya misión es la de apoderarse de nuestras emociones transmitiendo el virus de la locura. ¿Sabe una cosa? Un loco ilustrado es infinitamente más peligroso que un loco ignorante; menos mal que en esta ciudad abundan estos últimos, si no tendríamos que vivir con el Jesús en la boca o el testamento bajo el brazo, como dijo un célebre “reformador” del Estado y ejemplo de generaciones, que creo que apellidaba Arce o alguna cosa parecida. En fin, ¿lo conoce usted?

            —No, creo que no —respondió el abogado recordando a Luis Arce Gómez, exministro de gobierno de la dictadura de Luis García Meza que, durante la dictadura de éste, había amenazado a los izquierdistas advirtiéndoles que, en su gobierno, “tendrían que andar con el testamento bajo el brazo”.

            —Por eso es importante diagnosticar la enfermedad a tiempo. Estoy seguro de que se trata de un padecimiento social producto de la insatisfacción de nuestros deseos; algunos tienen la suerte de encontrar algún amigo consciente o de buscar ayuda profesional; los que lo hacen se salvan la mayoría de las veces y son recuperados para la comunidad. Es cuestión de buscar las páginas de los suplementos de sociales y allí los verá sonrientes y triunfadores en sus negocios, en sus empresas, en cada una de sus profesiones elegidas, todos convertidos en hombres de bien. ¿Se da cuenta de la importancia de mi misión? Por favor, dígame, ¿usted cree que ganaré la guerra algún día? A veces, al ver a tanto poeta suelto caminando por las calles con sus manuscritos bajo el brazo, llevando y trayendo libros y revistas, me pregunto cuántos poetas serán suficientes para enloquecer a esta ciudad.

            —Creo que usted está en una misión sagrada, un destino manifiesto, alguien que está cumpliendo con un mandato divino; lo veo como un caballero templario en plena cruzada contra los infieles. Al escucharlo hablar, lo imagino con una espada de fuego, cortando las lenguas y las manos de los insensatos para que nunca jamás vuelvan a escribir o hablar de poesía. Quédese tranquilo, Espinoza, nunca habrá suficientes poetas para enloquecer a Santa Cruz —respondió el abogado y, luego, ansioso por alejarse, le extendió la mano y se despidió— ha sido un gusto conocerlo y hablar con usted.

            —Vuelva cuando quiera, aquí estamos para servirle. Y si tiene algún amigo que se crea poeta no tarde en avisarme, ya tiene mi tarjeta —se despidió Espinoza con una triunfal sonrisa.

El joven abogado continuó caminando por los jardines del centro de salud mental y pensó en el diagnóstico de Espinoza, ubicando a Daniela en el Limbo, los lugares a donde van aquellos que no se acercaron a Dios, pero tampoco merecían el infierno, allá donde moran los poetas como Horacio, Ovidio, Homero, y las mujeres divinamente hermosas como la tierna Dido o espectacularmente bellas como Cleopatra. No tenía ninguna prisa por encontrar la salida, mantenía la peregrina esperanza de encontrar a Daniela entre los árboles. Sobre un banco del jardín interior, un jovencito daba un discurso. Vestía una polera negra con la imagen del “Che Guevara” impresa en el pecho y una curiosa inscripción debajo del rostro del guerrillero: “Dios, Patria, Hogar”, lucía una boina también negra con una estrella dorada, vociferaba algo sobre la rebelión armada y gesticulaba como Mussolini. Terminó su discurso, puso los brazos en jarra y se quedó mirando el horizonte.

Permaneció un tiempo observándolo. Pensó en lo paradójico de las palabras impresas en la polera y en el destino de ese hombre que no tuvo Dios, ni patria y cuyo hogar estuvo donde la noche lo encontraba. De pronto vio a Daniela caminando detrás del orador insurrecto, su figura se deslizaba lentamente como si fuese una visión irreal, ajena al mundo, a los otros pacientes y a las visitas. Ella se paseaba por los jardines como si fuera una imagen etérea, una aparición, fumando con esa proverbial elegancia que la caracterizó desde las primeras fotografías publicadas en la prensa informando de ella como un caso de estudio, dejando una estela de humo que desaparecía entre las flores. Sufrió un pequeño sobresalto cuando sintió que, súbitamente, desde atrás alguien le susurró al oído:

            —Escuchá, hermano, escuchá, es el paso de las nubes, van caminando a la tormenta. ¿Las oís? —dijo la etérea voz femenina y desapareció.

Solo, en medio del jardín, mirando a algunos ángeles de la locura que paseaban por los alrededores, el abogado escuchó que, desde algún rincón, una mujer reía, alegre, feliz. De pronto la risa se cortó y vio a todos los locos aparentando ser cuerdos, hombres y mujeres. Vio que lo miraban, observándolo de arriba abajo, de izquierda a derecha, lo miraban como si fuera un intruso en el paraíso y de improviso levantaron sus manos derechas haciendo la señal del adiós. Entonces supo que Daniela se había encontrado, que no estaba perdida. Apresuró el paso empujado por una extraña sensación que lo hacía intuir que los ángeles de la locura, por esta única vez, le estaban perdonando el alma.

