Confieso no haber visto aún Joker, el más reciente filme protagonizado por Joaquin Phoenix, cuya magistral actuación lo convierte, según se dice, en un serio candidato a la estatuilla dorada. Queda así claro que lo que aquí intento dista mucho de ser una crítica cinematográfica, atreviéndome solo a enunciar a priori las expectativas e hipótesis que se generaron en mí a partir de los nada inocentes comentarios vertidos por el afamado documentalista estadounidense Michael Moore –acólito de Noam Chomsky y seguidor de Bernie Sanders– quien sugiere, entre líneas, o al menos así lo interpreto yo, que el fondo de la trama en cuestión gira alrededor de un tópico que no es nada nuevo para la filosofía política y que en su momento fue bien identificado por Hannah Arendt como “La banalidad del mal”.
En dicha expresión se hace alusión a aquellas situaciones en las que la mala fe de los autores de las más grandes atrocidades de la historia suele ser puesta en duda, alegando unas veces el deber de obediencia a las reglas y sus superiores y en otras, inadaptación, generando espacios de indefinición que insinúan que los llamados malos podrían resultar ser, paradójicamente, los verdaderos buenos, en unos casos incomprendidos y marginados –como el Joker– y, en otros, cooptados y absorbidos por el sistema –como el funcionario nazi Eichmann, estudiado por Arendt–, a quienes una indolente y cruel sociedad despreció y maltrató y/o mal utilizó y absorbió al extremo de sumirlos en la más profunda de las locuras, haciéndolos así irresponsables de sus actos.
En tales contextos todo dependerá de cómo se diferencie lo bueno de lo malo, una decisión que en la mayor parte de los casos involucrará fuertes dosis de arbitrariedad, y de quien gane la batalla y escriba la historia.
Esto tiene notables riesgos, pues podría llegar a constituirse en un mecanismo discursivo eficiente para convertir, sin pudor alguno, a los más crueles villanos en románticos revolucionarios, exhibiéndolos como incomprendidos paladines de la paz y el amor quienes, aún a riesgo de su propia vida y apartándose de las reglas impuestas por el nefasto opresor, buscan moldear el mundo de acuerdo a sus propios parámetros morales, pregonándolos hasta el hartazgo como verdaderos y por ello superiores, predestinados a imponerse inevitablemente a todo y todos, por la razón o la fuerza, además de instrumentalizar el victimismo como un recurso estratégico para lograr posiciones de ventaja, un trato “especial” frente a los circunstanciales rivales, quienes deberán pelear arrastrando el pesado lastre de la culpa que suele aquejar al victimario.
Cabe admitir, no obstante, que en el marco de las relaciones de poder imperantes en un determinado momento histórico, una noción al menos básica de lo que son y significan la “legítima defensa”, la “resistencia civil” y el “derecho a la protesta” es sin duda necesaria, pero entendamos también que éstas son figuras que deben operar siempre a manera de excepción y no de regla, pues de no ser así se correría el riesgo de normalizar un marco de ideas que justifique la violencia legítima, el daño necesario y la destrucción creativa, alegando un bien mayor que legitime un conjunto de medidas a veces crueles, lo que nos incita, como sugiere Moore, a constituirnos todos en los Jokers de la contemporaneidad, en paladines de “lo justo”, aunque apenas se nos permita ofrecer reparos o cuestionar lo que aquello es y significa, puesto que las consignas suelen operar como dogmas de fe y vienen ya determinadas desde arriba, por los gurús y profetas de turno.
Lo descrito no se limita a simples y coyunturales posicionamientos ideológicos y políticos, para nada, me refiero a posturas generales de orden más bien filosófico. Formas de ver y entender el ser y el contenido del sistema mundo, para determinar luego el mejor modo de habitarlo, desde lo individual y lo comunal, cuyo carácter abarcador del más amplio espectro, afectará a todos más allá de sus particularidades, haciendo de ésta una reflexión válida tanto para juzgar a un Stalin como a un Hitler, ambos con líneas ideológicas distintas esa misma base de reflexión, esto es, la idea de sentirse iluminados, con la plena e indiscutible convicción de que lo que hacían y pensaban era en su momento lo correcto y justo, justificando sus actos a partir de la certeza y superioridad de sus particulares premisas.
La película en cuestión se presenta, según me cuentan, como la versión cómic/vintange del debate seminal entre el hippie Rousseau, para quien los humanos somos unos seres naturalmente buenos que terminaron perturbados por la mano de un poder impuesto y del que es menester liberarse, y el facho Hobbes, quien, desde la otra vereda, nos ve como entes vivientes cuya debilidad e insignificancia nos hace esencialmente miserables y egoístas, implorando por la intervención de un Leviatán que nos conduzca por la senda de la virtud y evite que, cual lobos, nos comamos unos a otros, todo al fragor de una de las contradicciones más profundas que hacen a la condición humana, la capacidad de identificar e incluso crear el bien y el mal, en un escenario de incertidumbres en el que distinguir al héroe del villano se hace cada vez más dificil.
Personalmente me resisto a aceptar la idea de que nuestro rol en la vida sea la del Joker, pues la veo como una postura facilona que deriva la responsabilidad del bienestar propio hacia los demás o hacia el Estado, sin siquiera considerar que es el individuo el primer responsable de pensar y hacer todo aquello que coadyuve a la construcción de una vida satisfactoria, sin que aquello implique alejarse del todo de la dimensión de lo colectivo y el importante papel que juega el administrador del bien común, el gobernante, cuya necesaria presencia determina un marco de relaciones de poder que en ocasiones suelen tornarse demasiado asimétricas o desequilibradas, generando situaciones de excepción en las que la rebelión y los revoltosos jokers, esos entrañables buenos malos, se harán momentáneamente imprescindibles.
Por el momento, cuento los minutos para sentarme en alguna butaca del único cine de mi cada vez menos culta Sucre, esperando que mis ambiciosas expectativas se cumplan y que mis atrevidas hipótesis encuentren algún tipo de respuesta, para gozar, al menos eso espero, de una de las más comentadas piezas de cine de los últimos tiempos, a la que muchos, entre ellos Moore, catalogan como un producto cultural de alto valor artístico y fuerte contenido filosófico…
El autor es doctor en gobierno y administración pública