Guillermo Almada
Diciembre ardía aquella tarde. El cemento había convertido las calles en un horno, y además, la gente era un hormiguero. Personas moviéndose por todas partes, atropellándose entre sí. Encima, con esos paquetotes molestos, incómodos, bolsas y bolsitas, una verdadera película de Chaplin. Todos apurados, moviéndose rapidito. Y en ese apuro, no lo veían, pasaban a su lado pero, parecía invisible.
Augusto era el nombre elegido por su mamá, porque había nacido en el octavo mes del año, aunque lejos, muy lejos, de imperar algo. Había sido, en su vida, un trabajador con poca suerte.
Por otra parte, era el destinatario del amor incondicional de su esposa, y un hijo pequeño, que eran la luz de sus ojos. Por ese mismo motivo, ya en el anochecer de aquel día, y sin haber conseguido ni una sola moneda, no solo la decepción, sino también, una gran vergüenza, lo llevaron, a Augusto, a sentarse en las escalinatas de una vieja parroquia que quedaba de camino a la casa.
Al amanecer del día siguiente, sintió que un pie le golpeaba suavemente la cadera. Entreabrió los ojos y, entendiendo que se había quedado dormido, sin quererlo, en ese lugar, vio la figura de un anciano pequeño de porte, vestido con una sotana que le holgaba por todos lados, y con una escoba en la mano, que lo despertaba pidiéndole que se retirara para poder barrer el atrio de la parroquia. Augusto, muy rápido, se puso de pie y le propuso que, por una “ayudita” se lo barría él. El sacerdote aceptó la propuesta entregándole la escoba, y con un simple gesto, dio la media vuelta y entró a la iglesia cerrando, tras de sí, la pesada puerta.
Augusto barrió hasta la última hoja con una minuciosidad poco convencional. No dejó ni un granito de polvo, de tierra, nada. Una vez que hubo terminado, golpeó la enorme puerta de madera, que apenas se entornó para que pasara la diminuta figura del anciano que, extendiendo la mano, le dio a Augusto un puñado de semillas, con la recomendación de que las plantara cuanto antes, ese mismo día. El hombre lo miró decepcionado, pero no se animó a decirle nada. El curita, advirtiendo el pesar en la mirada de Augusto, le tomó las manos y le dijo, en tono paternal, que esa noche, la de noche buena, se conmemoraba el nacimiento de un niño muy pobre, tanto, que su cuna apenas fue un pesebre que se hallaba un poco menos que a la intemperie, y así vivió el resto de su vida, pero, a pesar de eso, en sus treinta y tres años jamás perdió la fe. Por lo tanto, el mejor presente para esa fecha no era otra cosa que la fe misma, la suya, la de su esposa, y la de su hijo, y la mejor manera de demostrarla era agradecer que pudieran estar juntos a pesar de las adversidades.
Con estas palabras, Augusto se retiró, en silencio, a su hogar, en donde lo esperaba su mujer, preocupada, nerviosa, asustada por lo que le pudiera haber pasado, al no haber vuelto a dormir a la casa. Cuando lo vio por la ventana salió corriendo a recibirlo, y lo besó con alegría, y su hijo le extendió los brazos para que lo alzara.
Augusto no se animó a contar la anécdota de la parroquia. Pero en un pedazo de tierra, en el fondo de su casa, plantó las semillas sin decir nada, y luego, abrazándolos, hizo lo que le dijo el cura. Se acostaron los tres con lágrimas en los ojos, pero felices de estar juntos.
Al día siguiente, nuestro amigo despertó primero, y al levantarse vio lo increíble: en el lugar en que había plantado las semillas, se erguía un árbol de navidad del cual pendían frutas riquísimas, a los pies, un par de cabras que nadie sabía de dónde habían venido, sirvieron para darle leche al niño. Y una canasta con pan se hallaba sobre la mesa. Exultante despertó a su mujer para compartir su emoción y salió corriendo a la parroquia, a agradecerle la ayuda al viejo sacerdote.
Al llegar al lugar golpeó la gigantesca puerta con todas sus fuerzas, una y otra vez, sin recibir respuesta alguna. Es temprano, pensó, tal vez el cura, al ser tan anciano duerma hasta tarde, y dio la vuelta buscando otra entrada por la sacristía. Pero nada, tampoco había quién respondiera a su llamado. Una vecina que pasaba le preguntó qué le urgía de esa manera –Quiero ver al cura – dijo con certeza Augusto –En esta parroquia hace más de quince años que no viene ningún cura –respondió la mujer –antes venia el padre Nicolás, de pueblo vecino, pero desde que murió… pobrecito… es que era muy viejito ya, y siempre que venía, para que todos supiéramos, comenzaba la mañana barriendo el atrio de la entrada…