Homero Carvalho Oliva (Santa Ana del Yacuma, Bolivia, 1957). Escritor y poeta, ha obtenido premios de cuento, poesía, microcuento, novela y ensayo a nivel nacional e internacional. Su obra literaria ha sido publicada en otros países por prestigiosas editoriales y traducida a varios idiomas; poemas, cuentos y microficciones suyas están incluidos en más de cincuenta antologías internacionales, además de revistas y suplementos literarios por todo el mundo. Es autor de antologías de poesía, de cuentos y microcuentos publicadas en varios países, como la Antología de poesía del siglo XX en Bolivia, publicada por la prestigiosa editorial Visor de España y la Fundación Pablo Neruda, de Chile; así como también de selecciones personales de su poesía y de sus cuentos. Dirige las colecciones digitales de novela y microficción de la editorial española BGR y su obra es estudiada en universidades de Iberoamérica.

A manera de sofismas y de axiomas. Preliminares.

Karla I. Herrera / Escritora y literata.

Se lee a sorbos o de un tirón, según el interés y conforme con el tiempo disponible de cada cibernauta. Lo certero es que, entre más nos zambullimos en esas aguas textuales, más se incrementan las expectativas y la tensión narrativa. Sorprende y agrada que Carvalho Oliva no se apabulle ni se amilane por emplear ciertas frases hechas: “sol inclemente”, se respiraba un “aire de paz y tranquilidad”, la “inmortalidad del cangrejo” y que se lance sin temor alguno al desarrollo de la trama con las convenciones sempiternas y con sus propias herramientas derivadas de su ingenio y sabiduría.

El cuento vasto y suculento resulta aleccionador y de antología. Revalora la poesía al “desdibujarla y al demeritarla” en boca del personaje estelar, el presunto Dr. Espinoza, quien podría ser otro paciente del psiquiátrico, a donde el joven abogado, otro actante principal, acude en la búsqueda de Daniela Jurado, la interna que representa el objetivo primordial del co-protagonista. La aparente locura de Espinoza y de su método investigativo son parte de la urdimbre intratextual que desgaja y retroalimenta a la poesía. Esa fuerza interior única y estremecedora que perturba a quien la “padece” desde sus orígenes embrionarios hasta sus restos mortuorios. Arrebata los sentidos, ilumina y deslumbra a sus “víctimas”. Y ahí Espinoza, en medio de su inherente locura, la revalúa y la ennoblece, en vez de ridiculizarla. Su erudición y su metodología, no logran más que convencernos acerca de la necesidad de este arte mayor, a pesar de que parezca fútil e improductivo. Nos ilustra con cada alocución, con cada una de sus pesquisas y con sus sospechas de brotes psicóticos en aquellos que se consideran a sí mismos “artistas” o de acuerdo con la opinión repetitiva de los demás. Ve casos leves y patéticos, imitadores e innatos enajenados, dementes que han existido en su tierra natal: Santa Cruz de la Sierra y por doquier.

<<El cazador de poetas>> —digámoslo— fue capturado por la belleza trópica (retórica), por el rigor gramatical y por el volumen libresco. Nos queda la duda si era o es un auténtico galeno del sanatorio, un orate ilustrado o el médico-paciente que había encontrado antes de la llegada del novel abogado a la modelo Daniela Jurado, quien fue acusada de narcotráfico y de haberse contagiado de una especie de “epidemia poética”. La parte medular es mejor que la entrada y el desenlace, sin demeritar ninguna de las dos apoyaturas. El exordio nos ubica en el contexto y el epílogo nos deja meditabundos, pensando si es esto o aquello, si es de un modo o muy distinto de las primeras presunciones.

Daniela Jurado, pues, enloquece y se redime al haberse encontrado con aquellos que le permiten reconocer el brillo de lo opaco, la cordura de la sinrazón, el engaño del novio respecto de la trampa de una sociedad ignorante e insensible que reniega de sus mismos sufijos. Está “presa”, pero se siente libre y a salvo, mientras discurre su vida con los orates, los excluidos y con los supuestos inservibles de toda comunidad. A partir de esa efímera convivencia, el abogado ya no fue el mismo de siempre y emigra del sanatorio atontado o atormentado o más lúcido que nunca. Supo de demencias comunes y poéticas, de heterónimos y de suplantaciones ordinarias, de manifiestos literarios y de arengas ideológicas. Vio in situ lo que no alcanzaría a dimensionar jamás desde un bufete o desde el estrado de un tribunal. Y el Dr. Espinoza nos recordó a Baruch Spinoza, el filósofo y erudito, como en varios cuentos y ensayos del ciego visionario conocido con el apelativo de Jorge Luis Borges.

Por ello y mucho más, estamos ante un cuento de cuentos, apología y elegía a la vez que se anida en la historia literaria y se desprende de ella al cuestionarse a sí misma. ¿Qué es la poesía, por qué abrevar en ella, para qué sirve…? Tantos interrogantes formulados e implícitos del proemio al desenredo, desde el uso liminar de un adverbio al empleo ulterior de un sustantivo tan abstracto como significativo.

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