Varios estudios que indican, contra lo que podríamos suponer, que los jóvenes de hoy tienen menos sexo que los de ayer. Sí: el libertinaje postmoderno y las relaciones líquidas no son necesariamente sinónimo de más sexo ni, mucho menos, de relaciones sexuales espiritualmente satisfactorias. Supongo que este fenómeno obedece a muchas causas, pero yo apuntaré solo dos. Antes, hasta hace un par de siglos o algunas décadas, los jóvenes se casaban mucho más jóvenes y en matrimonios que seguramente —para bien o mal— duraban “para siempre”, o por lo menos más tiempo que los de ahora. Esas dos condiciones, el casarse jóvenes y la idea de un compromiso más sólido, hacían que las relaciones sexuales fueran más numerosas y más satisfactorias espiritualmente hablando. Por último, podemos decir que el pragmatismo o la vida utilitaria actual eluden o desechan los ritos del erotismo.
Los fenómenos de alienación digital también ahondan el problema. Cada vez vivimos más tiempo en línea, frente a una pantalla luminosa. Una videollamada de WhatsApp, una conferencia de Zoom o una seguidilla de “likes” en Instagram hoy pueden ser tenidas como “citas románticas”, en vez de aquellas veladas en las que —en un café, en el parque o en un zaguán oscuro— nuestros abuelos o bisabuelos se veían a los ojos, se recitaban alguna poesía, se acariciaban las manos y luego se iban a una habitación y desencadenaban tremendos seísmos de amor. Hoy, eso es cada día más escaso.
Alguna vez escuchamos que nuestros bisabuelos o tatarabuelos habían descubierto el amor a los doce o trece años… Hoy, la media de edad en que los jóvenes lo descubren, sobre todo en los países más desarrollados —sociedades industrializadas y digitales— es de más años. Millenials y la Generación Z, por diversos motivos como insolvencia económica, pornografía al alcance de un móvil, carencia de vivienda propia o relaciones de pareja inestables o poco convencionales, experimentan el amor más tarde y menos que nuestros heroicos ancestros fornicadores, amantes hasta el delirio. (Como dato ilustrativo, podemos decir que el genio de la literatura Victor Hugo fue un fauno de campeonato que hizo el amor a su esposa nueve veces en la noche de bodas.)
Gran paradoja: antes, el tabú sobre el sexo, pero mucho sexo; ahora, más libertad para hablar sobre sexo, pero menos sexo.
Vivimos en un mundo saturado de opciones y demasiado complejo de entender. ¿La culpa está en el capitalismo? ¿En el consumismo? ¿En la tardía emancipación de los jóvenes? ¿En la cultura de masas? ¿En la abyección que insuflan en la sexualidad las tendencias postmodernistas? Puede que en todo eso. Lo importante es darse cuenta de la presencia del fenómeno. No obstante, no creo que haya por qué preocuparse demasiado: cada tiempo histórico tiene sus características, con sus posibilidades y limitaciones. Sufrimiento y dicha se distribuyen en cada época, con (y por) sus propias normas culturales y costumbres. El reto está en recuperar los aspectos razonables de la familia y las conexiones no necesariamente sexuales, pero sí comunitarias y sociales que dan a la vida ciertos matices que no pueden darle los algoritmos o las aplicaciones de citas.
“El ocaso de nuestra imagen del amor sería una catástrofe mayor que el derrumbe de nuestros sistemas económicos y políticos: sería el fin de nuestra civilización”, dijo Octavio Paz en La llama doble (1993). En cierto sentido, lo comparto. “Si pensamos en términos morales, vivimos en la edad del fango”, escribió en el mismo ensayo. Podríamos asegurar que la modernidad, con toda su artillería de fenómenos subsecuentes, corrompió la imagen del amor y la llevó a lo que la masa tiene por cursi o anticuado; la conversión del sexo en un modo de complacencia carnal solamente podría ser un ejemplo de ello. Aceleración y cultura de masas son algunos factores que contribuyen a esa degradación.
La suerte del amor es inseparable de la suerte de la democracia y la civilización, en el más noble sentido que estas dos palabras puedan tener. De su preservación dependerá la subsistencia de estructuras sociales y políticas y, sobre todo, la supervivencia del individuo o la persona, no como un ser que respira solamente o vegeta, sino como un ser que siente y vive por un ideal. “¿Qué lugar tiene el amor en un mundo como el nuestro?”, pregunta Octavio Paz.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social